viernes, 27 de febrero de 2015

Capitulo 30


Las mujeres que se portan bien no suelen hacer historia.
LAUREL THATCHER ULRICH

Mis tácticas como detective privado nunca serían objeto de leyendas. Jamás serían ensalzadas en los libros de texto de criminología ni en las salas de conferencia universitarias. Pero tenía la corazonada de que, si me esforzaba un poco, podría convertirme en una presencia destacada en aquellas salas.    Si no podía ser un buen ejemplo, tendría que convertirme en una horrible advertencia.

Los intentos de Euge por hacerse con los informes y los registros del instituto de Peter no habían dado fruto. Era algo raro, pero a veces pasaba. Un rollo relacionado con las leyes y la confidencialidad. Así pues, entré en la comisaría con un único objetivo en mente.

Puesto que quizá estaba un pelín susceptible, además de magullada y dolorida, decidí pasar por alto las miradas suspicaces y maliciosas de los demás y me dirigí directamente hacia la sala de interrogatorios.

Fue entonces cuando oí el «¡Chist!».

Aminoré el paso y eché un vistazo a la comisaría. Desde el lugar donde me encontraba, solo veía escritorios y uniformes. Sin embargo, cuando miré hacia los aseos, vi a una anciana latina con un vestido de flores que me hacía señas con el dedo para que me acercara. Llevaba una mantilla negra de encaje que le cubría la cabeza y los hombros, y habría apostado hasta mi último centavo a que hacía las tortillas como nadie. Al menos cuando estaba viva.

No tenía tiempo para asesorar a una difunta, pero no podía negarme. Nunca podía negarme. Tras echar una miradita a mi alrededor, entré en los aseos de señora con un fingido aire tranquilo y despreocupado. Aunque no sé por qué. Responder la llamada de la naturaleza no era ningún delito. Sin embargo, cinco minutos después salí de la misma forma, solo que en aquella ocasión iba armada hasta los dientes (metafóricamente) y dispuesta a hacer un trato.

Localicé al tío Nico cerca de la puerta de la sala de observación. Cuando me acerqué, vi que estaba enfrascado en una conversación con el sargento Dwight.

—Quiero negociar un trato —dije, interrumpiéndolos. Dwight me fulminó con la mirada.

Ubie enarcó las cejas con interés.

—¿Qué clase de trato?
—Julio Ontiveros no disparó a nuestros abogados.

La culpabilidad manaba a raudales de las personas, y yo podía percibirla a más de un kilómetro de distancia. Ontiveros no era un hombre culpable, al menos de asesinato. Lo que había parecido un disparo procedente del interior del edificio había sido en realidad un intento fallido de arrancar su motocicleta. Al parecer, la guardaba dentro por las noches para que nadie se la robara. Chico listo.

—Genial —dijo el sargento Dwight al tiempo que ponía los ojos en blanco—. Menos mal que te tenemos a ti para informarnos de estas cosas.

El tío Nico frunció el ceño, bajó la barbilla y se acercó un poco.

—¿Estás segura?
—¿Bromeas? —preguntó el sargento, sin dar crédito a lo que oía.

El tío Nico, en un raro momento de agresividad, dirigió una mirada penetrante a Dwight que habría podido marchitar una robusta rosa de invierno. Dwight apretó la mandíbula, nos dio la espalda y se dedicó a observar al sospechoso a través de la ventana-espejo.

—Este caso es de los gordos, Lali. Necesito que estés segura. Los de arriba nos están presionando mucho.
—Tus casos siempre son de los gordos. Quiero que recuerdes la última vez que me equivoqué.

Ubie reflexionó unos instantes y luego hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No recuerdo la última vez que te equivocaste.
—Ahí quería llegar.
—Ah. Vale. ¿Y tu trato?

A Ubie le iba a encantar aquello.

—Si consigo que confiese ahora mismo su papel en todo esto y que testifique para el estado sobre el verdadero asesino, tendrás que hacerme un par de favores.

—Suena bien —dijo.
—Necesito que consigas una orden para impedir que el estado retire el soporte vital de un criminal convicto que se encuentra en coma.

Las cejas de mi tío salieron disparadas hacia la frente.

—¿Con qué motivo?
—Eso forma parte del favor número uno —le dije tratando de aparentar aplomo—. Tendrás que pensar en algo. Lo que sea, tío Nico.
—Haré lo que pueda, pero...
—Sin peros —lo interrumpí al tiempo que levantaba el dedo índice—. Solo prométeme que lo intentarás.
—Tienes mi palabra. ¿Y el segundo?
—Necesito que me acompañes a un instituto. Y que traigas tu placa. —Abrió los ojos como platos en un nuevo gesto de sorpresa.
—Imagino que me explicarás todo esto más tarde, ¿no?
—Te lo prometo —aseguré mientras me dibujaba una cruz sobre el corazón—. Ahora, vamos a hacer que ese chico nos cuente lo que sabe.

El sargento Dwight, que había escuchado nuestra conversación, resopló ante lo que consideraba un gesto arrogante por mi parte.

Dejé escapar un suspiro exasperado.

—No tardaré mucho —le dije al tío Nico.

Incapaz de quedarse de brazos cruzados, el sargento Dwight se volvió hacia nosotros.

—No pensarás echar por tierra nuestra investigación dejando que entre ahí, ¿verdad? —Al ver que Ubie permanecía pensativo y sin hacerle el menor caso, Dwight apretó los dientes y se colocó delante de mi tío—. Esposito —dijo, a la espera de una respuesta.

No tenía tiempo para chorradas. Mientras el tío Nico se encargaba de aplacar a Dwight, entré en la sala de observación y estudié al señor Ontiveros a través del falso espejo. El agente que había allí se volvió para mirarme, sorprendido. Por supuesto, yo no le hice el menor caso.

Julio estaba sentado en un pequeño recinto situado frente a la sala de observación, toqueteando su silla mientras contemplaba el espejo. Tenía el aspecto típico de los pandilleros, con el pelo rapado a los lados y algo más largo en la parte superior, y se comportaba como si fuera lo más de lo más. Sin embargo, exudaba miedo por todos los poros de su cuerpo.

No era del todo inocente, pero no había disparado a nadie. Lo que le daba miedo era la posibilidad de ir a prisión por algo que no había hecho. Al parecer, eso ocurría muy a menudo últimamente.

Me volví y le guiñé un ojo a Yesenia, la mujer latina con quien acababa de conversar en el aseo de señoras y que resultaba ser la tía de Julio Ontiveros. Estaba esperando en el rincón y me sonrió con malicia cuando salí.

—Estoy lista —le dije al tío Nico antes de entrar en la sala de interrogatorios. Cuando cerré la puerta, oí que Dwight y él corrían hacia la zona de observación para vigilarme. Luego oí más pasos similares. Por lo visto íbamos a tener mucho público. Se llevarían una decepción. No tardaría mucho.

Julio estaba sentado y esposado a una pequeña mesa de metal. Cuando levantó la cabeza y me vio, la sorpresa le hizo abrir los ojos y fruncir el ceño durante un instante, pero luego recuperó la expresión indiferente.

Se reclinó en la silla al estilo de un conductor macarra.

—¿Quién cojon...?
—Cierra la boca —le dije mientras me acercaba.

Le rocé las manos esposadas con la cadera cuando me incliné sobre la mesa para impedir que viera el espejo y, más importante aún, que los hombres de la sala de observación nos oyeran. Estaba lo bastante cerca como para hacerle a Ontiveros un bailecito erótico. Un mal necesario, porque lo que iba a decirle no podía escucharlo nadie más. No si no quería que me encerraran en un lugar muy especial con habitaciones acolchadas y medicamentos servidos en vasitos diminutos.

Percibí lo mucho que se enfadó el tío Nico al verme tan cerca de alguien a quien él consideraba un brutal asesino. Pero yo sabía que no era así.

Había pillado a Julio desprevenido, y utilicé los segundos que tardó en recuperarse para inclinarme y susurrarle unas palabras al oído. El tío Nico, preocupado por mi seguridad, entraría en la estancia en cuestión de momentos, así que no tenía mucho tiempo. Unas cuantas palabras, dos o tres frases cortas, y Julio Ontiveros desembucharía todo lo que sabía.

Recé para contar al menos con diez segundos. Y los tuve.

—No tenemos mucho tiempo, así que cállate y escucha.

Ontiveros aprovechó la ocasión para representar el papel de tío duro. Se volvió hacia mí y me olfateó el cuello y el pelo.

—Me envía tu tía Yesenia. —Se quedó inmóvil. —Me ha dicho dónde se encuentran exactamente las tres cosas que más deseas en el mundo.

Oí cómo se giraba el picaporte. Y también percibí las dudas de Ontiveros, que de pronto había olvidado cualquier posible interés por mi cuello y mi cabello. Siempre ocurría lo mismo cuando hablaba sobre los muertos. Me aparté un poco para observar sus ojos suspicaces.

—Dentro de cinco minutos te acusarán de tres asesinatos, y los dos sabemos que no los cometiste. Cuéntales tu parte en esto, sin callarte nada, y te diré dónde está la medalla. Para empezar.

Ahogó una exclamación de sorpresa. Aquel era el deseo número uno. El deseo número dos también era bastante contundente, pero el último sería algo más espinoso, ya que la tía de Ontiveros no sabía con exactitud dónde se encontraba el número tres, tan solo tenía una idea aproximada. Supuse que podría contar con Euge para solucionar aquello.

Justo cuando acabé con mi discursito, el tío Nico entró como una exhalación por la puerta y me miró con un gesto de advertencia. Le guiñé un ojo, me volví hacia Julio, saqué una tarjeta de visita del bolsillo trasero del pantalón y la deslicé bajo su mano esposada.

—Tienes mi palabra —dije antes de marcharme.

Regresé a la sala de observación y esperé a ver si había picado. Aunque lo cierto es que no pude ver mucho. La diminuta estancia estaba abarrotada. La mitad de los hombres presentes me miraba a mí (entre ellos, el furioso Benja Amadeo, que podía besar mi precioso culo), y la otra mitad observaba la sala de interrogatorios.

Un instante después oí lo que deseaba oír.

—Hablaré —dijo Julio a través de los micrófonos—. Le contaré lo que sé, pero quiero inmunidad en el juicio. No he matado a nadie, y no pienso dejar que me encierren por esto.

Me di la vuelta con los ojos brillantes, choqué los cinco con la tía Yesenia, la mujer que había criado a Julio y que, según sus propias palabras, no abandonaría el plano terrestre hasta que su muchacho arreglara sus mierdas, y luego salí de la comisaría con una sonrisa de alivio pintada en la cara.

El tío Nico me llamaría más tarde para darme los detalles, y entonces le explicaría los términos de nuestro trato. Por el momento, estaba cansada y dolorida, y necesitaba con urgencia un baño caliente.

De haber sabido lo que me esperaba en casa, mis necesidades habrían sido mucho más sensuales.

Con la idea de un baño de burbujas a la luz de las velas en mente, abrí la puerta y entré en el apartamento sin hacer ruido para no despertar a Euge y a Rufi, que vivían al otro lado del pasillo. Era tarde. El sol iluminaba la mitad opuesta del mundo desde hacía horas, y no quería despertar a Euge dos noches seguidas.

Antes de ir a casa me había pasado por la oficina y había descubierto que Neil, en un sorprendente gesto de amabilidad, me había enviado una copia del expediente de Peter. No estaba segura de si aquello era ilegal o no, pero no me habría sentido más agradecida si me hubiera regalado el billete ganador de la lotería. La carpeta tenía una nota que decía: «Yo no te he dado esto».

Al bajar, le había preguntado a mi padre si tenía algún mensaje para mí, ya que cabía la posibilidad de que Rosie, la mujer a la que había ayudado a escapar de un marido maltratador, necesitara algo. Me tomé un pincho rápido de estofado de chile verde y reflexioné sobre el asunto mientras atravesaba el aparcamiento del Causeway. Aunque la falta de mensajes de Rosie era una buena señal, había algo que me daba mala espina, y deseé que me llamara a pesar de que le había dado órdenes estrictas de no hacerlo.

Encendí la luz del salón, y no había hecho más que abrir la boca para saludar al señor Wong cuando Peter se dio la vuelta para mirarme. Peter, en toda su gloria majestuosa, se encontraba frente a la ventana de mi salón. El mismo Peter Lanzani que una hora antes yacía en coma en un hospital de Santa Fe. Me dio la espalda una vez más para mirar por la ventana, lo que me permitió dejar las cosas sobre la barra.

Acto seguido, avancé para acercarme a él poco a poco. Cambió de posición, bajó su poderosa mirada hacia el suelo y me observó por el rabillo del ojo. Aunque era evidente que aquella era su forma incorpórea, parecía estar hecho de una materia más densa que la carne humana, más firme y sólida.

Intenté pensar en algo que decir. Por algún extraño motivo no me parecía apropiado decirle lo bueno que era en la cama, de modo que, en un acto de desesperación, solté lo primero que se me vino a la cabeza.

—Te quitarán el soporte vital dentro de tres días.

En aquel momento volvió a mirarme. Empezó por los pies y fue subiendo poco a poco. Aquella mirada dejó a su paso un hormigueo cálido, una energía radiante que llenó todas mis células y se acumuló en el abdomen, donde se arremolinó antes de iniciar un abrasador descenso hacia el vientre que convirtió mis piernas en gelatina. Me costó un considerable esfuerzo mantener la concentración.

—Tienes que despertarte —le expliqué, pero él siguió en silencio—. ¿Puedes darme al menos el nombre de tu hermana?

Su mirada se demoró en mis caderas antes de continuar su recorrido ascendente.

—Es la única que puede impedir que el estado se salga con la suya. —Nada.

De pronto recordé la reacción de Rocket en el psiquiátrico. Su miedo. Me acerqué un poco más, pero puse mucho cuidado en seguir fuera de su alcance. Aunque mi cuerpo se estremecía ante su proximidad y suplicaba sus caricias en una especie de respuesta condicionada de Pavlov que habría enorgullecido a cualquier conductista, debíamos hablar

—Rocket te tiene miedo —dije, con una voz que se había vuelto ronca de repente. Cuando su mirada se detuvo en Peligro y Will Robinson, pregunté—: Pero tú no le harías daño, ¿verdad? —En aquel instante, sus ojos, penetrantes y tormentosos, se clavaron en los míos.

Estábamos a varios pasos de distancia, pero podía percibir el calor que manaba de él. Aunque sabía que no debía hacerlo, di otro paso hacia delante. Tenía muchas preguntas, muchas dudas.

Por patético que fuera, lo que más deseaba en el mundo era saber por qué no me había visitado la noche anterior. Había venido a verme todas las noches durante un mes y, de repente, nada. Mis inseguridades empezaban a aflorar.

Peter frunció el ceño y sus cejas se unieron sobre aquellos ojos caoba oscuro. Inclinó la cabeza hacia un lado, como si se preguntara en qué estaba pensando.

Por más que deseara obtener respuestas que aplacaran mis inquietudes, antes debía asegurarme de que Rocket no estaba en peligro, aunque no lograba imaginarme por qué debería estarlo.

—Si te lo pidiera extra-mega-super por favor, ¿tendrías la amabilidad de no hacer daño a Rocket?

Cuando bajó la mirada hasta mi boca, empecé a tener dificultades para respirar, para pensar, para resistir el impulso de abalanzarme sobre él. Tenía que concentrarme.

—Parpadea una vez para decir «sí» —dije antes de perder todo rastro de respeto por mí misma y lanzarme al ataque.

Estaba claro que era muy peligroso, y comenzaba a cuestionarme qué clase de criatura podría ser. Quizá fuera algo parecido a Rocket y a mí. Quizá hubiera nacido con un propósito, con una misión que los reveses de la vida le habían impedido cumplir, como le había pasado a Rocket.

El frágil vestigio de autocontrol que me quedaba se debilitaba cada vez más. Empezaba a ahogarme en las brillantes motas doradas de sus ojos. Me sentía como una niña cautivada por un mago, hechizada por la poderosa fuerza de su voluntad.

Peter se dio la vuelta de repente, como si algo hubiese llamado su atención, y rompió el hechizo que me mantenía atrapada. Un instante después estaba delante de mí, con sus sensuales labios a escasos centímetros de los míos.

—Estabas cansada —dijo, desapareciendo en un remolino de oscuridad antes incluso de terminar la frase.

Aún estaba aturdida por los remanentes de su presencia, disfrutando de los matices de su voz que descendían por mi columna vertebral convertidos en oro líquido, cuando Euge entró a toda velocidad por la puerta.

—Benja ha llamado para decirme que estabas herida —dijo al tiempo que se acercaba a mí—. Otra vez. Pero estás en pie. —Inclinó ligeramente la cabeza hacia el lado izquierdo—. Más o menos. ¿Alguna vez has considerado la posibilidad de que tu asombrosa capacidad de recuperación tenga algo que ver con todo ese rollo de ser un ángel de la muerte?

Peter había estado delante de mí, en mi salón, tan sólido y etéreo como la estatua de David.

—¿Lali?

Aún notaba el calor de esa boca que había estado tan cerca de la mía.

Un momento. ¿Cómo que estaba cansada? ¿Qué había querido decir con...? Ay, Dios. Era la respuesta a por qué no había aparecido la noche anterior. Una pregunta que no había formulado en voz alta, que solo había pensado. Resultaba muy perturbador.

—Puedo darte una bofetada, si crees que eso servirá de algo.

Parpadeé unas cuantas veces antes de concentrarme por fin en Euge.

—Estaba aquí.

Mi amiga examinó la estancia con los ojos bien abiertos, inquieta.

—¿La cosa grande y mala?
—Peter.

Euge se quedó inmóvil. Se mordió el labio inferior durante un momento y luego volvió a mirarme.

—¿Le has saludado de mi parte? —preguntó.

A la mañana siguiente todavía estaba dolorida, pero por lo menos seguía respirando. El vaso medio lleno y todo eso. Llegué al cuarto de baño sin tropiezos. Quizá fuera una señal de que aquel sería un buen día. O al menos eso quería pensar, porque la noche no lo había sido. Peter había faltado a la cita. Otra vez.

Tenía la impresión de que no había hecho más que dar vueltas en la cama cuando llegó el mensaje del tío Nico. Tras recuperarme de la impresión, porque Ubie nunca enviaba mensajes de texto, intenté leerlo. Decía algo sobre «Escagada viable» e «Instiputo», pero me hizo albergar grandes esperanzas con respecto a aquel día. Íbamos a ir al instituto de Peter.

Me había pasado la mitad de la noche en vela leyendo el historial de prisión de Peter, un grueso expediente que atesoraba valiosísimos pedacitos de información sobre él. Era uno de los textos más interesantes que había visto en toda mi vida.

Al parecer, Peter era el recluso con el coeficiente de inteligencia más alto en la historia de Nuevo México. ¿Cómo lo habían llamado? ¿Incalculable? En prisión se había mostrado muy reservado, aunque tenía unos cuantos amigos, entre los que se incluía un compañero de celda que había salido en libertad condicional seis meses atrás.

Y el oficial de prisiones del hospital me había dicho la verdad. Peter le había salvado la vida durante un motín. El agente se encontraba en el interior de la prisión cuando comenzó el disturbio y se vio rodeado de inmediato por un grupo de reclusos. Cuando apareció Peter, lo habían golpeado hasta dejarlo casi inconsciente, de modo que no pudo dar detalles concretos sobre lo ocurrido. Lo único que declaró fue que Peter le había salvado la vida y que luego lo había arrastrado hasta un lugar seguro para protegerlo hasta que finalizó el motín. Me sentía muy orgullosa de Peter. Siempre había sabido que era uno de los buenos.

Si bien era fácil utilizar la información del historial para dar pie a numerosísimas fantasías, nada de lo que había allí me servía para localizar a su hermana. De hecho, no se la mencionaba en absoluto. Consideré la posibilidad de involucrar a Benja en el asunto. Si había alguien capaz de encontrar a la hermana de Peter, era él. No obstante, eso significaría tener que darle unas cuantas explicaciones.    Mientras le daba vueltas a aquella idea, salí de la ducha y descubrí que Angel Garza, mi insolente investigador de trece años, me esperaba con la cadera apoyada en el lavabo.

—¿Me necesitas, jefa? —preguntó al tiempo que deslizaba los dedos sobre el grifo.
—¿Dónde te habías metido? —Estiré el brazo para coger el albornoz aprovechando que no miraba—. Estaba preocupada. Nunca has desaparecido durante tanto tiempo.
 —Lo siento. He pasado unos días con mi madre.
—Ah. —Mantuve mis sospechas a raya y me envolví el pelo con una toalla. Había estado como Dios me trajo al mundo delante de él y el pervertido consumado, Angel Garza, ni siquiera se había fijado. Estaba claro que algo iba mal.

Angel vivía (metafóricamente) para verme desnuda. Para verme el culo desnudo, sobre todo. Me lo había dicho muchísimas veces. Pero en lugar de comerme con los ojos, se dedicaba a juguetear con el grifo. Las cosas no andaban bien en Angelandia.

Los pandilleros muertos de trece años eran muy temperamentales.

Angel y yo nos habíamos hecho colegas poco después de conocerlo la Noche del dios Peter, como a mí me gustaba llamarla. Había pasado conmigo por el instituto, la universidad y también por el Cuerpo de Paz. Cuando por fin abrí mi propio negocio como investigadora, hicimos un trato según el cual yo le enviaría a su madre el sueldo que ganara trabajando para mí (de forma anónima, por supuesto), y él se convertiría en mi mejor y único detective.

Pero con el paso del tiempo Angel había empezado a considerar los posibles beneficios de nuestro acuerdo desde una perspectiva diferente. Hizo todo lo posible para convencerme de que debíamos sacarle el dinero a la gente utilizando nuestros peculiares dones.

—Tía, podríamos hacer un chanchullo de la leche.
—Chanchullo es la palabra más adecuada para describirlo.
—Tía, podríamos hacer un chanchullo de la leche.
—Chanchullo es la palabra más adecuada para describirlo.
—Piénsalo. Podríamos acudir a los parientes de los difuntos y sacar pasta a mansalva.
—Eso es extorsión.
—Eso es capitalismo.
—Es un acto que se castiga con entre uno y cuatro años de prisión en la penitenciaría del Estado y una multa sustancial.

Al final, la frustración lo había llevado a acusarme.

—Está claro que tú solo me quieres por mi cuerpo.

El día que quisiera el cuerpo de un chico muerto de trece años sería el día que me internaran.

—Tú no tienes cuerpo —le había recordado.
—Eso, encima restriégamelo por la cara.
—Tampoco tienes cara, técnicamente hablando. Y aunque llegáramos a conseguir dinero aprovechando nuestras singulares capacidades, no podrías comprarte un monopatín ni nada parecido.
—Sería dinero extra para mi madre, tía.
—Vale, ya está bien.
—Además, me gusta ver el momento de la iluminación.
—¿Que te gusta el qué?
—El momento de la iluminación —me había dicho—. Ya sabes, esa mirada que tiene la gente cuando por fin se da cuenta de que vas en serio. Es algo parecido a la electricidad. Me provoca un hormigueo. Como una manta cargada de estática.

Puaj.

—¿En serio? Nunca había oído nada parecido.
—Sí, y además quiero que la gente sepa que andamos por aquí. —Me incliné para acercarme a él.
—¿Quieres que tu madre sepa que andas por aquí? ¿Quieres que se lo diga? —le había preguntado.
—No... Le costó mucho superar mi muerte.

En realidad era un buen chico. Pero aquel día no se comportaba como de costumbre.

Le hice un gesto para que ahuecara el ala y empecé a rebuscar en el neceser del maquillaje.

—¿Va todo bien? —pregunté con un tono lo más despreocupado posible.
 —Claro —respondió, encogiéndose de hombros—. Aunque tú estás hecha una mierda. No puedo dejarte sola ni dos segundos.
—He tenido una semana muy movidita. Puse a Rosie a salvo —le dije, refiriéndome a nuestro caso de desaparición asistida.

Había sido idea de Angel que Rosie regresara a México, y también se había encargado de localizar el pequeño hotel en venta al lado de la playa. Tuvimos que ingeniárnoslas para recaudar fondos, pero al final salió todo bien.

Acarició un frasco de perfume que había en un estante.

—No se está tan mal aquí, ¿sabes? —señaló con un tono difícil de interpretar.

Tras admirar todos los nuevos tonos de verde que habían aparecido en mi rostro, me apliqué la base de maquillaje y lo miré.

—A este lado, me refiero. No tenemos hambre, ni frío, ni nada de eso. —Vale, la cosa empeoraba por momentos.
—¿Hay algo que no me hayas contado?
—No. Solo quería que lo supieras. Por si acaso te surgen dudas más adelante y todo eso.

Cuando me di cuenta de que tal vez se refiriera a Peter, contuve el aliento.

—¿Sabes algo sobre Peter Lanzani, Angel?

Dio un respingo y me miró con expresión sorprendida.

—No. No sé nada sobre él. ¿Tienes trabajo para mí o qué? —preguntó para cambiar de tema.

Joder. Nadie sabía nada sobre Peter, pero todo el mundo se ponía firme cuando mencionaba su nombre. Me moría de ganas de saber lo que ocurría.

Le hablé a Angel sobre el caso de los abogados y el imputado inocente, Mark Weir. Como era de esperar, se mostró impaciente por conocer a Elizabeth. Luego le pedí que intentara encontrar alguna conexión entre el chico que murió en el jardín de Mark y el sobrino desaparecido.

—Ah —dijo Angel antes de marcharse—. La tía Lillian está aquí. Me cae bien.

Intenté no parecer decepcionada.

—A mí también me cae bien, pero sus cafés dejan mucho que desear. Sobre todo porque no existen.    Angel soltó una risilla y se marchó a investigar.

Casi al mismo tiempo, la tía Lillian salió de casa con el señor Habersham, el muerto del 2B. No quise ni imaginarme de qué iba aquello.

Oí que llamaban a la puerta y me apresuré a subirme la cremallera de las botas. Debía reunirme con el tío Nico en veinte minutos, y no tenía ni la menor idea de quién podría venir a verme tan temprano.

Me alisé el jersey marrón por encima de los pantalones vaqueros, eché un vistazo por la mirilla y me quedé de piedra al ver al agente Taft.

No, por favor. Ahora no.

Abrí la puerta muy despacio, sobre todo porque me dolía. Tenía un dolor sordo y constante en todo el cuerpo.

—¿Sí? —pregunté al tiempo que me asomaba por la rendija de la puerta entreabierta.
—Hola —dijo. Me miraba como si estuviese chiflada—. Me preguntaba si podría charlar un rato con usted.
—¿Qué clase de charla tiene en mente?

No podía abrir más la puerta. Sabía que ella estaba allí. Notaba el calor de su mirada láser intentando abrasarme la materia gris. Y achicharrarme el pelo.

—¿Es un mal momento? —preguntó el agente, que se removía con incomodidad—. Siento molestarla, pero...
—Sí, sí. Lo entiendo. ¿Qué necesita?
—Creo que, bueno, que me están pasando muchas cosas raras.

Mierda. Apoyé el hombro contra la puerta antes de abrirla un poco más para dejar al descubierto a aquel engendro de Satán, rubio y de ojos azules. Me tapé los ojos con las manos.

—¡No! ¡No me haga esto! ¡No la traiga a mi hogar, a mi santuario! —exclamé con tono melodramático.
—Lo siento —dijo Taft, que empezó a mirar hacia los lados con resquemor—. Así que es cierto, ¿eh? Me están rondando.

Niña Demonio dejó escapar un suspiro exasperado.

—No te estoy rondando. Solo te vigilo. —Puse fin a los lamentos y la miré.
—Eso se llama acoso, querida, y es algo mal visto en casi todas las culturas.
—¿Puede ver...? ¿Puede ver a alguien? —preguntó Taft en un susurro.
—Ella puede oírle, colega. Entre antes de que los vecinos empiecen a chismorrear.

Aquello no era más que una excusa. Los vecinos habían empezado a chismorrear en el momento en que me mudé allí. Pero lo mejor sería trasladar el circo al interior, dejar que se cobijaran en mi humilde morada, que utilizaran mi mobiliario y saquearan mi nevera.

Le hice un gesto a Taft para que se acomodara en el sofá y me senté en la silla que había enfrente.

—Le ofrecería un café, pero lo ha hecho mi tía Lillian.
—Ya, bueno... Vale.
—A ver, ¿qué quiere saber?
—Bueno, últimamente me han ocurrido cosas muy raras.
—Ajá. —Tuve que esforzarme para no bostezar.
—Por ejemplo, no dejo de oír una campanilla que hay sobre la chimenea, pero allí no hay nadie, ¿sabe?
—Estoy aquí —dijo ella, que no le quitaba los ojos de encima—. Siempre estaré aquí. Te amo con locura.

Fulminé con la mirada a Niña Demonio.

—¿En serio? ¿Tan pronto? —Me sacó la lengua.

—He oído muchas cosas sobre usted en la comisaría. Muchos chismes, ya sabe.

Dejé que Taft siguiera con su perorata mientras mis ojos vagaban hasta el lugar que había ocupado Peter horas antes. Nunca me había encontrado a nadie como él. En realidad, nunca me había encontrado con nada sobrenatural, aparte de los muertos. Ni poltergeist ni vampiros ni demonios.

—¿A qué viene tanto brillo? —preguntó Niña Demonio—. Pareces bastante sosa.

Bueno, quizá con demonios sí.


Tras dedicarle mi mejor ceño fruncido, decidí cabrearla un poco. Yo ya estaba cabreada por tener que aguantar sus gilipolleces, así que me pareció justo.

—El agente Riera está hablando, querida. Cierra el pico.

La furia que apareció en sus ojos no me hizo mucha gracia. Tendría que tomarme en serio lo de convencerla para que cruzara. Angel y yo podríamos llevar a cabo otro exorcismo. Él odiaba los exorcismos. Sobre todo porque se sentía idiota retorciéndose en el suelo y fingiendo que se abrasaba con el agua bendita que yo le arrojaba.

—Mire —dije, interrumpiendo a Taft—. Lo entiendo. Y sí, hay una niñita que lo sigue a todas partes, seguramente la misma del accidente del que me habló. Tiene el pelo largo y rubio, ojos de color azul plateado (aunque puede que eso se deba a que está muerta) y un pijama rosa con un dibujo de Tarta de Fresa. —Le eché una miradita de reojo—. Ah, y es malvada.

Taft era un poli de pies a cabeza. Sabía muy bien cómo mantener la cara de póquer, así que tardé un momento en darme cuenta de que hervía de furia. La energía que irradiaba lo envolvía como un espejismo, algo parecido a cuando se ve un charco en la carretera a pesar de que no hay nada.    ¿Era por algo que había dicho?

Se puso en pie de un salto y yo lo imité.

—¿Cómo cojones sabe eso? —preguntó con los dientes apretados.

¿Qué?

—Bueno, porque ella está justo a su lado.
—Y siempre lo estaré —dijo Niña Demonio—. Para siempre jamás.

No, si yo tenía algo que decir al respecto. Tarta de Fresa se estaba convirtiendo en una molestia.    Taft estaba que echaba humo. Su furia desprendía rayos eléctricos, al estilo de un transformador de Tesla. Se situó a escasos centímetros de mí, así que me preparé para cualquier cosa que pudiera hacerme. Pero me juré por todas las cosas sagradas que si alguien volvía a pegarme, a arrollarme o a lanzarme por un tragaluz aquella semana, me embarcaría en una matanza indiscriminada. Y empezaría con él.

Mantuvo su rostro junto al mío durante todo un minuto antes de susurrar con voz ronca: «Que te jodan», y luego salió a grandes zancadas por la puerta.

En fin, Serafín. Por más interesante que fuera aquello, tenía una cita con el tío Nico. Y con el destino.

Después de guardar el expediente de Peter en el bolso, cerré la puerta con llave y me dirigí a la oficina. Tarta de Fresa me siguió. Me di cuenta de que sus iniciales, TF, coincidían con «Toda una Fiera». Apropiado, pero en serio, ¿aquel día podía ponerse peor?

—No me quiere cerca, ¿eh? —preguntó mientras balanceaba los bracitos a los lados.

Levanté una barricada en torno a mi corazón.

—No —dije mientras examinaba el móvil para ver si tenía mensajes—. Y yo tampoco.

TF estampó el pie contra el suelo en un arrebato y se alejó, furiosa. Había resultado más fácil de lo que creía. Me encargaría de la fierecilla cuando tuviera algo más de tiempo. En aquellos momentos tenía compromisos que cumplir.

Mi padre aún no había llegado al bar, así que subí por la escalera exterior; muy despacio, porque me dolía. El sol brillaba con fuerza, dándole a la mañana un engañoso aspecto cálido. Durante mi largo y arduo viaje hasta la primera planta, repasé lo que debía hacer aquel día. Número uno: Instituto Yucca. Ubie enseñaría su placa y conseguiría todo tipo de cooperación. Necesitaba informes y listas de alumnos. Seguro que alguien se acordaba de Peter. ¿Cómo iban a olvidarlo? Tendría que hacer una lista con los alumnos que asistían a sus clases y descubrir quién había compartido más de una asignatura con él. Cuanto más tiempo hubiesen estado expuestos a su presencia, más probable era que lo recordaran. Y a su hermana.

Con un movimiento suave, dejé el abrigo y el bolso en una silla, encendí la calefacción y me deslicé hasta la cafetera —con cierta rigidez— en busca de mi dosis matutina. Fue entonces cuando el mundo se abrió bajo mis pies. ¿Sería cosa del karma? ¿Acaso la falta de amabilidad con la que había tratado a Taft había vuelto para darme una patada en el culo? ¿En mi preciosísimo culo? Busqué y rebusqué, registré y recé, pero no encontré ni el menor rastro de café molido.

¿Cómo era posible? ¿Cómo podía el universo mostrarse tan cruel?

Una llamada a la puerta me hizo albergar esperanzas. Habían llamado a la puerta interior de la oficina, la que siempre utilizaba mi padre. Seguro que me traía café. Si sabía lo que le convenía.

Abrí la puerta de par en par y me encontré con un Benjamin Amadeo de lo más tenso. Solté el aire que había contenido y lo miré con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres?

Su expresión se ablandó un poco.

—Traigo café.

Contemplé el vaso que tenía en las manos intentando no babear y me pregunté si los dioses jugaban conmigo, pero al final me rendí. Bien, les seguiría la corriente.

Esbocé una sonrisa de oreja a oreja y empecé de nuevo.

—Vaya, hola, Benja. ¿Qué tal? —No estaba mal. Le arrebaté el café de las manos y me dirigí hacia la resbaladiza comodidad del escritorio de plástico imitación madera y la silla de polipiel—. ¿Qué quieres? —pregunté por encima del hombro.
—Solo quiero hablar.
—Estoy ocupada.
—No pareces ocupada. ¿Qué estás haciendo?
—Todo lo que me dicen las vocecillas.
—¿Te importaría concederme un minuto?

De pronto, como si de un efecto a largo plazo se tratara, el arrebato de furia de Taft empezó a preocuparme. Otra persona enfadada conmigo sin motivo aparente. Y recordé también las miradas hostiles y recelosas que había recibido en la comisaría el día anterior.

A decir verdad, la población masculina ocupaba la posición más baja en mi lista de prioridades en aquel momento. Benja podía irse a la mierda.

—No me siento inclinada a concederte nada, Amadeo. Ni siquiera un minuto.
 —¿Cómo lo hiciste? Lo de ayer en la comisaría. ¿Qué le dijiste?
—Por favor... Aunque te lo dijera, no me creerías.
—Oye, tienes que admitir que todo esto resulta difícil de tragar —dijo mientras avanzaba despacio hacia mí—, pero te juro que lo intento.

Me levanté de la silla de un salto, cabreada con el mundo en general y con Benjamin en particular.

—¿Quieres saber de qué estoy harta? —Lo pensó un momento.
—¿De la antiestética celulitis?
—De los capullos como los que estaban ayer en la comisaría. De los tipos como Taft, con sus miradas de reojo y sus chismes, que me dan la espalda cada vez que entro en una habitación. De la gente como tú, que me trata como si no valiera una mierda hasta que descubren que realmente puedo hacer lo que digo que puedo hacer y entonces, de repente, me convierten en su mejor amiga.
—¿Taft? ¿El poli?
—¡Y los demás!
—¿Los demás?
—¡Todos los demás! Todo el mundo quiere que ate los cabos sueltos que dejan cuando la cagan.
—Creí que tus abogados...
—No hablo de los abogados —aseguré con un gesto desdeñoso de la mano—. Ellos tienen todas las razones del mundo para querer atar sus cabos sueltos. Hablo de la gente que me viene diciendo cosas como: «No le dije a Stella que la amaba antes de verme succionado por el motor del avión».
—Vale, cálmate. Entrégame el café sin hacer ningún movimiento brusco. Te traeré otro y empezaremos de nuevo.
—¿Qué tiene de malo este? —pregunté mientras lo examinaba con recelo.
—Necesitas descafeinado.

Respiré hondo y me senté tras el escritorio. Las rabietas nunca me llevaban a ningún sitio.

—Lo siento. Me estoy quedando sin tiempo.
—¿Con este caso?
—No —respondí mientras recordaba a Peter en aquel hospital, conectado a las máquinas que lo mantenían con vida. Tras unos cuantos sorbos de café, conseguí calmarme. Bueno, más o menos. Aún me salía un poco de humo por las orejas. Taft era un bicho raro—. Bien, ¿para eso has venido? ¿Para saber qué le dije?
—Básicamente. Aunque también quería echarte la bronca por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Otra vez.
—Bufff. Ponte a la cola.
—Ese chico te arrolló con mucha fuerza. ¿Buscas formas de quedar lisiada o qué?
—No a diario. ¿Te has enterado de algo sobre el almacén?
—Sé lo bastante como para creer que no se trata de lo que creemos que se trata.
—Ah, genial, pues me alegro de no ser de las que se aferran a sus creencias.
—Por lo que he oído, el buen sacerdote que afirma ser dueño del almacén es bueno de verdad. Dirige una misión para niños fugados en el centro de la ciudad.
—¿Niños? —repetí.
—No vas a decírmelo, ¿verdad? —preguntó, refiriéndose a mi trato con Julio Ontiveros.
—No. Puesto que hay dos niños implicados en el caso de Mark Weir, diría que existe una posible relación.
—Es probable. ¿Puedes darme una pista?

Alguien llamó a la puerta y me salvó de tener que decirle que no. ¿Qué les pasaba a los hombres con la palabra «no»?

La llamada procedía de la puerta lateral que había utilizado Benjamin.

—Pasa, papá —dije antes de volverme hacia el detective—. Tenemos una puerta principal, ¿lo sabías?

Hizo un exagerado gesto de indiferencia.
Al ver que mi padre no entraba, me levanté y me acerqué a la puerta.

—Puedes pasar, papá —dije mientras la abría.

Un segundo después, mi vida pasó ante mis ojos y llegué a una importante conclusión.
Fue divertida mientras duró.
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Chic@s quien sera el de la puerta? Que pasara con Peter? Estaran juntos?

jueves, 26 de febrero de 2015

Capitulo 29


Peter Lanzani.
Porque la perfección es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.
MARIANA ELIZABETH ESPOSITO.

—¿Lo conocías? —me preguntó Neil alrededor de una hora después.

Yo había leído un poco. Habíamos conversado otro poco. Benjamin había llamado. Yo había ignorado su llamada.

Y había averiguado cosas. Hacía cosa de un mes había estallado una pelea en el patio, y la prisión entró de inmediato en régimen de aislamiento. Se suponía que todos los hombres debían tumbarse en el suelo, pero uno de los reclusos, un tipo aniñado y grande con el que Peter había entablado amistad, se aturdió y no se agachó, así que uno de los guardas de las torres se preparó para realizar un disparo de advertencia. Peter lo vio y se abalanzó sobre su amigo para derribarlo, convencido de que el guardia iba a dispararle. En lugar de hundirse inofensivamente en el suelo, como se pretendía, la bala acertó en el cráneo de Peter y le perforó el lóbulo frontal. Llevaba en coma desde entonces.

Levanté la vista y volví a concentrarme en su pregunta.

—Solo de aquel incidente que ocurrió cuando estaba en el instituto —le dije. Le hablé de la noche que conocí a Peter, de los maltratos físicos que había sufrido a manos del hombre al que se suponía que había matado. Neil no se sorprendió. Cerré el expediente y contemplé sus ojos grises.
—Entre nosotros —le dije al tiempo que me inclinaba hacia delante para darle un toque íntimo a la conversación—, entre dos viejos amigos —añadí—, ¿qué sabías sobre él? ¿Qué pensabas de él? —Tamborileé con los dedos sobre el expediente—. ¿Qué es lo que no aparece aquí?

Neil se reclinó en la silla, se ajustó el cuello de la camisa y soltó un largo y profundo suspiro.

—Si te lo dijera, no me creerías. —Aquello sonaba prometedor.
—Apuesto a que sí —le aseguré con un guiño.

Me miró fijamente durante un minuto largo antes de empezar a hablar. Y, cuando comenzó, lo hizo con una reticencia que yo comprendía muy bien. Si él supiera...
—Ocurrió algo extraño cuando Lanzani llegó a este lugar, alrededor de una semana después de que se uniera a la población general de reclusos. —Bajó la mirada para estudiar el cierre de su reloj—. South Side envió a tres de sus soldados para matarlo. Por qué, no lo sé; pero cuando South Side ataca, la gente muere. Y punto.

Sentí una opresión en el pecho y apreté los dientes en un intento por no mostrar reacción alguna, por no demostrar la tensión que me provocaba imaginarme a Peter en aquella situación.

—La cosa terminó casi antes de empezar —continuó. Su rostro se volvió serio mientras repasaba sus recuerdos, mientras encajaba lo que sabía—. Por aquel entonces, yo no era más que un guarda recién salido de la academia, convencido de que era un tipo duro. Casi me meo en los pantalones cuando vi que aquellos hombres se acercaban a Lanzani, y eso que en aquella época ni siquiera sabía quién era Lanzani. Solicité ayuda, pero antes de que terminara de pedirla, los tres miembros de South Side yacían en el suelo en medio de un charco formado por su propia sangre, y aquel muchacho de veinte años... No sé... Estaba agazapado encima de una mesa, dispuesto a saltar sobre cualquiera que se acercara a él; miraba a los demás internos sin emoción alguna, sin ningún miedo.

Me quedé inmóvil, casi sin respirar, mientras observaba la escena que se desarrollaba en mi mente.    Neil hizo un gesto negativo con la cabeza y me miró. Su expresión era una mezcla de alivio y respeto.

—No jadeaba más que yo ahora. No conseguí ver gran cosa de lo que ocurrió, pero...
—¿Pero? —insistí, muerta de curiosidad.
—Pero... no se movió como se mueven los hombres normales, Lali. Se convirtió en un borrón; se movió tan rápido que me resultó imposible seguirlo con la mirada. Luego apareció en cuclillas sobre la mesa, como un animal fuerte y peligroso. —Volvió a negar con la cabeza, como si aún no pudiera creer lo que vieron sus ojos—. Así fue como se ganó el apodo.
—¿El apodo? —pregunté, aún más intrigada.
—Nadie volvió a tocarlo nunca —añadió—. En todos los años que llevo aquí, creo que nunca he visto una cosa igual. Es una leyenda entre los hombres, casi un dios.

Me acerqué más al escritorio, casi babeante.

—¿No has mencionado algo de un apodo?
—Sí —dijo, alerta de repente—. Lo llaman «El Aliento del Diablo».
—El aliento del diablo... —repetí.
—Ya te dije que era difícil de creer —comentó con un fuerte suspiro. Era evidente que esperaba que me burlara de su historia.
—Neil, no dudo ni de una palabra de lo que has dicho. —Al ver su sorpresa, añadí—: Yo también vi algo similar la noche que lo conocí. Cómo se movía. Cómo caminaba.
—Exacto —dijo Neil, que me señaló con el dedo una y otra vez—. No es del todo... del todo...
—Humano —concluí en su lugar.

Echó una miradita al expediente que tenía en mis manos.

—Aunque supongo que es lo bastante humano.

No pude evitar estrechar el historial contra mi pecho, aferrarme a los matices que formaban parte de Juan Pedro Lanzani.

—Supongo, sí. —Era todo un enigma, místico e irreal.
—¿Sabes?, nunca me caíste bien en el instituto —dijo Neil, que me devolvió al presente.

Ah, vale. Así que iba a ponerse sincero.

—Lo sé —dije con tono de disculpa—. En realidad, tú a mí tampoco.
—¿No? —Parecía asombrado.
—No, lo siento.
—Ya, yo también. En aquel entonces pensaba que estabas chiflada.
—Y yo que eras un cabrón arrogante.
—Era un cabrón arrogante.
—Sí, lo eras —dije, conteniendo una risilla triste.
—Pero tú no eras una chiflada, ¿verdad?

Negué con la cabeza, agradecida por semejante reconocimiento.

—Puedo dejar que lo veas, si quieres.

Mi corazón dio un salto, como si quisiera salirse del pecho.

—Pero debo advertírtelo, Lali: él no se recobrará. Su cerebro está muerto.

Con la misma velocidad, el corazón cayó hasta mis pies y luego al suelo.

¿Muerte cerebral? ¿Cómo era posible?

—Lleva así desde que ocurrió —añadió. Se puso en pie y rodeó el escritorio para ponerme una mano en el hombro—. Siento tener que decirte esto, pero el estado planea poner fin a su tratamiento dentro de tres días.
 —¿Te refieres a que van a quitarle las máquinas? —pregunté. Me invadió una oleada de pánico. Intenté tragármelo, pero de pronto tenía la garganta seca y dolorida.

Los labios de Neil se apretaron en una mueca de pesar.

—Lo siento, Mariana. Sin parientes que reclamen...
—Pero ¿qué pasa con su hermana?
—¿Qué hermana? Lanzani no tiene parientes vivos. Y, según su expediente, nunca tuvo hermanos.
 —No, eso no es cierto —dije. Volví a abrir el historial y busqué entre las páginas—. Aquella noche tenía una hermana.
—¿La viste? —La voz de Neil estaba cargada de esperanza. Al igual que yo, no quería que Peter muriera.

Puesto que sabía que no encontraría nada sobre su hermana entre aquellos papeles, dejé de ojearlos y volví a cerrar la carpeta.

—No —dije, intentando no dejarme llevar por la desesperación—. Me lo dijo la casera.

Tras un suspiro decepcionado, Neil se dejó caer en la silla que había junto a la mía.

—Debió de equivocarse.

Mientras conducía hacia la clínica de cuidados a largo plazo de Santa Fe, donde se encontraba Peter, mi mente nadaba en un mar de información, intentando encajar cada pieza en pequeños archivos, organizar lo que había descubierto. Peter había seguido estudiando y un año después de su encarcelamiento se había graduado en criminología. Luego, sorprendentemente, se había centrado en los ordenadores. Tenía un máster en sistemas informáticos. Había mejorado. Al salir habría sido un miembro productivo de la sociedad, de los que pagan sus impuestos.

Sin embargo, iban a matarlo. Neil me había explicado que la única forma de detener los planes del estado era conseguir un requerimiento, pero tendría que aducir una buena razón. Si lograra encontrar a su hermana...

Cuando cogí el teléfono para llamar a Euge, empezó a sonar su tono personal, el de la canción «Do ya think I’m sexy?», de Rod Stewart.

Euge lanzó su pregunta en cuanto descolgué.

—¿Y bien?
—Está en coma.
—No fastidies.
—Sí fastidio. Y piensan retirarle el soporte vital dentro de tres días, Eu. ¿Qué voy a hacer? —Las emociones que había mantenido a raya en el despacho de Neil amenazaron con liberarse. Intenté contenerlas con la técnica de inspiraciones profundas que había aprendido con el DVD de Yoga Boogie.
—¿Qué podemos hacer? ¿Te dijo algo el señor Gossett?
—Tengo que encontrar a la hermana de Peter. Es la única que puede detener esto. Aunque no pienso rendirme. Chantajearé al tío Nico. Tal vez él pueda hacer algo. —No perdería a Peter sin luchar. Lo había encontrado después de muchísimos años, y aquello tenía que significar algo.
 —El chantaje no está mal —dijo.

El mundo se volvió verde mientras entraba en la zona de aparcamiento, que parecía un jardín inglés. Antes de colgar, le di a Euge otro trabajo que hacer. Según el artículo que había leído la noche anterior, Peter había pasado tres meses en el Instituto Yucca. Quizá su hermana también hubiese acudido allí. Necesitaba los registros.

Euge se puso a trabajar en los registros mientras yo me adentraba en la maravillosa institución sanitaria. Aquel lugar era sin duda mucho mejor que la enfermería de la prisión. Supuse que resultaba imposible cuidar de los pacientes comatosos en la cárcel, y que por esa razón lo habían enviado allí. Neil había llamado antes y había informado al oficial de prisiones que vigilaba a Peter de que yo le haría una visita.

Cuando empecé a caminar por el vestíbulo hacia la sala de las enfermeras, descubrí al agente en una de las habitaciones que daban al pasillo principal, coqueteando con una enfermera. No podía culparlo. Vigilar a un prisionero en coma no era muy emocionante. Y flirtear resultaba divertido.

Se enderezó al ver que me acercaba, y la enfermera se marchó a toda prisa para atender sus obligaciones.

—Señora —dijo el hombre al tiempo que se daba un toquecito en una gorra invisible—. Usted debe de ser la señorita Esposito.
—Sí, soy yo. Supongo que el señor Gossett ya lo ha puesto al tanto de todo.
—Sí, así es. Nuestro muchacho está ahí dentro —dijo al tiempo que señalaba una puerta corredera de cristal cubierta por una cortinilla azul situada al otro lado del pasillo.

Aunque me sorprendió bastante que el agente no me pidiera una identificación, me dirigí a la puerta que indicaba. Bueno, la mayor parte de mí se dirigió hacia la puerta. Mis botas se quedaron clavadas al suelo. ¿Qué me encontraría al entrar? ¿Habría cambiado mucho en los diez años que habían pasado desde que le tomaron la fotografía del expediente de arresto? ¿Mostraría la dureza propia de la gente que pasaba mucho tiempo entre rejas?

El agente pareció darse cuenta de mi inquietud.

—No está mal —dijo con tono comprensivo—. Tiene un tubo de respiración, pero eso es probablemente lo peor de todo.
—¿Lo conocía a nivel personal?
—Sí, señora. Fui yo quien solicitó este trabajo. Lanzanu me salvó la vida una vez, durante un motín. Hoy no estaría aquí de no ser por él. Me pareció que era lo mínimo que podía hacer, ¿me entiende?

Se me encogió la garganta y quise preguntarle más cosas, pero algo me impulsó de pronto hacia la habitación de Peter, como si la gravedad en aquel punto se hubiera incrementado exponencialmente de repente. Al final di un paso, y el agente volvió a darse un toquecito en la gorra invisible antes de alejarse hacia la máquina de café.

En cuanto atravesé el umbral, examiné la zona para averiguar si su ser incorpóreo se encontraba en la estancia. Me sentí un poco decepcionada al ver que no era el caso. Se le daba muy bien lo de volverse incorpóreo.

Luego eché un vistazo a la cama. Peter Lanzani estaba allí tumbado, sólido y real, con el cabello oscuro y la piel bronceada que contrastaba con las sábanas blancas. La gravedad aumentó de nuevo, solo que en aquella ocasión estaba centrada en él. Me acerqué al borde de la cama y contemplé la perfección absoluta por segunda vez en mi vida.

Tenía un tubo respiratorio insertado en la tráquea y un vendaje alrededor de la cabeza. Su cabello alborotado, grueso y oscuro, le colgaba sobre la venda hasta la frente. Una barba de tres días le cubría la mandíbula y las pestañas, largas y gruesas, proyectaban sombras sobre las mejillas. Luego bajé la mirada hasta su boca cincelada, sensual e imposible de olvidar.

El único ruido que se escuchaba en la habitación era el de la máquina de ventilación. No se oían los pitidos del monitor cardíaco, aunque había uno acoplado en el que aparecían líneas y números sin cesar. Me acerqué más, tanto que rocé con la cadera uno de sus brazos. La bata azul claro del hospital tenía mangas cortas que permitían una generosa vista de sus músculos duros, esbeltos y fibrosos a pesar del coma. Un tatuaje recorría la piel morena del bíceps, resaltando su belleza y su elasticidad. Era una obra de arte tribal con líneas elegantes y curvas sensuales; líneas y curvas que tenían un significado. Las había visto antes. Eran antiguas, tanto como el propio tiempo. E importantes. Pero ¿por qué?

Mi corazón y mi mente tenían serias dificultades para aceptar el hecho de que aquel hombre tumbado en la cama era realmente Peter Lanzani, vulnerable y poderoso a un tiempo. Mis rodillas se habían convertido en gelatina, y me preguntaba cuánto más aguantaría de pie en su presencia. A pesar del tiempo que había pasado, Peter parecía incluso más irreal que en mis sueños. Más hermoso que en mis fantasías.

Su amplio pecho subía y bajaba al ritmo de la máquina. Deslicé las yemas de los dedos sobre su hombro y noté que ardía. Me bastó echar un vistazo al cartel que colgaba a los pies de la cama para averiguar que su temperatura era perfecta, de treinta y siete grados centígrados. Sin embargo, el calor que desprendía era tan real que me daba la impresión de estar delante de un horno.

Aun dormido parecía salvaje e indómito, una criatura imposible de domesticar, de retener durante mucho tiempo. Apoyé la mano sobre la suya, soportando el ardor de su piel, y me incliné hacia él.

—Peter Lanzani —dije con una voz rota por las emociones—, despierta, por favor. —Me daba igual lo que dijera el estado; Peter no estaba más muerto que yo. ¿Cómo podían considerar siquiera la idea de retirarle el soporte vital?—. Si no lo haces, apagarán estas máquinas. ¿Lo entiendes? ¿Puedes oírme? Tenemos tres días.

Eché un vistazo a la habitación con la esperanza de que se presentara en otra forma. Aún no sabía qué era exactamente, pero era algo más que humano. Lo sabía sin el menor atisbo de duda. Debía encontrar a su hermana. Debía detener aquello.

—Volveré —susurré.

Pero antes de marcharme, agaché la cabeza y apreté mi boca contra la suya. El beso me abrasó los labios, pero aguanté durante varios segundos milagrosos para poder disfrutar del contacto de su boca bajo la mía.

Cuando hice ademán de enderezarme para poner fin al beso, empezaron a llegarme imágenes a toda velocidad. Comencé a recordar las noches que habíamos pasado juntos durante el último mes. Recordé sus manos en mis caderas mientras le rodeaba la cintura con las piernas como si mi vida dependiera de ello. Recordé cómo se hundía hasta el fondo en mi interior y me provocaba increíbles oleadas de placer. Recordé el beso en el despacho de Euge, cómo había guiado mi mano, cómo me había sujetado cuando me flaquearon las piernas. Y luego me acordé de aquella noche ocurrida tanto tiempo atrás. La noche que su padre le golpeó, cuando se quedó inconsciente durante una milésima de segundo. Recordé la expresión de sus ojos cuando recuperó el sentido. La furia. Aquella furia no iba dirigida contra su padre, ¡sino contra mí! Me había mirado directamente a mí. Me vio y se puso furioso.

Luego recordé una taza junto a mis labios, una toalla caliente en la cabeza y un brazo que me sostenía mientras regresaba a la realidad y me preguntaba si se me habían derretido los huesos.

—¿Se encuentra bien, señorita Esposito?
—Tome —dijo una mujer—, beba esto, querida. Se ha dado un buen trompazo.

Di un trago de agua fría y abrí los ojos. El guarda de la prisión y la enfermera estaban a mi lado. El agente sostenía una toalla húmeda sobre mi cabeza mientras la enfermera intentaba que bebiera más agua. Me habían arrastrado hasta una silla que había fuera de la habitación y trataban de mantenerme sentada en ella, a pesar de la insistencia de mi cuerpo inconsciente por comerse el suelo de baldosas.

—Huy —dijo la enfermera—. ¿La tienes?
—La tenía la primera vez. Se me resbala continuamente. Es como un espagueti gigante.
—¿Qué? —grité, ya recuperada—. ¿Cómo que gigante? ¿Qué ha pasado? —Alcé la vista para contemplar los ojos risueños del agente y di otro trago mientras se explicaba.
—No sé si se desmayó o si solo quería examinar de cerca las grietas de las baldosas, pero el caso es que se ha dado un buen golpe.
—¿En serio?

Asintió con la cabeza.

—Me parece que no debería haber intentado darse el lote con él —sugirió. ¿Cómo sabía aquello?
—Le estaba dando un beso de despedida.

El agente resopló e intercambió una miradita con la enfermera.

—A mí no me dio esa impresión.

Seguro que no. Pero ¿qué había ocurrido? ¿Acaso Peter Lanzani podía controlarme a pesar de estar sumido en un puñetero coma? Si era así, lo tenía chungo.

—¡Ay, madre mía! —exclamé al tiempo que me levantaba de un salto de la silla.

Tras un instante de mareo que me recordó demasiado a la noche que celebré mi graduación en el instituto, en un charco formado por mi propio vómito, me adentré de nuevo en la habitación de Peter, admiré su belleza unos segundos, le di un beso de despedida (esta vez en la mejilla) y luego les di las gracias al guardia y a la enfermera y salí pitando del hospital. Debía encontrar a la hermana de Reyes, y se me agotaba el tiempo.

—¿Te desmayaste?

Suspiré junto al teléfono y esperé a que Euge superara el momento de asombro. No entendía por qué aún se sorprendía con las cosas que me pasaban.

—¿Has echado un vistazo a los informes del instituto de Peter?
—Todavía no. ¿Te desmayaste? ¿Mientras lo besabas?
—¿Hay algo que deba saber?
—Bueno, he examinado las memorias USB. Solo contienen cosas del señor Barber. No hay nada en ellas que no esté relacionado con sus casos.
—Mierda. Tendré que hablar con Barber al respecto. —De todas formas, ¿dónde estaban mis abogados?—. Y habrá que devolver esas memorias antes de que la secretaria descubra que han desaparecido.

Antes de colgar, le pedí a Euge que averiguara si la secretaria de los abogados, Nora, había ido a la oficina aquel día. Esperaba que no, ya que así no habría echado en falta las memorias.

Justo cuando entraba con Misery en la zona de estacionamiento de mi edificio, también conocido como mi «hogar, dulce hogar», el móvil empezó a entonar la Quinta de Beethoven. El tío Nico me dijo que habían conseguido la identidad y la dirección de nuestro asesino. O del tipo que creían que era nuestro asesino. Deseé que al menos uno de los abogados hubiese visto al asaltante para poder estar seguros de que habíamos dado con el tipo correcto. Por lo visto, el fulano trabajaba para Noni Bachicha, un tendero del barrio. Yo conocía a Noni personalmente, y jamás se había involucrado en nada semejante, así que estaba claro que algo no encajaba. De cualquier forma, no averiguaríamos nada hasta que atrapáramos al supuesto asesino. El tío Nico estaba a punto de hacer justo eso. Con la ayuda de casi la mitad del cuerpo de policía.

Por supuesto, no podía perderme la diversión. En cuanto lo viera, sabría si el tipo era culpable o no. Era una de las ventajas de ser un ángel de la muerte, suponía. El problema surgía cuando la persona que tenía ante mí era culpable de muchos otros crímenes. La culpabilidad era la culpabilidad, pero en ocasiones resultaba difícil distinguir entre dos crímenes. Aun así, debía intentarlo.

Anoté la dirección, realicé un giro en U y me dirigí hacia un complejo de apartamentos situado en mitad de la zona de guerra sur, donde residía un tal señor Julio Ontiveros.

Los equipos estaban a una manzana de distancia, preparándose para la detención. Al parecer, estaban casi seguros de que el tal Julio estaba dormido en su casa. Debía de haber salido hasta altas horas de la madrugada. Aparqué entre el monovolumen del tío Nico y un coche patrulla, puse el móvil en modo silencio —porque no hay nada peor que el timbre de un móvil en medio de una detención; todo el mundo te mira con muy mala cara—, y luego fui en busca de Ubie.
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Chic@s otro cap de la adaptación. Despertara Peter??

Capitulo 28


Mi capacidad de atención sería mayor
si no hubiera tantas cosas brillantes
(Camiseta)

Desperté al amanecer, cuando la imperiosa llamada de la naturaleza me obligó a salir de la cama. Después de la caída, no obstante, me sentía como si acabara de tomar media botella de whisky. Después de tropezar con una maceta, aplastarme el dedo meñique del pie contra la pata de un taburete y darme de bruces contra el marco de la puerta, llegué al cuarto de baño y repasé mis planes para aquel día con la cabeza como un bombo. Por suerte, tenía una tendencia minimalista en cuanto a la decoración del hogar. Si hubiera habido algo más entre el trono de porcelana y yo, tal vez no hubiese llegado a vivir mi próximo cumpleaños.

Eché una miradita a la camiseta de rugby que llevaba puesta. Se la había robado a un novio del instituto, un demonio rubio de ojos azules con el pecado en la sangre. Ya en nuestra primera cita, se había mostrado más interesado en el color de mi ropa interior que en el de mis ojos. De haberlo sabido de antemano, me habría puesto el sujetador de color verde. Pero lo más extraño era que no recordaba haberme puesto aquella camiseta la noche anterior. Ni siquiera recordaba haberme ido a la cama.

Quizá Euge me hubiera echado un sedante en el chocolate. Tendría que hablar con ella más tarde, pero por el momento debía decidir en qué iba a ocupar el día. ¿Debería dejar a un lado mis responsabilidades con el Departamento de Policía de Buenos Aires e ir a ver a Peter a prisión? ¿O debería dejarle a Euge todas mis responsabilidades con el departamento y luego ir a ver a Peter a la prisión?

Se me aceleró el corazón ante la idea de verlo, aunque debía admitir que estaba un poco preocupada. ¿Y si no me gustaba lo que descubría? ¿Y si era culpable de verdad? Una parte de mí albergaba la esperanza de que su encarcelamiento hubiera sido un gran error. De que Peter hubiera sido acusado injustamente. De que las evidencias hubieran sido malinterpretadas, o incluso manipuladas. La negación no era cosa solo de pesimistas.

A juzgar por lo que había averiguado la noche anterior, después de leer un artículo tras otro sobre el caso (aunque ninguno de ellos procedía de una fuente fidedigna) y parte de las transcripciones del juicio de Peter que había conseguido Eugee, resultaba evidente que las pruebas no eran ni mucho menos convincentes. Aun así, doce personas lo habían encontrado culpable. Lo más inquietante era que no se habían mencionado ni una sola vez los maltratos que había sufrido. ¿Acaso no contaba para nada el hecho de que tu padre estuviera a punto de matarte de una paliza?

Aunque deseaba volver a dormirme, sabía que no lo conseguiría. Mi mente funcionaba con demasiada intensidad, a demasiada velocidad. No obstante, tenía una buena razón para desear volver a la cama y caer en el olvido. Aquella había sido la primera noche en un mes que Peter no me había visitado. No se había colado en mis sueños con sus ojos oscuros y sus cálidas caricias. No había dejado un reguero de besos a lo largo de mi columna ni había deslizado los dedos entre mis piernas. Y no podía evitar preguntarme por qué. ¿Había hecho algo malo?

Sentía el corazón vacío. Me había vuelto adicta a sus visitas nocturnas. Las necesitaba casi más que respirar. Quizá los fluorescentes de la prisión arrojaran algo de luz sobre la situación.

Mientras me lavaba los dientes, oí ruidos en la cocina. Si bien la mayoría de las mujeres que viven solas se habrían asustado ante algo semejante, yo lo achaqué a la gran estabilidad laboral de mi trabajo.

Salí del baño y entrecerré los párpados para protegerme de la luz.

—¿Tía Lillian? —pregunté antes de cojear hasta la barra de desayunos y coger un taburete.

La pequeña figura de la tía Lillian había sido engullida por un descomunal vestido floral hawaiano que ella había combinado con un chaleco de cuero y un collar de cuentas de los años sesenta. Llevaba años intentando averiguar qué hacía mi tía cuando murió, pero no se me ocurría nada que encajara con vestidos hawaianos y collares de cuentas. Aparte de jugar al Twister con un colocón de LSD, claro está.
—Hola, calabacita —dijo con su brillante y desdentada sonrisa de anciana—. Te oí tropezar de camino al baño, así que supuse que debía ganarme el sustento y preparar café. A juzgar por el aspecto que tienes, te vendría muy bien uno.

Compuse una mueca.

—¿En serio? Qué amable. —Mierda. La tía Lillian no podía preparar café de verdad. Me senté junto a la encimera y fingí que me bebía una taza.
 —¿Está demasiado fuerte? —preguntó.
—Claro que no, tía Lil. Tú siempre preparas el mejor café.

Fingir que se bebe café era algo similar a fingir un orgasmo. ¿Qué gracia tenía aquello en la vida del Más Allá? Sin embargo, el síndrome de abstinencia de cafeína era el menor de mis problemas. Seguía sin poder sacarme a Peter de la cabeza. Quizá hubiera hecho algo malo. O algo que no debería haber hecho. Tal vez me había mostrado poco colaborativa en la cama. Aunque, por supuesto, eso implicaría que tenía algo parecido al control durante nuestras sesiones, y «controladas» no sería el adjetivo que elegiría si tuviese que describírselas con detalle a Euge.

—Pareces... distraída, cariño.

Bueno, no me habían elegido como La Más Fácil de Distraer por nada.

—¿Estás bien? ¿Te ha subido la temperatura? —Eché un vistazo hacia atrás.
—Estoy segura de que mi temperatura está bien, tía Lil. Gracias por preguntar.

No mencioné que a todo el mundo le subía la temperatura. Incluso a los muertos; aunque a ellos metafóricamente, claro.

—Y muchas gracias por el café.

—De nada, cielito. ¿Quieres que te prepare algo para desayunar? —Mejor que no, si quería aguantar el día que tenía por delante.
—No, no te molestes. Necesito darme una ducha. Me espera un día duro.

Se inclinó hacia delante y esbozó una sonrisa cómplice. A menudo me preguntaba si su pelo había sido azul en la vida real o si solo era un efecto de su carácter incorpóreo.

—¿Piensas atrapar a unos cuantos malos? —Me eché a reír.
—Has dado en el clavo. A los peores.

La tía Lillian dejó escapar un suspiro de añoranza.

—Ay, la imprudencia de la juventud. Pero, en serio, calabacita —Se puso seria y me miró a los ojos con solemnidad—, tienes que evitar que te sigan dando esas palizas. Tienes un aspecto desastroso.
 —Gracias, tía Lil —dije mientras me bajaba del taburete con una mueca—. Lo tendré en cuenta.

Sonrió y dejó al descubierto la cueva vacía en la que había habitado su dentadura postiza. Por lo visto, las dentaduras no conseguían llegar al otro lado. Nunca había tenido claro si la tía Lillian sabía o no que estaba muerta, y nunca había tenido el valor de decírselo. Aunque debería hacerlo. Ahora que por fin tenía una cafetera que funcionaba, a mi difunta tía abuela le daba por mostrarse útil.

—Por cierto, ¿qué tal Nepal? —le pregunté.
—Uf —dijo al tiempo que levantaba las manos en un gesto exasperado—. Ese lugar es más húmedo y sofocante que una sauna en agosto.

Puesto que los muertos no sufrían las inclemencias del clima, tuve que reprimir una carcajada.

Justo en aquel momento, Euge entró en el apartamento, me echó un vistazo y avanzó a toda prisa hacia la barra con el pijama azul torcido y lleno de arrugas.

—Me he dormido —dijo, casi sin aliento.
—¿No es eso lo que hay que hacer por las noches?
—No —respondió antes de echarme una de esas miraditas típicas de las madres—. Bueno, sí, pero mi intención era venir a verte hace horas. —Se inclinó hacia delante y me miró a los ojos. ¿Por qué?, pues ni idea—. ¿Estás bien?
—Estoy viva —contesté. Y lo dije muy en serio.

Aunque la respuesta solo la satisfizo a medias, se alisó la camiseta del pijama y miró a su alrededor.

—Debería preparar un poco de café.
—¿Para qué? —pregunté con tono acusador—. ¿Para poder echarme otro sedante?
—¿Qué?    —Además —dije al tiempo que señalaba a la tía Lillian con un gesto despreocupado de la cabeza—, la tía Lil ya ha preparado café.

Haciendo un esfuerzo para no reírme, contemplé cómo las esperanzas de Euge de un chute de cafeína se iban por el sumidero de la ironía. Agachó la cabeza y tomó la taza que yo le ofrecía.

—Gracias, tía Lillian. Eres la mejor.

Una actriz con muchas tablas, mi amiga.

Dejé en manos de Euge la ardua tarea de repasar las transcripciones del juicio de Mark Weir que el tío Nico había dejado en mi escritorio y me dediqué a examinar el contenido de las llaves de memoria de Barber. Con un poco de suerte, Barber no habría sido adicto al porno. Y si lo había sido, con otro poco de suerte, no habría dejado pruebas fehacientes de ello en una memoria USB, donde cualquiera podría verlo. Aquellas cosas estaban mucho mejor en un archivo protegido mediante contraseña, enterrado en las entrañas del disco duro y etiquetado con un nombre anodino. Algo como «Luchadoras Cachondas Enamoradas». Por ejemplo.

Mi móvil empezó a entonar la Quinta de Beethoven, así que tuve que buscar la mítica aguja en el pajar y preguntarme por enésima vez cómo era posible que un teléfono se escondiera tan bien en un bolso tan pequeño.

—Hola, Ubie —dije tras una búsqueda de tres horas.
—¿Tienes que llamarme así? —inquirió con voz adormilada. Parecía tan falto de cafeína como yo.
—Sí. Tengo los expedientes que dejaste en mi escritorio. Euge los está revisando en estos momentos.
—¿Y tú qué estás haciendo?
—Mi trabajo —repliqué con aire ofendido.

Aunque me moría por preguntarle sobre el encarcelamiento de Peter, quería hacerlo cara a cara para poder interpretar sus cambios de su expresión. O para interpretar las cosas que me dijeran sus cambios de expresión, lo que más me conviniera. Aún me costaba creer que él hubiese sido el detective principal en el caso de Peter. ¿Qué probabilidades había?

—Ah, vale —dijo—. Encontraron una huella parcial en el casquillo del escenario Ellery.
—¿En serio? —pregunté, súbitamente esperanzada—. ¿Has conseguido algo?
—Esto no es CSI, cielo. Aquí las cosas no van tan rápido. Esta tarde sabremos si esa huella nos lleva a algún sitio. —Bostezó con ganas y luego preguntó—: ¿Estás en el jeep?
—Claro. Voy de camino a la prisión de Santa Fe para comprobar cierta información.
—¿Qué información? —inquirió con un tono de voz teñido de recelo.
—Se trata de... otro caso en el que estoy trabajando —contesté, evasiva.
—Ah.

Había sido fácil.

—Oye, ¿qué significa «bombázó»?
—Tío Nico —le regañé—, ¿has entrado otra vez en ese chat húngaro? —Intenté contener la risa, pero imaginarme a una chica húngara diciendo que Ubie era «la bomba» fue demasiado. Solté una carcajada.
—Da igual —replicó él, molesto.

Me reí con más ganas aún.

—Llámame cuando vuelvas.

Cuando él colgó el teléfono, yo guardé el mío e intenté concentrarme en la carretera a pesar de las lágrimas. Mi reacción había sido insensible e inapropiada, pensé mientras me agachaba sobre el volante, muerta de risa y sujetándome las costillas doloridas.

Tardé un buen rato en serenarme, pero lo cierto es que reírme a expensas del tío Ubie era mucho mejor que pensar en Peter, algo que no había dejado de hacer en toda la mañana. Por desgracia, mi ducha de una hora (en la que descubrí que me estaba convirtiendo en un ser azul y negro) no me había ayudado a averiguar por qué no se había presentado la noche anterior. Y cuanto más me acercaba a la Penitenciaría de Nuevo México, más optimista me volvía. Estaba segura de que encontraría algunas respuestas en aquel lugar.

Sin embargo, en cuanto atravesé las puertas exteriores de la prisión de máxima seguridad, mi optimismo se transformó en una oleada de sudor pesimista.

Eché un vistazo a mi ropa una vez más. Pantalones holgados, mangas largas, cuello vuelto. Tapada de la cabeza a los pies. Me pregunté si tener un aspecto masculino en una prisión de máxima seguridad sería realmente una ventaja. A saber.

Treinta minutos y dos ancianas italianas después (habían cruzado a través de mí sin dejar de discutir mientras aguardaba en la sala de espera), me condujeron hasta la oficina del subdirector de la prisión, Neil Gossett. Era una sala pequeña aunque luminosa, con mobiliario oscuro y montañas de documentos apilados en todas las superficies disponibles. Neil había sido un jugador de rugby más que decente en el instituto y conservaba los músculos de su juventud, aunque no en las mismas proporciones. Tenía buen aspecto, a pesar de la trágica emergencia de un patrón de calvicie masculina.

Se puso en pie y rodeó el escritorio.

—Mariana Esposito —dijo, muy sorprendido.

Dada su elevada estatura, tuve que alzar cabeza para mirarlo cuando le estreché la mano.

—Hola, Neil. Estás genial —aseguré, aunque me pregunté si estaba bien decirles cosas así a las personas que no eran exactamente tus amigas.
—Tú estás... —Extendió las manos para expresar que se había quedado sin palabras.

¿Debería sentirme insultada? No podía ser por los cardenales. Me había esforzado muchísimo a la hora de taparlos. ¿Era por el pelo? Seguro que era por el pelo.

—Estás espectacular —dijo al final. Ah. Mucho mejor.
—Gracias.
—Por favor. —Señaló una silla con un gesto de la mano y tomó asiento tras el escritorio—. Debo admitir —admitió—, que me sorprende un poco verte por aquí.

Esbocé una sonrisa tímida mientras inclinaba la cabeza en una pose «alegre y coqueta».

—Bueno, tengo algunas preguntas sobre uno de tus reclusos, así que supuse que debía empezar por lo más alto y luego seguir hacia abajo. —La insinuación sexual fue deliberada.

Gossett estuvo a punto de ruborizarse.

—No soy exactamente lo más alto, pero me alegra que pienses tan bien de mí.

Solté la risilla de rigor y saqué la libreta.

—Luann me ha dicho que ahora eres detective privado. —Luann. Se refería a su secretaria.
 —Sí, así es. En estos momentos trabajo con el DPA en un caso de asesinato en PG que ha salido en todos los medios de TV. —Solté adrede unas cuantas siglas para quedar como una experta.

Gossett enarcó las cejas. Al menos parecía impresionado. Eso me serviría.

—¿Y has venido por algo relacionado con ese caso?
—Todo está relacionado —mentí como una bellaca—. En realidad he venido a preguntar por un hombre que fue encarcelado por asesinato hace diez años. ¿Puedes contarme algo sobre...? —Eché un vistazo a la libreta con fingido desinterés—. ¿Un tal Peter Lanzani? Esperaba poder interrogarlo en relación a un caso. Ya sabes, ese caso en el que estoy trabajando...

Perdí el hilo cuando Neil se quedó pálido ante mis ojos. Cogió el teléfono y pulsó un botón.

—Luann, ¿podrías venir aquí?

Mierda, ¿ya me había metido en problemas? ¿Iba a echarme a patadas? Pero si acababa de llegar. Tendría que haber soltado más siglas, pero no se me había ocurrido ninguna. ¡La ANPGC! ¿Por qué no se me había ocurrido la ANPGC? La Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color hacía que todo el mundo se cagara de miedo.

—¿Sí, señor? —preguntó Luann cuando abrió la puerta.
—¿Podrías traerme el expediente de Peter Lanzani? —Fiu.

Sin embargo, Luann titubeó.

—¿Señor?
—No pasa nada, Luann. Tráeme el expediente de Lanzani, anda.

La secretaria me miró de reojo antes de volver a clavar la vista en su jefe.

—De inmediato, señor.

Era buena. Euge nunca me había dicho «De inmediato, señora». Tendríamos que hablar al respecto. Y la reacción de Luann había sido tan interesante como la de Neil. Se comportaba de manera muy femenina. Había muchos baños de burbujas y vino bajo aquel atuendo de trabajo. Sin embargo, se había puesto en plan protector en un abrir y cerrar de ojos. Hecha una fiera. Aunque su furia no parecía dirigida contra mí.

—¿Está relacionado con el incidente? —inquirió Neil—. Creí que Lanzani no tenía familiares.
—¿El incidente? —pregunté en el mismo momento en que Luann llegó con el expediente y se lo entregó a su jefe. Se marchó sin mirarme siquiera. ¿Le había ocurrido algo a Peter? Quizá estuviera muerto de verdad. Tal vez por eso hubiera empezado a aparecer de la nada.

Neil abrió el expediente y lo estudió un instante.

—Sí. Aquí no aparecen familiares vivos. ¿Quién te ha contratado? —Me miró a los ojos y la parte rebelde que había en mí cobró vida.
—Eso es información privilegiada, Neil. Destetaría tener que meter al FD en esto.
—¿El fiscal del distrito? Ya está al tanto de la situación, te lo aseguro.

Huy. Bueno, eso no era de gran ayuda. Ay, por el amor de Dios. Respiré hondo.

—Mira, Neil, este asunto tiene una carácter más personal, ¿de acuerdo? Estoy trabajando en un caso, pero no está relacionado. Yo solo... —Yo solo ¿qué? ¿Quiero violar a tu prisionero? ¿Quiero averiguar si puede transformarse en un ser incorpóreo?—. Solo quiero hablar con él.

Bajé las pestañas tras aquella admisión. Lo más probable es que pareciera idiota. Una de esas fans de los presos que escribían cartas de amor a los internos y se casaban con ellos para poder tener derecho a las visitas conyugales.

—Entonces, ¿no lo sabes? —preguntó. Había una pizca de alivio en su voz, pero también algo más. ¿Remordimientos, tal vez?
 —Parece que no. —Iba a decírmelo. Peter estaba muerto. Había muerto... ¿cuándo? ¿Un mes atrás?
—Lanzani está en coma. Lleva en coma casi un mes.

Tardé unos minutos en cerrar la boca (que casi me llegaba al suelo) y recuperar el habla.

—¿En coma? ¿Cómo? —pregunté—. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? —Neil se apartó del escritorio y me entregó el expediente.
—¿Te apetece un café?

Cogí el grueso expediente que me ofrecía con tanta delicadeza como si tuviera joyas incrustadas y luego dije con tono distraído:

—Mataría por un café. —Huy—. No, no lo haría —le aseguré mientras echaba un vistazo a la prisión de máxima seguridad en la que me encontraba—. Nunca he matado a nadie. Bueno, solo a un tipo, pero se lo merecía.

Mi patético intento de bromear pareció tranquilizar a Neil. Un asomo de sonrisa se dibujó en sus labios.

—No has cambiado nada. —Me mordí el labio inferior.
—Y eso es malo, ¿no?
—Claro que no.

Me dejó pensando en su respuesta y fue a por el café mientras yo examinaba el expediente de Peter, también conocido como el Santo Grial.
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Chic@s Peter esta en coma, como hace para estar presente??

miércoles, 25 de febrero de 2015

Capitulo 27




No temas al ángel de la muerte.
Solo sé muy, muy cuidadoso con ella.
MARIANA ELIZABETH ESPOSITO.

—Y entonces miré hacia arriba y allí estaba.

Euge sujetaba una palomita contra sus labios mientras me escuchaba con los ojos abiertos de par en par a causa del asombro. O, quizá, a causa de un miedo primitivo y horripilante. Resultaba difícil saberlo.

—El Malo Malísimo —dijo.
 —Sí, pero puedes llamarlo Malo para abreviar. Estaba allí de pie, mirándome, y yo estaba desnuda y cubierta de placenta, aunque en realidad de eso no me di cuenta hasta después. Solo recuerdo que él me fascinaba. Parecía estar en un constante estado de movimientos fluidos.
—Como el humo.
—Como el humo —repetí mientras le arrebataba el bocadito mantequilloso de los labios y me lo metía en la boca—. Si te duermes, pierdes bocado, chica.
—¿Recuerdas algo antes de él? —inquirió mientras estiraba el brazo para coger otra palomita, que al igual que antes, sujetó contra sus labios. Intenté no soltar una carcajada para no romper el hechizo.
—No mucho. Quiero decir que no recuerdo cómo me concibieron ni nada de eso. Y doy gracias a los dioses, porque sería asqueroso. Solo me acuerdo de lo que vino después. Y todo está bastante confuso. Salvo él. Y mi madre.
—Espera —dijo al tiempo que levantaba un dedo—, ¿tu madre? Pero tu madre murió el día que naciste. ¿La recuerdas?

Esbocé una sonrisa lánguida.

—Era tan hermosa, Euge. Fue mi primer... bueno, mi primer cliente.
—¿Quieres decir que...?
—Sí. Cruzó a través de mí. Era todo luz, calidez y amor incondicional. En aquel momento no lo entendí, pero me dijo que la hacía feliz haber renunciado a su vida para que yo pudiera vivir la mía. Hizo que me sintiera calmada y querida; algo muy de agradecer, porque el Malo me asustaba bastante.

Euge perdió la mirada en un punto distante mientras procesaba lo que le había dicho.

—Eso es... Eso es...
—Imposible de creer, lo sé.
—Alucinante. —Me miró a los ojos.

El alivio inundó todo mi cuerpo. Debería haber sabido que ella me creería. Pero la gente con la que había crecido, las personas más próximas a mí, nunca había creído lo del día que nací.

—Así que en cierto modo conociste a tu madre, ¿no?
—Sí. —Y mientras crecía, me di cuenta de que aquello era mucho más de lo que tenían otros niños. Siempre estaría agradecida por aquellos breves momentos que compartimos.
—¿Y conoces todos los idiomas que se han hablado alguna vez sobre la tierra?
—Todos y cada uno de ellos —contesté, contenta con el cambio de tema.
—¿Incluso el parsi?
—Incluso el parsi —aseguré con una sonrisa.
—¡Ay, Dios santo! —dijo casi a voz en grito. En aquel instante debió de acordarse de algo, porque sus rasgos cambiaron, se oscurecieron, y luego me apuntó con el dedo índice de manera acusadora—. Lo sabía. Sabía que habías entendido lo que aquel hombre vietnamita me dijo en el supermercado. Pude verlo en tus ojos.

Sonreí y volví a contemplar la imagen de Peter.

—Dijo que le gustaba tu culo. —Ahogó una exclamación.
—¡Vaya! Menudo pervertido...
—Dijo que le habías puesto cachondo.
—Es una lástima que fuese lo bastante pequeño como para caberme en el canalillo.
—Creo que por eso le gustabas —dije antes de soltar una carcajada.

Euge permaneció en silencio un buen rato después de eso. Le concedí tiempo para asimilar todo lo que le había dicho.

—¿Cómo es posible algo así? —preguntó al final.
—Bueno —dije, tras decidir que iba a tomarle el pelo—, en realidad no creo que te hubiera cabido en el canalillo. Aunque estoy segura de que a él le habría encantado hacer la prueba.
—No, me refiero a lo de los idiomas. Es algo...
—¿Increíblemente genial? —inquirí con voz esperanzada.
—Abrumador.
—Ah. Sí, supongo que sí.
—¿Y entendías lo que te decía la gente el día que naciste? —Arrugué la nariz mientras lo pensaba.
—Más o menos, pero no literalmente. No tenía esquemas ni un pasado con el que relacionar las palabras. No podía asociarlas a ningún significado. Cuando la gente me hablaba, entendía a un nivel visceral. Por extraño que parezca, empecé a andar, a hablar y a todo lo demás a la misma edad que los demás niños. Pero cuando alguien me hablaba, lo entendía. Sin importar en qué idioma me hablase. Sabía lo que me estaban diciendo.

Cuando saltó el salvapantallas, moví el ratón para recuperar la imagen de Peter.
—Incluso entendí las primeras palabras que me dijo mi padre —añadí, aunque hice cuanto pude por disimular la tristeza de mi voz—. Al menos la mayor parte. Me dijo que mi madre había muerto.

Euge negó con la cabeza.

—Lo siento muchísimo.
—Creo que mi padre lo sabía. Creo que sabía que yo entendía lo que me decía. Era nuestro pequeño secreto. —Cogí un puñado de palomitas y me lancé una a la boca—. Luego se casó con mi madrastra y todo cambió. Ella descubrió enseguida que yo era un bicho raro. Todo empezó cuando me enganché a las telenovelas mexicanas.
—Tú no eres un bicho raro, Lali.
—No pasa nada. No puedo culparla.
—Sí, sí que puedes —dijo, y su voz tenía de repente un matiz afilado como una chuchilla—. Yo también soy madre. Las madres no hacen eso, aunque sean madres adoptivas.
—Ya, pero Rufi no nació siendo un ángel de la muerte.
—Eso da igual. Es tu madrastra. Punto. Y tú no eres una asesina en serie ni nada de eso.

Dios, me encantaba tener a alguien de mi parte. Mi padre siempre me había querido sin reservas, pero nunca me había respaldado de aquel modo. Creo que Euge se habría enfrentado sola a la mafia para defenderme. Y habría ganado.

—Bueno, ¿entonces ya te llamó Holandesa el día que naciste?
—Sí.
—¿Y eso fue antes o después de que tu madre cruzara a través de ti?
—Después, pero no lo entiendo. ¿Cómo lo sabía? Hasta esta noche, nunca me había dado cuenta de que el Malo no me llamó por mi verdadero nombre aquel día. No me llamó Mariana. Me llamó Holandesa, Euge, igual que hizo Peter cuando iba al instituto. ¿Cómo lo sabía? —Mi mente comenzó a dar vueltas en un intento desesperado por encajar las piezas.
—Vale, deja que te pregunte una cosa —dijo ella, con la frente llena de arrugas pensativas—. La primera vez que viste a Peter, ¿notaste algo inusual en él?
—¿Aparte de que estaba recibiendo una paliza de manos de un padre psicópata?
—Sí.

Tomé una honda bocanada de aire y me puse a pensarlo.

—¿Sabes? Es posible que notara algo raro en él sin darme cuenta. Lo que quiero decir es que quizá hubiera algo diferente, algo sobrenatural, pero lo achaqué a la adrenalina que corría por mis venas. Era un chico magnífico. Hermoso, ágil y perfecto.
—Por tu forma de describirlo, se diría que Peter podría ser alguna clase de criatura sobrenatural. El hecho de que recibiera una paliza semejante y se quedara tan ancho, como te pasa a ti, me tiene intrigada.
—Nunca lo había visto de esa manera. —Mientras pensaba en aquella noche, en aquellos recuerdos inquietantes y fascinantes a un tiempo, Peter  reapareció en mi mente—. ¿Sabes una cosa? —pregunté al darme cuenta—. Él era diferente. Era, no sé, siniestro. Impredecible.
—En mi opinión, eso podría considerarse sobrenatural, sí. —De no haber estado tan cansada, me habría echado a reír.
—¿De repente eres una experta?
—En lo que se refiere a lo siniestro y atractivo, sí, desde luego. —Aquella vez, me eché a reír.    —Bueno, ¿cuántas veces has visto al Malo? —me preguntó. Por lo visto, había aceptado sin problemas todo lo que le había contado. Y eso era bueno. Provechoso. Mucho más barato que un terapeuta.
—No muchas.
—Vale, ¿y qué ocurrió cuando lo viste?

Cogí mi taza y di un sorbo del chocolate caliente que Euge me había preparado después de insistir en que lo necesitaba mucho más que el café.

Me colocó una mano sobre el hombro y me miró con expresión perspicaz.

—En el parque. Con la niña Johnson.

Cuando dejé la taza, intenté hacerlo con un gesto lo más despreocupado posible. Pensar en el incidente de la niña Johnson era como deslizar un dedo sobre una zona en carne viva. Solo pretendía ayudar a una madre a salir del agujero de desesperación en el que se había hundido cuando su hija desapareció. Pero en lugar de ayudar, causé un escándalo; un escándalo que mi madrastra consideró la gota que colmaba el vaso. Desde aquel día me dio la espalda y nunca volvió la vista atrás.

De modo que sí, el incidente era un punto doloroso en mi mente, pero los tenía peores. Tenía heridas abiertas que se negaban a curarse, y Euge conocía muy pocas de aquellas heridas.

—Sí —dije, alzando la barbilla—. En el parque. Aquella fue la tercera vez que lo vi.
—Pero tu vida no estaba en peligro. ¿O sí?
—En absoluto, pero tal vez él creyera que lo estaba. Estaba cabreadísimo, y creo que se debía a que mi madrastra me estaba gritando delante de toda aquella gente. —Agaché la cabeza al recordarlo—. Y me dio una bofetada. Fue bastante horrible. —Miré a Euge a los ojos, deseando de pronto que mi amiga comprendiese el miedo que le tenía a aquel ser—. Creí que iba a matarla. Él temblaba de furia. Lo sentí; sentí algo así como una corriente eléctrica sobre la piel. Mientras mi madrastra me reprendía a gritos delante de media ciudad, le supliqué en susurros que no le hiciera daño.

Euge apretó los labios en un gesto compasivo.

—Lali, lo siento muchísimo.
—No pasa nada. Lo cierto es que no sé por qué me asusta tanto ese ser. No puedo creer lo gallina que soy a veces.
—También siento que te asuste, pero me refería a lo de tu madrastra.
—Ah, pues no lo sientas —dije al tiempo que negaba con la cabeza—. Aquello fue por mi culpa.
—Tenías cinco años.

Tragué saliva con fuerza y me incliné hacia ella.

—No sabes lo que hice —le dije.
—A menos que le echaras gasolina por encima y le prendieras fuego a esa mujer, no entiendo su reacción.

Esbocé una sonrisa torcida.

—Puedo asegurarte que ningún derivado petrolífero salió dañado en la creación de aquella película.
—¿Qué ocurrió entonces? ¿Qué pasó con el Malo?
—Creo que me oyó. Se marchó, pero no le hizo ninguna gracia. —Euge asintió de manera comprensiva.
—Y apostaría a que otra de las veces que apareció fue cuando estabas en la facultad —señaló.
—Vaya, eres muy buena.
—Me contaste que te atacaron una noche, cuando regresabas a casa después de la última clase, pero no me dijiste que él había aparecido.
—Pues sí, apareció. Me salvó, igual que cuando tenía cuatro años. —El rostro de Euge era todo asombro.
—¿Cuatro? ¿Qué ocurrió cuando tenías cuatro años? Espera, espera, ¿te salvó cuando te atacaron en la facultad? ¿Cómo? —preguntó, soltando las preguntas según las pensaba.

Fue entonces cuando comprendí que mi descripción del Malo Malísimo la había llevado a creer que era... pues eso, malo malísimo. Y lo era. Más o menos.

Con todo, no podía contarle cómo me había salvado. No podía hacerle eso. No hasta que supiera que podría soportarlo.

—Él... apartó al tipo de mí.
—Ay, Dios, Lali. Supongo que no me di cuenta... Bueno, lo contaste como si fuera algo sin importancia. ¿Tu vida corrió peligro?
—Quizá un poco —repliqué con un gesto de indiferencia—. Había una navaja automática implicada. Ni siquiera estaba al tanto de que siguieran fabricando esas cosas. ¿No son ilegales?
—Aparece cuando tu vida corre peligro —repitió con aire pensativo—, ¿y te salvó cuando tenías cuatro años? ¿Qué te ocurrió a esa edad?

Me removí en la silla, aunque estaba tan dolorida que lo logré a duras penas.

—Bueno, podría considerarse un secuestro, aunque fue más un alejamiento que un secuestro.    Euge se llevó la mano a la boca para contener un grito.
—Dios, todo esto suena más horrible cuando se pronuncia en voz alta —protesté—. Lloriqueo más que los góticos en los blogs. En realidad no fue tan malo. Lo cierto es que tuve una infancia bastante feliz. Tenía un montón de amigos. Aunque casi todos estaban muertos, la verdad.
—Mariana Elizabeth Esposito—dijo Euge a modo de advertencia—. No puedes utilizar la palabra «secuestro» en una frase sin explicarte después.
—Está bien, si de verdad quieres saberlo... Pero te adelanto que no te gustará.
—De verdad quiero saberlo.

Solté un largo y profundo suspiro antes de continuar.

—Ocurrió aquí —dije.
—¿Aquí? ¿En Buenos Aires?
—Aquí, en este edificio. Cuando tenía cuatro años.
—¿Has vivido antes en este edificio?

De pronto me sentí como si estuviera en una sesión de terapia y todas las cosas que me habían sucedido en el pasado, tanto las buenas como las malas, empezaran a rezumar por una herida abierta.

Sin embargo, lo que me había ocurrido en aquel edificio era lo peor de todo. Recordaba muy bien el cuchillo dentro de mi carne, tan enterrado en mi interior que llegué a creer que jamás podría sacarlo del todo. Al menos, no sin cantidades ingentes de anestesia.

—No —respondí antes de dar otro sorbo. Paladeé el sabroso chocolate caliente antes de tragármelo—. Nunca había vivido aquí antes. Pero incluso antes de que mi padre lo comprara, el bar ya era un lugar frecuentado por polis. Me llevaba allí de vez en cuando, sobre todo cuando se celebraban fiestas de cumpleaños y cosas por el estilo. Y en ocasiones debía charlar con su compañero, ya que aquellos eran los años ochenta A.C. —Al ver que Euge alzaba las cejas en un gesto interrogativo, añadí—: Antes de las Células.
—Ah, claro.
—Una de esas veces, mi madrastra se había enfadado conmigo porque le había dicho que su padre había muerto y había cruzado a través de mí para que pudiera transmitirle un mensaje. Ella todavía no sabía que había muerto y se puso furiosa; se negó a escucharme. Nunca me dejó entregarle el mensaje. De todas formas, yo no entendí el significado de aquel mensaje. Se trataba de algo sobre toallas azules.
—¿No quiso escucharte? ¿Ni siquiera cuando se enteró de que era cierto que su padre había muerto?
—Desde luego que no. En aquella época, Denise era anti todo-lo-relacionado-con-la-muerte.

Euge respiró hondo, como si intentara tranquilizarse.

—Esa mujer nunca deja de asombrarme.
—Deberías probar su asado de carne. Es de los que hacen que crezca pelo en el pecho.

Se echó a reír por lo bajo.

—Ya tengo bastante pelo del que encargarme, gracias. Paso de una noche en familia con los Esposito.

Me encogí de hombros.

—Tú te lo pierdes.
—Bueno, tenías cuatro años. Sigue. —Qué insistente.
—Sí. Cuatro. Bueno, mis sentimientos estaban heridos, como de costumbre, y cuando llegamos al bar donde mi padre se estaba tomando una cerveza, Denise me dejó en el banco que había junto a la cocina para contarle a papá lo que le había dicho. Me encantaba estar en la cocina, pero estaba enfadada y herida, así que decidí marcharme. Cuando el señor Dunlop, el cocinero, no miraba, me escabullí por la parte de atrás.
—¿Una niña de cuatro años sola de noche en el centro de la ciudad? La peor pesadilla de un padre.
—Sí, ya. Supuse que eso le daría una lección a mi madrastra —le dije—. No era la niña de cuatro años más lista del centro de la ciudad. Por supuesto, en el instante en que salí, cambié de opinión. No es que estuviese asustada. No me asusto como la mayoría de la gente. Solo estaba... alerta. Sin embargo, antes de que pudiera regresar dentro, un hombre súper agradable ataviado con una gabardina se ofreció a ayudarme a encontrar a mi madrastra. Por extraño que parezca, en lugar de entrar en el bar donde yo sabía que ella estaba, vinimos a este edificio.
—Ay, cielo —susurró Euge con tono desesperado.
—Pero no llegó a ocurrir gran cosa —dije fingiendo indiferencia—. Como ya te he dicho, el Malo me salvó. —En un intento por restarle importancia a un asunto tan siniestro, añadí—: Ahora que lo pienso, creo que aquel hombre nunca tuvo intenciones de ayudarme a encontrar a mi madrastra.

Euge estiró los brazos para darme un enorme y largo abrazo. Un abrazo que me hizo pensar en las hogueras cálidas de las noches de invierno. Y, por algún motivo, también en los malvaviscos a la brasa.
—No... puedo... respirar —murmuré después de lo que me parecieron una hora y veintisiete minutos.

Se echó hacia atrás con el ceño fruncido en un gesto pensativo.

—¿Me lo parece a mí o el hecho de que vivas en el mismo edificio en el que fuiste secuestrada resulta un poco morboso?
—Mmm. Te lo parece a ti —le dije, dejando a un lado todo lo macabro y desagradable del incidente.

Me alegró muchísimo que no quisiera saber más detalles. Los detalles siempre lo estropeaban todo, y no podía permitirme el lujo de estropearme más en aquellos momentos.

—Ah —dije al recordar otro asunto—. Un chico del instituto intentó atropellarme con el monovolumen de su padre. El Malo hizo que el vehículo atravesara el escaparate de una tienda. —El recuerdo me hizo esbozar una sonrisa.
—¿Alguien intentó atropellarte en el instituto? —preguntó Euge, atónita.
—Solo esa vez —respondí.

Se pellizcó el puente de la nariz antes de formular la siguiente pregunta.

—Entonces, ¿esas son las únicas veces que has visto al Malo? —Conté en silencio con los dedos.
—Sí, las únicas.
—¿Y nuestro trabajo es descubrir qué papel juega Peter en todo esto?
—Sí otra vez. Deberíamos asar malvaviscos.
—En ese caso, creo que es mi deber —continuó, impertérrita—, como amiga y confidente, analizar con todo detalle la escenita de la ducha.

Reprimí una carcajada.

—No estoy segura de que la escena de la lucha tenga alguna relevancia en esto. Me parece más bien, no sé, irrelevante.
—Lali —dijo a modo de advertencia—, desembucha ya si no quieres morir de forma lenta y agonizante. ¿Quién estaba en la ducha contigo? ¿Peter? ¿El Malo Malísimo? Cuéntamelo. Ya.
—Está bien —dije—. Ya sabes que Peter me llamó «Holandesa» aquella noche cuando tenía quince años, ¿no es así?
—Sí, lo sé —dijo, impaciente por llegar al momento de la ducha.
—Y estás al tanto de lo del macizorro que se me ha aparecido en sueños todas las noches este último mes, ¿verdad?
—Verdad —dijo con un leve suspiro.
—Bueno, pues hoy, el Hombre Onírico escribió «Holandesa» en la condensación que cubría el espejo, y me llamó Holandesa en la ducha.
—Ahora empieza lo bueno. —Se sentó al borde de la silla, pero se quedó inmóvil al darse cuenta de una cosa—. ¿El Hombre Onírico es Peter entonces?
—Ahí es donde quería llegar. Esta noche me he dado cuenta de que el Malo me llamó Holandesa el día que nací.

Euge frunció el ceño, confundida.

—Bueno, ¿quién estaba en la ducha?

Sonreí y la recorrí con la mirada, súbitamente consciente de lo increíble que era la mujer que tenía delante.

—¿Sabes? Te he hablado sobre esa criatura enorme y terrible que me sigue y me salva la vida de vez en cuando, y que recuerdo el día que nací, y que conozco todos los idiomas existentes, y aun así, no has salido de aquí dando gritos como una posesa. ¿Cómo puedes creer lo que te digo?
—¿Estás cambiando de tema a propósito? —me preguntó tras una larga pausa de reflexión.    Solté una carcajada que me dobló en dos.
—¡Para! No me hagas reír. Me duele —le dije a voz en grito mientras me sujetaba las costillas doloridas.
—Lo siento.

Pero no lo sentía. Era evidente.

—¿Qué descubriste en la prisión? —quise saber mientras volvía a clavar los ojos llorosos en la pantalla—. ¿Peter sigue allí? ¿Sigue... con vida?
—Lo único que pudo decirme la agente fue que Peter todavía aparecía en la lista de reclusos del registro de la prisión, y que estaba emplazado en la Unidad D. Pero si quieres que te diga la verdad, creo que no me contó todo lo que sabía.
—Voy a ir mañana.
—¿A la prisión?
—Sí. —Llevé el cursor del ratón hasta los archivos de personal que mostraban las listas de los responsables de la prisión y resalté la imagen de Neil Gossett—. Fui al colegio con el subdirector.
—¿En serio? ¿Era amigo o enemigo? —Yo me preguntaba lo mismo.
—Es una pregunta difícil. Creo que si de repente hubiera estallado en llamas en medio del comedor escolar, él no habría sacrificado su vitamina D para salvarme, pero estoy casi segura de que después se habría sentido culpable.
—Ay, madre mía —dijo Euge, que contemplaba con unos ojos como platos otro de los artículos que tenía en la mano.

Me incliné hacia delante, di un respingo por el dolor que me causó el movimiento, y luego me quedé inmóvil al leer el último párrafo del artículo.

El tío Nico había sido el detective jefe en el caso contra Peter. Menuda mierda.
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Chic@s aca les dejo un cap de la adaptacion. Comenten que creen que sucedera en la visita si llega a verlo?