Si tiene neumáticos o testículos, te dará problemas.
(Pegatina de parachoques)
Eché la llave después de
cerrar la puerta y dejé al hijo de Satán en mi apartamento. Solo. Desconcertado. Y con bastante seguridad, sexualmente frustrado. Sin
embargo, no dejaba de repetirme que esperaba no haberlo hecho enfadar.
Sería un engorro que envolviera mi pisito de soltera en las llamas del
infierno.
En cualquier caso, Peter
estaba comportándose como un idiota. Como un verdadero idiota. Todo
aquello me recordaba cuando iba a primaria y mi mejor amiga me decía:
«Los niños dan asco, ¿vamos a tirarles piedras?».
La fría brisa atemperó
el deseo abrasador que seguía atormentándome mientras atravesaba el
aparcamiento a toda prisa, con la intención de atajar por el bar de mi
padre para subir por la escalera interior. Mi padre había sido policía
de Buenos Aires y, al igual que el tío Nico, había medrado en su
profesión hasta alcanzar la categoría de inspector. Con mi ayuda, por
descontado. Llevaba resolviéndoles crímenes desde los cinco años.
Aunque, puede que exagere un poco. Digamos que llevaba confiándoles la
información que me facilitaban los muertos para ayudarles a resolver
crímenes desde los cinco años. Pese a que mi tío seguía en la nómina del
Departamento de Policía de Buenos Aires, hacía varios años que mi padre
se había jubilado y había comprado el bar junto al que yo trabajaba. Mi
despacho se encontraba en el segundo piso. Además, vivía a dos pasos de
la puerta trasera. No podía quejarme.
Mi padre había llegado
más temprano de lo habitual. La luz de su despacho se colaba por debajo
de la puerta y se diseminaba por la oscura sala. Fui sorteando las
mesas, rodeé la barra y asomé la cabeza.
—Hola, papá —lo saludé.
Sobresaltado, el hombre
dio un respingo al oír mi voz y se volvió de inmediato. Estaba absorto
en una de las fotos colgadas en la pared del fondo. Con lo alto y
delgado que era, parecía un pirulí vestido como el muñeco Ken, aunque
con la ropa arrugada. Era evidente que había estado trabajando toda la
noche. Había una botella de whisky canadiense abierta en la mesa y
sostenía una copa medio vacía en una mano.
La intensidad de sus
emociones me cogió desprevenida. Algo iba mal, como esa vez que un
camarero me trajo un té helado cuando le había pedido un refresco bajo
en calorías. El sabor inesperado tras el gesto completamente trivial de
tomar el primer sorbo me provocó un cortocircuito. Aunque mi padre tenía
malos días como todo el mundo, me supo distinto. Inesperado. Un
profundo pesar mezclado con el peso abrumador de la desesperación se
abalanzó sobre mí y me cortó la respiración.
Me puse tensa, repentinamente preocupada.
—Papá, ¿qué ocurre?
Un conato de sonrisa se dibujó con esfuerzo en el rostro de mi padre.
—Nada, cariño, solo estaba acabando el papeleo —mintió.
Su intento de ocultarme
la verdad me dejó un regusto amargo; sin embargo, le seguiría el juego.
Si no deseaba hablar de lo que fuera que le preocupaba, no insistiría.
Por el momento.
—¿Has ido a casa? —pregunté.
Dejó la copa en la mesa y cogió la chaqueta de color beige del respaldo de la silla.
—Ahora mismo iba para allí. ¿Querías algo?
Dios, mentía fatal. Tal vez lo había heredado de él.
—No, nada. Saluda a Malvina de mi parte.
—Lali —me reconvino en tono desaprobador.
—¿Qué pasa? ¿Es que no puedo saludar a mi madrastra favorita?
Se puso la chaqueta con un suspiro de cansancio.
—Tengo que ducharme
antes de que nos invadan las hordas del mediodía. Sammy debe de estar al
caer, ya sabes, por si quieres desayunar algo.
Sammy, el cocinero de papá, preparaba unos huevos rancheros que estaban de muerte.
—Puede que de aquí a un rato.
Tenía prisa por irse. O,
tal vez, por alejarse de mí. Pasó por mi lado sin mirarme, dejando tras
de sí una desesperación que se desprendía de él como un vapor denso y
enlodado.
—Volveré enseguida —dijo, tan animado como un paciente con tendencias suicidas sometido a vigilancia continua.
—Bien —contesté, con la misma alegría.
Olía a caramelo de miel y
limón, el mismo olor que impregnaba su despacho. Una vez que se hubo
ido, entré en la oficina y me volví hacia la foto que había estado
mirando, en la que aparecía yo. Tendría unos seis años, llevaba el
flequillo torcido y me faltaban los dos dientes de delante; sin embargo,
estaba comiendo sandía. El agua que soltaba la fruta me corría por los
dedos y la barbilla, pero lo que me llamó la atención, lo que había
llamado la atención de mi padre, era la sombra que se cernía sobre mi
hombro. La huella emborronada de un dedo en el cristal demostraba que mi
padre había estado estudiando aquella mancha.
Bajé la vista hacia el
mueble que se encontraba debajo de la exposición de alegres momentos
familiares y sobre el que había dispuesto una hilera de fotografías mías
con una sombra en el fondo.
Todas tenían la huella emborronada de un
dedo justo en el mismo sitio. Me pregunté qué se traería mi padre entre
manos. Bueno, eso y qué significaba aquella sombra, porque yo tampoco lo
sabía. ¿Sería consecuencia del angelmuertismo? O tal vez, solo tal vez,
se trataba de y del Peter atisbo de una capa oscura que la cámara casi
había conseguido capturar. Aquello me intrigó. Lo había visto en
contadas ocasiones a lo largo de mi vida. ¿Sería posible que me hubiera
acompañado más a menudo de lo que suponía? ¿Que hubiera estado
vigilándome? ¿Protegiéndome?
Había dos hombres
trajeados esperándome cuando llegué a la oficina y, efectivamente,
vestían de azul oscuro. Se pusieron en pie y me tendieron la mano.
—Señorita Esposito —saludó uno.
Me enseñó su
identificación y volvió a guardarla en el bolsillo interior de la
chaqueta. Como en la tele. Qué pasada. En ese momento comprendí que si
pretendía que alguna vez me tomaran en serio, necesitaba una chaqueta
con bolsillo interior. Solía llevar mi licencia plastificada de
detective privado en el bolsillo trasero de los vaqueros, por lo que
estaba doblada, arrugada y medio rota.
El otro agente lo imitó,
me estrechó una mano y al mismo tiempo me enseñó su identificación con
la otra. Qué gran coordinación. Y parecían hermanos. Aunque uno le
sacaba unos cuantos años al otro, ambos eran rubios, llevaban el pelo
cortado al rape y tenían unos ojos azules que, en cualquier otra
situación, no me habrían parecido ni remotamente tan inquietantes como
me resultaban en esos momentos.
—Soy el agente Foster
—se presentó el primero— y este es el agente especial Powers. Estamos
investigando la desaparición de Ana Herrera.
Eugenia volcó un
cubilete de lápices al oír el nombre de Ana. Y la cosa se habría quedado
ahí de no haber intentado recuperarlo y haber tocado de refilón una
lámpara. Mientras los lapiceros y otros adminículos similares salían
volando por los aires, la lámpara se quedó colgando a medio camino del
suelo sin llegar a estrellarse al conseguir atrapar el cordón a tiempo.
Nerviosa por el jaleo que estaba armando, tiró demasiado fuerte del
cordón y la lámpara retrocedió hasta chocar contra la parte trasera del
monitor de su ordenador y derribar la figurita de cerámica de un perro
salchicha que Rufina le había regalado por Navidad.
Cuánta discreción.
Tras aquel mini episodio de Mister Bean (con el que tendría para reírme durante meses) me volví hacia nuestros invitados.
—¿Me acompañan al despacho?
—Por supuesto —dijo el
agente Foster, vigilando a Eugenia con el rabillo del ojo, como si
sospechara que no estaba bien de la cabeza.
Mientras los conducía
hacia el despacho, dirigí a Euge una mirada cargada de incredulidad.
Ella bajó la suya. Gracias a Dios, el perro salchicha había aterrizado
en la papelera, encima de un colchón de papeles, y no se había roto. Lo
rescató, sin levantar los ojos en ningún momento.
—Lo siento, pero creo
que nunca he oído hablar de ninguna Ana Heredia —aseguré, sirviéndome
una taza de café mientras ellos tomaban asiento delante de mi mesa.
Euge era la mejor en
tener siempre el café a punto y en dar calurosos abrazos. ¿O era en
tener siempre el café caliente y en dar abrazos al punto? En cualquier
caso, todos salíamos ganando.
—¿Está segura? —preguntó
Foster. Parecía de los gallitos. Los gallitos no eran santo de mi
devoción, pero estaba en pleno proceso de aprendizaje para no dejarme
llevar por la primera impresión—. Hace cerca de una semana que no se
tienen noticias de la señora Heredia y, en el momento de su
desaparición, lo único que había sobre su escritorio era una libreta
donde había anotado el nombre y el número de usted.
Debía de haberlos apuntado cuando habló con Euge. Me volví hacia ellos, removiendo el café con aire inocente.
—Si Ana Heredia lleva cerca de una semana desaparecida, ¿por qué vienen a verme ahora?
El mayor de los dos,
Powers, pareció impacientarse, seguramente porque había contestado a una
de sus preguntas con otra pregunta. Era evidente que estaba
acostumbrado a recibir respuestas. Pobre iluso.
—No le dimos demasiada
importancia a la nota hasta que supimos que usted era detective privado.
Pensamos que podría haberla contratado.
—¿Para qué habría de contratarme? —pregunté, intentando sonsacarles información.
Se removió en su asiento.
—Eso hemos venido a averiguar.
—Entonces ¿no tenía problemas? ¿Tal vez con la empresa para la que trabaja?
Los hombres
intercambiaron una mirada. En cualquier otra situación, habría gritado
eureka. Al menos para mis adentros. Sin embargo, tuve la sensación de
que acababa de entregarles la cabeza de turco perfecta. Sabían algo más y
no pensaban contármelo.
—Hemos considerado ese extremo, señorita Esposito, pero le agradeceríamos que ese tipo de información quedara entre nosotros.
Entonces no era la empresa. Una cosa menos, solo quedaban veintisiete mil posibilidades más.
Aparentemente satisfechos, ambos se pusieron en pie. Foster me tendió una tarjeta de visita.
—Supongo que no es
necesario que le recuerde su obligación de informarnos en el caso de que
la señora Heredia intentara ponerse en contacto con usted —dijo, en un
velado tono de amenaza.
Intenté no echarme a reír.
—Por supuesto —contesté, Euge y el mío—. Siento no haber podido serles de mayor ayuda y que tengan que irse.
Foster se aclaró la garganta, incómodo, al ver que me demoraba más de lo necesario.
—De acuerdo, está bien, volveremos a llamarla si necesitamos algo más.
Mientras seguían
esperando a mis espaldas, giré el pomo despacio, lo sacudí ligeramente y
abrí la puerta. Euge estaba escribiendo en el ordenador. Conociéndola,
seguro que había estado escuchando nuestra conversación a través del
intercomunicador.
—Señorita Esposito —dijo Foster, tocándose el ala de un sombrero invisible al pasar por mi lado.
Después de que los agentes se hubieran ido, Euge se volvió hacia mí con gesto exasperado.
—¿Haciendo girar el pomo? Muy sutil.
—Ya lo creo, y muy elegante. ¿No había nada más que pudieras tirar?
Se le bajaron los humos de inmediato.
—¿Crees que sospechan algo?
Varias respuestas acudieron a mi mente: «Ya te digo», «¿Tú qué crees?», «Habría que ser idiota».
—Sí —contesté, en cambio, aunque la falta de inflexión en mi voz dejaba a las claras todo lo anterior.
—Pero ¿no deberíamos colaborar con ellos en vez trabajar a sus espaldas? —preguntó.
—Yo creo que, lo que se dice ahora mismo, no.
—¿Por qué no?
—Básicamente porque no son agentes del FBI.
Ahogó un grito.
—¿Cómo lo sabes?
—¿De verdad me lo preguntas?
Lo último que me apetecía explicarle era cómo sabía que alguien mentía. Por enésima vez.
—De acuerdo —concedió, sacudiendo la cabeza—, disculpa. —Un nuevo grito ahogado—. ¿Sabías que no eran agentes del FBI?
—Tenía mis sospechas.
—Y, aun así, ¿los has dejado pasar a tu despacho? ¿A solas?
—Mis sospechas no siempre acaban confirmándose.
Reflexionó unos instantes sobre lo que acababa de decir y se tranquilizó.
—Cierto. ¿Recuerdas aquella vez que derribaste al cartero y...?
Alcé una mano para interrumpirla. Había cosas que era mejor no decirlas.
—No sigas con lo de la
investigación de la empresa —dije, pensando en alto—. Me juego mi granja
virtual a que no te llevará a ninguna parte. Concéntrate en averiguar
qué une a Ana y Janelle York.
—¿Aparte del hecho de que fueran juntas al instituto? —preguntó.
—No. Empecemos por ahí. Hurga en el pasado de ambas, a ver si sale algo.
Justo en ese momento, el
tío Nico entró en la oficina. O, mejor dicho, irrumpió en la oficina.
Siempre iba muy estresado, así que tal vez había llegado el momento de
tener «la charla». O se buscaba una novia o se buscaba un derrame
cerebral. Tal vez con una muñeca hinchable fuera suficiente.
—Yo no tengo la culpa de
que te hayas levantado con el pie izquierdo, así que si vienes en plan
viejo cascarrabias, ya puedes dar media vuelta y volver por donde has
venido —le advertí, señalándole la puerta.
Giré los dedos en el
aire en un gesto inconfundible para que diera media vuelta, fuera a
comprarse un bosque y se perdiera en él. Se detuvo en seco y me miró con
una mezcla de desconcierto e irritación.
—No soy un viejo cascarrabias. —Parecía ofendido. Me hizo gracia—. Solo quiero saber en qué nuevo lío te has metido.
Ahora la ofendida era yo.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Por qué? Yo nunca...
—No estoy de humor para
tus numeritos —me interrumpió, agitando un dedo. Me estaba bien
empleado—. ¿De qué conoces a Lucas Heredia?
¡Joder! Las noticias corrían como la pólvora en el mundillo de la lucha contra la delincuencia.
—De esta mañana, ¿por qué?
—Porque quiere verte. No
solo ha desaparecido su mujer, sino que anoche encontramos el cadáver
de un tipo que se dedicaba a la compraventa de coches de segunda mano al
que el señor Heredia había acosado y amenazado de muerte. Llámame
tarado, pero creo que podría estar relacionado.
Hijo de puta, pensé, dejando escapar un hondo suspiro.
—En vez del típico tarado de toda la vida, ¿puedo llamarte Nico el Tarado?
—No.
—¿BT, para abreviar? —Al ver que solo obtenía una mirada muy poco amistosa por respuesta, añadí—: Bueno, entonces ¿puedo verlo?
—Ahora mismo están interrogándolo y seguramente pedirá un abogado dentro de nada. ¿Qué ocurre?
Euge y yo nos miramos y luego desembuchamos cual pelícanos.
Se lo contamos todo,
hasta lo que no estaba escrito. El tío Nico sacó el móvil y ordenó a uno
de sus subalternos que se pasara por la cafetería.
—Tendríais que haberme informado —dijo después de colgar, en tono reprobador.
—Como si me hubiera dado
tiempo. Ya que ha salido el tema, también la buscan dos hombres que se
hacen pasar por agentes del FBI. Y están desesperados.
Preocupado, el tío Nico (o Nicky, como me gustaba llamarlo, aunque casi nunca a la cara) anotó la descripción.
—Este asunto está poniéndose feo —comentó.
—Dímelo a mí. Tenemos que encontrar a Ana antes que ellos.
—Me pondré en contacto
con los federales para decirles que anda por ahí una pareja de
impostores.
De todas maneras, tendrías que habérmelo contado antes.
—Bueno, tampoco creía que fuera necesario, teniendo en cuenta que estás haciéndome seguir y eso.
Se quedó boquiabierto,
completamente descolocado. Lanzó un profundo suspiro, se acercó a mí y
me levantó la barbilla con suma delicadeza.
—Peter Lanzani es un
asesino convicto, Lali. Es por tu bien. Si se pusiera en contacto
contigo, te agradecería que me lo dijeras.
—¿Retirarás la
vigilancia? —pregunté. Al ver que vacilaba y acababa sacudiendo la
cabeza, añadí—: Entonces que gane el mejor detective.
Salí muy ufana por la
puerta, consciente de lo ridículo que había sonado aquello teniendo en
cuenta que el tío Nico, inspector veterano del Departamento de Policía
de Buenos Aires, era un hacha en el campo de la investigación. Yo no
pasaba de navajita suiza.
De camino a la tienda de
tatuajes de mi amiga Pari, al final de la manzana, eché un vistazo a mi
alrededor en busca de la sombra que Nicky me había asignado, sin
suerte. Quienquiera que fuera era bueno. El tío Nico no habría enviado a
un novato.
Me detuve delante de la
tienda de Pari, aunque no porque necesitara un tatuaje, sino porque Pari
podía ver las auras. Yo también poseía aquella capacidad, pero se me
había ocurrido que tal vez se me hubiera escapado algo en todos esos
años. ¿Cómo era posible que pudiera ver auras, difuntos, hijos de Satán
y, aun así, no hubiera visto un solo demonio en toda mi vida? Diantre,
ni siquiera sabía que los demonios existían hasta que Peter me lo había
dicho, y mucho menos que estaban dispuestos a luchar a brazo partido
para llegar hasta mí. Para pasar a través de mí. En ese momento me quedé
sin respiración: si los demonios existían, caray, si Satán existía,
entonces también tenían que existir los ángeles. En serio, ¿cómo era
posible que viviera tan en la inopia?
Con un poco de suerte,
Pari sabría algo que yo no, algo que no fuera qué correa de distribución
correspondía a un Plymouth Duster del setenta con un motor Big Block
440 sobrealimentado. Ni siquiera sabía que los coches tuvieran problemas
de sobrealimentación. Todavía era temprano para el huso horario de la
tienda de tatuajes, por lo que me sorprendió que la puerta estuviera
abierta. Entré.
—Necesito luz —pidió alguien al fondo.
—Estoy en ello —contestó una voz masculina.
Oí jaleo en la
trastienda a medida que me acercaba a Pari, a quien tenía de espaldas.
Estaba agachada debajo de un sillón de dentista restaurado, con una
montaña de cables junto a las rodillas.
—Gracias —dijo, mientras seguía separando los hilos.
—¿Qué? —preguntó el tipo de la trastienda.
Sobresaltada, Pari se enderezó de pronto y se golpeó la cabeza contra el asiento de la silla antes de volverse hacia mí.
—Maldita sea, Lali
—protestó, llevándose una mano a los ojos para protegerse de la luz y la
otra al lugar donde se había golpeado—. No puedes entrar a hurtadillas.
Eres como uno de esos focos en el techo de un coche patrulla encendido
en medio de la noche.
Ahogué una risita mientras Pari buscaba sus gafas de sol a tientas.
—Has dicho que necesitabas luz.
Pari era diseñadora
gráfica, pero se había decantado hacia el arte corporal para mantener a
los acreedores a raya. Por fortuna, había encontrado su vocación, y
hacía honor a su profesión llevando los brazos completamente tatuados
con líneas elegantes, azucenas y flores de lis. Además de un par de
calaveras para impresionar a la clientela.
Ella era quien había
diseñado el ángel de la muerte que adornaba mi omóplato izquierdo, una
criatura diminuta de ojos enormes y mirada inocente, ataviada con una
túnica vaporosa que parecía hecha de humo. Para mí era un misterio cómo
conseguía aquel efecto solo con tinta.
Se colocó las gafas y se volvió hacia mí, lanzando un suspiro.
—He dicho que necesitaba luz, no una explosión sideral. Te lo juro, un día de estos me dejarás completamente ciega.
Como ya he dicho, Pari podía ver las auras y la mía brillaba bastante.
Recogió una botella de
agua del mostrador y se sentó en el maltrecho sillón de dentista. Apoyó
las botas en sendos cajones de embalaje que tenía a ambos lados y
descansó los codos en las rodillas. Saqué otra botella de agua de una
pequeña nevera y me volví hacia ella, tratando de no soltar una
carcajada ante una postura tan poco decorosa.
—Bueno, ¿qué te cuentas, ángel de la muerte?
—¡No encuentro la linterna! —anunció el tipo de la trastienda a voz en grito.
—No importa —contestó
Pari, volviéndose hacia mí con una sonrisa—. Muy guapo, pero sin
cerebro. —Asentí. Admiraba la belleza. ¿Quién no?—. Vale, finges que
estás tranquila y relajada —prosiguió, escudriñándome con ojo experto—,
pero te veo tan relajada como un pollo en el tajo. ¿Qué ocurre?
Mierda, era muy buena, así que decidí andarme sin rodeos.
—¿Alguna vez has visto un demonio?
Su respiración se hizo más acompasada mientras meditaba la respuesta.
—¿Te refieres a uno de esos rodeado de llamas y azufre?
—Sí.
—¿Tipo siervo del infierno?
—Sí —respondí, de nuevo.
—¿Cómo esos...?
—Sí —repetí por tercera vez.
Aquel tema me revolvía
el estómago. Y pensar que uno de ellos podía estar torturando a Peter en
esos momentos... No era que el cabroncete no se mereciera que lo
torturaran un poquitín, pero aun así...
—Entonces ¿existen de verdad?
—Interpretaré eso como
un no —dije, al tiempo que se desvanecían todas mis esperanzas—. Es que
tengo la impresión de que van a por mí y esperaba que tú supieras algo
que yo ignorara.
—Mierda. —Bajó la vista
al suelo, pensativa, pero no tardó en alzarla de nuevo hacia mí. Al
menos eso supuse. Era difícil saberlo con las gafas puestas—. Un
momento, ¿te persiguen unos demonios?
—Más o menos.
Tras una prolongada
mirada, lo bastante larga para considerarla indiferente a las normas
culturales y de educación establecidas, asintió.
—Nunca he visto un
demonio —dijo con toda tranquilidad—, pero sé que ahí fuera hay algo,
algo que recorre las calles en medio de la noche. Y no me refiero a la
típica prostituta, sino a algo aterrador. A algo imposible de olvidar.
Ladeé la cabeza, intrigada.
—¿A qué te refieres?
—Cuando tenía catorce
años, un grupo de amigas y yo hicimos una fiesta de pijamas y, como
suelen acabar haciendo casi todas las adolescentes de catorce años,
decidimos celebrar una sesión de espiritismo.
—Ya.
Aquello tenía pinta de que no iba a acabar bien.
—En fin, bajamos al
sótano y estábamos en plena sesión, entonando cánticos y conjurando a
los espíritus del más allá, cuando sentí algo. Como una presencia.
—¿Un fantasma?
—No. —Sacudió la cabeza,
pensativa—. Bueno, creo que no. Los fantasmas son fríos. Aquel ser
simplemente estaba allí. Sentí su roce al pasar junto a mí, como si se
hubiera tratado de un perro. —Se llevó una de las manos al brazo
contrario, absorta en sus recuerdos. Un leve escalofrío le recorrió el
cuerpo—. Fui la única que lo sintió, claro, hasta que lo dije. —Se
volvió hacia mí con una mirada alarmada—. Si en algo aprecias tu vida,
jamás le digas a un grupo de adolescentes en un sótano a oscuras y en
plena sesión de espiritismo que has notado que algo te rozaba.
Reprimí las ganas de echarme a reír.
—Lo prometo. ¿Qué ocurrió?
—Se pusieron en pie de
un salto, gritando, y corrieron hacia la escalera. Me asusté bastante
así que, naturalmente, yo también eché a correr.
—Naturalmente.
—Solo quería alejarme de
lo que fuera que se había materializado en el sótano, de modo que corrí
como si me fuera la vida en ello, a pesar de mis tendencias suicidas.
Pari había sido gótica cuando ser gótico no estaba de moda. Más o menos como en esos momentos.
—Creí estar a salvo en
cuanto puse un pie en lo alto de la escalera, pero en ese instante oí un
gruñido, profundo, gutural, y de pronto, sin saber cómo, caí rodando
hasta la mitad de los escalones, con lo que me torcí la muñeca y me
magullé las costillas. Me puse en pie como pude y empecé a gatear para
salir de allí, sin mirar atrás. Tardé un poco en comprender que no me
había caído, sino que algo había tirado de mis piernas y me había
arrastrado de vuelta al sótano. —Se arremangó una pernera y bajó la
cremallera de las botas, que le llegaban hasta la rodilla, para
enseñarme la cicatriz irregular que le recorría la pantorrilla. Parecían
marcas de garras—. Nunca he tenido tanto miedo.
—Joder, Par. ¿Qué ocurrió después?
—Cuando mi padre
consiguió desentrañar por qué estábamos gritando, se echó a reír y bajó
al sótano para demostrarnos que allí no había nada.
—¿Y?
—No había nada —contestó, encogiéndose de hombros.
—¿Le enseñaste la herida?
—¿Qué dices? Claro que
no. —Sacudió la cabeza como si le hubiera preguntado si comía niños para
desayunar—. Ya me habían colgado el cartelito de rarita. No tenía la
más mínima intención de confirmar sus sospechas.
—Joder, Par —repetí.
—Dímelo a mí.
—Y ¿qué te hace creer que se trataba de un demonio?
—Nada, no era un demonio. O, bueno, no creo que fuera un demonio. Era otra cosa.
—¿Cómo lo sabes?
Retorció las pulseras de cuero que llevaba en una muñeca.
—Básicamente porque sé cómo se llamaba.
Me quedé de piedra.
—¿Podrías repetir eso? —conseguí decir al cabo de unos instantes.
—¿Te acuerdas del accidente del que te hablé?
Me miró, con el ceño fruncido.
—Sí, por supuesto.
Pari había muerto en un
accidente de tráfico cuando tenía seis años. Gracias a Dios, un
diligente sanitario de urgencias consiguió reanimarla. Después de
aquello, Pari podía ver las auras, incluidas las de los fallecidos. Con
el tiempo aprendió que las auras de tono grisáceo que veía y que no
podía atribuir a ningún cuerpo correspondían a las almas de los
fallecidos. A un fantasma.
—Cuando morí, mi abuelo estaba esperándome.
—Lo recuerdo —dije— y menos mal que te devolvió a este mundo. Le debo una cesta de fruta cuando vaya al cielo.
Adelantó el cuerpo y me apretó la mano en una rara muestra de aprecio. Un poco embarazoso.
—Solo lo había visto una
vez —dijo, rodeando el botellín de agua con ambas manos—. Lo único que
recordaba de él era que tenía grandes daneses más altos que yo, pero aun
así supe sin ningún tipo de duda que era mi abuelo. Y cuando me dijo
que todavía no me había llegado la hora, que tenía que volver, lo último
que deseé hacer fue apartarme de él.
—Bueno, pues yo me alegro de que te mandara de vuelta con viento fresco. Tu vida habría sido un calvario en el cielo.
Sonrió.
—Puede que tengas razón, pero nunca te he contado lo más raro.
—La mayoría de la gente considera bastante raras las experiencias cercanas a la muerte.
—Cierto —admitió con una sonrisa.
—¿Es más raro aún?
—Bastante más. —Vaciló
unos instantes antes de seguir, tomó aire y me miró fijamente—. En el
camino de vuelta, ya sabes, a la Tierra, oí cosas.
Aquello era nuevo.
—¿Qué tipo de cosas?
—Voces. Oí una conversación.
—¿Escuchaste a escondidas? —pregunté, ligeramente sorprendida de que aquello fuera posible—. ¿A criaturas celestiales?
—Supongo que podría
decirse así, pero no lo hice a propósito. Oí una conversación entera en
un solo instante, como si hubiera aparecido de pronto en mi cabeza. Sin
embargo, supe de inmediato que no tendría que haberla oído, que la
información que contenía era muy delicada. Me enteré del nombre de un
ser con suficiente poder para provocar el fin del mundo.
—¿El fin del mundo? —repetí, tragando saliva.
—Ya sé que parece una
locura, créeme, pero hablaban sobre un ser que había escapado del
infierno y que había nacido en la Tierra.
El pulso se me aceleró de manera tan repentina que sentí un ligero vacío en el estómago.
—Decían que podía destruir el mundo, que podía causar el Apocalipsis si se lo proponía.
Solo conocía un ser que
hubiera escapado del infierno. El mismo que había nacido en la Tierra. Y
aunque sabía que era poderoso, jamás habría imaginado que pudiera
llegar a causar el puto Apocalipsis. Aunque, ¿de qué iba el Apocalipsis?
Tendría que haber prestado más atención en las clases de catecismo.
—De modo que la noche de
la sesión de espiritismo, con esa gran sensatez que siempre va unida a
la adolescencia, decidí invocarlo.
La miré boquiabierta. Bueno, solo ligeramente boquiabierta.
—Claro, porque ¿quién no querría invocar al único ser que puede acabar con todo bicho viviente sobre la faz de la Tierra?
—Exacto —dijo,
cargándose mi sarcasmo—. Pensaba que tal vez podría convencerlo para que
no lo hiciera. Ya sabes, hacerle entrar en razón.
—Y ¿qué tal te fue?
Se detuvo y frunció los labios.
—Tenía catorce años, sabelotodo.
Estuve a punto de soltar una risotada, pero esta no consiguió superar el nudo que se me había formado en la garganta.
—Vale, entonces, ¿va en serio? ¿Ese ser va a causar el Apocalipsis?
—No, no me escuchas.
—Frunció los labios en una fina línea antes de proseguir—. Lo que yo he
dicho es que ese ser posee suficiente poder para desencadenar el
Apocalipsis.
—Bien, vale, un punto a
su favor. Nada de profecías sobre destrucciones masivas—. Y por eso lo
invoqué esa noche durante la sesión de espiritismo. Por su nombre.
Un escalofrío me
recorrió las piernas y los brazos, temiéndome lo que vendría a
continuación. O bien era eso o el Muerto del Maletero había vuelto a dar
conmigo. Miré a mi alrededor, por si acaso.
—Pero como ya he dicho —prosiguió—, no es lo que crees. No es un demonio.
—Bueno, entonces ya podemos respirar tranquilos.
—Por lo que pude captar de la conversación, es muchísimo más que eso.
Era lo más, de acuerdo.
—Pari —dije, empezando a perder la paciencia—, ¿cómo se llama?
—No pienso decírtelo de ninguna de las maneras —aseguró, con un brillo socarrón en la mirada.
—Pari.
—Lo digo en serio. —Se puso muy seria—. Desde ese día, no he vuelto a pronunciar su nombre en alto. Nunca. Jamás.
—Ah, bien. Bueno...
No me dejó continuar, tomó un trozo de papel y escribió algo en él a toda prisa.
—Aquí lo tienes, pero no lo leas en alto. Tengo la impresión de que no le gusta que lo invoquen.
Acepté el pedazo de
papel con mano temblorosa, más de lo que me habría gustado, y se me
cortó la respiración cuando leí el nombre: «Pety'aziel». Pety'az...
Peter. El hijo de Satán.
—Significa «el Hermoso»
—dijo, mientras yo lo leía una y otra vez—. No sé qué es —prosiguió,
ajena a mi estupor—, pero la armó buena en el otro lado, no sé si me
entiendes. Caos. Agitación. Pánico.
Sí. Así era Peter. Maldita fuera.