Capitulo
45
No
te mezcles en asuntos de dragones,
porque
estás crujiente y sabes muy bien con ketchup.
(Pegatina
de parachoques)
No, eso no es cierto. Sabía con exactitud cuándo
comenzó mi larga e ilustre carrera como metepatas consumada. Una metepatas que
jamás habría debido caminar y masticar chicle al mismo tiempo, y mucho menos andar
suelta por las calles de Buenos Aires. Había dejado un rastro de muerte y
destrucción a mi paso desde el día en que nací. Ni siquiera mi madre resultó
inmune a mi veneno. Murió por mi culpa.
Todas las vidas que tocaba quedaban mancilladas
irreversiblemente.
Mi madrastra lo sabía. Intentó advertírmelo. Pero yo
no le hice el menor caso.
Aquel día estábamos en el parque, mi madrastra, Malvina,
Candela y yo. La señora Johnson también estaba allí, y al igual que los
dos últimos meses, miraba hacia la línea de árboles con la esperanza de ver el
rostro su hija desaparecida.
Llevaba puesta la rebeca gris de siempre, y se la
sujetaba con fuerza a la altura de los hombros, como si temiera que en caso de
abrirse, su alma escapara volando y no pudiera volver a recuperarla. Llevaba el
cabello castaño sucio y recogido en un moño desaliñado, con mechones sueltos
que salían disparados de su cabeza en todas direcciones. Malvina, en uno de sus
momentos menos egoístas, se había sentado a su lado e intentaba entablar una conversación
sin mucho éxito.
Malvina me había advertido que no hablara sobre los
difuntos en público. Decía que mi desmesurada imaginación molestaba a la gente;
incluso había intentado convencer a mi padre en muchas ocasiones de que me
apuntara a algún grupo de terapia. Pero en aquella época mi padre ya había
empezado a creer en mis habilidades.
Así pues, sabía muy bien que no debía hablar sobre
el tema. Pero la señora Johnson estaba muy triste. Sus ojos habían perdido el
brillo y la vitalidad, y se estaba volviendo casi tan gris como su chaquetilla.
Me pareció que querría saberlo, eso es todo.
Me acerqué a ella con una amplia sonrisa. Al fin y
al cabo, estaba a punto de darle las mejores noticias que había recibido
en mucho tiempo. Tras darle un rápido abrazo por encima de la rebeca, señalé la
zona donde su hija estaba jugando.
—Está ahí, señora Johnson. Bianca está justo ahí.
Nos está saludando con la mano. ¡Hola, Bianca!
Mientras le devolvía el saludo, la señora Johnson
ahogó una exclamación y se levantó de un salto. Se llevó las manos a la
garganta y buscó a su hija con aire frenético.
—¡Bianca! —gritó al tiempo que corría con torpeza a
través del parque.
Iba a guiarla hasta el lugar donde jugaba la niña,
pero Malvina me sujetó y observó con expresión mortificada a la señora Johnson,
quien recorrió el parque gritando el nombre de su hija, le chilló a un crío que
llamara a la policía y luego salió disparada hacia el bosque.
Cuando llegó la policía, Malvina se encontraba en
estado de choque. Mi padre también había respondido a la llamada. Encontraron a
la señora Johnson y la trajeron de vuelta para averiguar lo que ocurría. Pero
mi padre ya lo sabía. Mantenía la cabeza gacha en un gesto perturbadoramente
avergonzado.
Fue entonces cuando todo el mundo empezó a gritarme.
¿Cómo había podido? ¿En qué estaba pensando? ¿Acaso no entendía por lo que
estaba pasando la señora Johnson? Malvina
se encontraba en primera fila, gritando, temblando y maldiciendo el día en que
se convirtió en mi madrastra. Me clavaba las uñas en los brazos y me zarandeaba
para que le prestara atención. Su cara era la viva imagen de la decepción.
Me sentía tan confundida, tan herida y traicionada,
que me encerré en mí misma.
—Pero, mamá —susurré a través de unas patéticas
lágrimas que no parecían importarle a nadie, y mucho menos a mi madrastra—, la
niña está justo ahí.
La bofetada llegó tan deprisa que ni siquiera la vi.
Al principio no me dolió, no sentí más que una fuerza desconcertante seguida de
un instante de oscuridad, el instante que tardó mi mente en asimilar el fuerte
chasquido que la mano de mi madrastra había causado al chocar contra mi cara.
Cuando me recuperé, la nariz de Malvina estaba pegada a la mía y su boca
se movía de una forma exagerada y furiosa. Apenas conseguía verla con claridad,
ya que las lágrimas me enturbiaban la visión. Eché un vistazo a los rostros
enfadados y borrosos, a la expresión ultrajada de toda la gente que había a mi
alrededor.
Y entonces apareció el Malo. Peter. Su furia era aún
más impresionante que la de aquellos que me rodeaban. Pero no estaba furioso
conmigo. Si se lo hubiera permitido, habría partido a mi madrastra en dos.
Estaba tan segura de ello como de que el sol ascendería por el cielo. Le
supliqué en un susurro que no le hiciera daño. Intenté que comprendiera que
todo lo que había ocurrido era culpa mía. Que me merecía la ira de aquellas
personas. Malvina me había advertido que no hablara sobre los otros. Pero no le
había hecho caso. El Malo vaciló y luego desapareció con un rugido
estremecedor, dejando atrás su esencia, un aroma a tierra mojada acompañado de
un intenso sabor exótico.
Mi padre dio un paso adelante, agarró a Malvina por
los hombros y la acompañó hasta el coche patrulla mientras ella se estremecía
entre sollozos. Los policías me interrogaron durante lo que me parecieron
horas, pero me negué a volver a hablar sobre el tema. Puesto que no sabía con
certeza lo que había hecho mal, cerré la boca y no dije nada más. Y jamás volví
a llamar «mamá» a, Malvina.
Fue una lección dura, una que no olvidaría jamás.
Dos semanas más tarde, me escabullí hasta el parque
sola y me senté en el banco para ver cómo jugaba Bianca. Ella me hizo un gesto
para que me acercara, pero yo aún estaba demasiado triste.
—Dímelo, por favor —dijo la señora Johnson, que
estaba justo detrás de mí—, ¿Bianca todavía está ahí?
Me había asustado, así que salté del banco y la
observé con recelo y preocupación. Ella miraba hacia el lugar donde Bianca
jugaba en su cajón de arena, cerca de los árboles.
—No, señora Johnson —dije mientras retrocedía—. No
veo nada.
—Por favor —suplicó—. Dímelo, por favor. —Las
lágrimas formaban regueros en su rostro.
—No puedo. —Mi voz no era más que un murmullo aterrado—.
Me meteré en problemas.
—Mariana, cariño, solo quiero saber si es feliz.
—Dio un paso hacia delante y se arrodilló delante de mí conteniendo el aliento.
Me di la vuelta y me alejé corriendo para esconderme
detrás de un cubo de basura mientras la señora Johnson se arrastraba hasta el
banco del parque y lloraba. Bianca apareció detrás de ella y le acarició el
pelo con su manita.
Sabía que no debía. Sabía que no debía decir nada.
Conocía las consecuencias. Pero lo hice de todas formas. Me escabullí hasta los
arbustos que había detrás del banco y me escondí allí.
—Es feliz, señora Johnson.
La mujer se volvió hacia donde yo estaba y movió la
cabeza de un lado a otro en un intento por divisarme entre las hojas.
—¿Lali?
—Mmm... No. Soy el capitán Kirk. —Estaba claro que
no era la criatura más imaginativa del plano terrestre—. Bianca me ha pedido
que le diga que no se olvide de dar de comer a Rodney, y que siente mucho haber
roto la taza de porcelana de su abuela. Pensó que Rodney tendría mejores
modales en la mesa.
La señora Johnson se llevó las manos a la boca. Se
puso en pie y rodeó el banco, pero yo no pensaba dejar que me dieran otra
bofetada. Salí pitando hacia mi casa y juré que jamás volvería a hablar de los
muertos. Pero ¡ella me siguió! Me alcanzó y me levantó del suelo como un águila
que hubiera cazado su cena en el lago.
Pensé en gritar, pero la señora Johnson me abrazó
con fuerza durante... bueno, durante mucho rato. Se estremecía con sollozos
incontrolables cuando nos sentamos en el suelo. Bianca estaba a nuestro lado,
sonriente, y acarició el pelo de su madre una vez más antes de flotar a través
de mí. Supuse que ya le había dicho a su madre todo lo que necesitaba saber
(por lo visto había sido una taza muy importante) y que sintió que ya se podía
marchar. Cuando cruzó, olía al zumo Kool-Aid de uva y a aperitivos de maíz.
La señora Johnson continuó abrazándome hasta que
apareció mi padre en su coche patrulla. Entonces se apartó un poco y me miró a
los ojos.
—¿Dónde está, cielo? ¿Te lo ha dicho?
Agaché la cabeza. No quería decirlo, pero me pareció
que ella necesitaba saberlo.
—Está junto al molino que hay más allá de los
árboles. La partida de búsqueda estuvo mirando en el lugar equivocado.
Lloró un poco más y luego habló con mi padre de lo
que había ocurrido mientras yo observaba al Malo desde la distancia. Su capa
negra se sacudía como una vela al viento, tan larga que cubría tres enormes
troncos de árbol. Era un ser magnífico, y lo único que me había dado miedo en
toda mi vida. Se desvaneció ante mis ojos cuando la señora Johnson se acercó
para darme otro abrazo.
Encontraron el cadáver de Bianca aquella misma
tarde. Al día siguiente, recibí un montón de globos y una bici nueva; una bici
que Malvina no me permitió quedarme. Sin embargo, todos los años, el día del
cumpleaños de Bianca, recibía globos con una tarjeta que decía simplemente:
«Gracias».
Aprendí dos cosas de aquella experiencia: que la
mayoría de la gente jamás creería en mis habilidades, ni siquiera los más
próximos a mí, y que la mayoría de la gente nunca llegaría a entender la
devastadora necesidad de las personas que quedan atrás. La necesidad de conocer
la verdad.
Sin importar cómo salieron las cosas al final, aquel
día causé muchísimo dolor. Y mucho más desde entonces.
Debería haberme cerciorado de que Rosie Herschel
subía a aquel avión. Debería haberla acompañado hasta el control de seguridad y
después haberle dado veinte dólares a alguien del personal para que se
asegurara de que estaba a salvo. Era imposible que Zeke la hubiera encontrado
antes de que despegara el avión, porque estaba conmigo. ¿Acaso Rosie había
cambiado de opinión? Seguro que no. Estaba como una niña con zapatos nuevos,
entusiasmada con la nueva vida que la esperaba. Se había quitado de encima la
enorme carga de vivir cada día bajo la amenaza de violencia. No, no había
cambiado de opinión.
Y en lugar de proteger a mi cliente, me había
dedicado a jugar a esquiva-el-gancho-de-derecha con el puerco de su marido.
Eso era lo peor: ella había confiado en mí. Me había
confiado su vida. Y, una vez más, había permitido que alguien muriera de la
peor manera posible.
Sentí a Angel al otro lado de la habitación y lo
observé con disimulo. Tenía la cabeza agachada y miraba de vez en cuando hacia
mi derecha, hacia donde se encontraba Peter. Fue entonces cuando me di cuenta
de que él también estaba allí en la oscuridad, aguardando pacientemente a
mi lado, sin tocarme ni exigir nada. Irradiaba calor como la arena de una duna.
Angel no pensaba acercarse más. No con Peter tan
cerca. Le tenía miedo. Empezaba a darme cuenta de que Peter no era una criatura
corriente. Asustaba incluso a los muertos.
Me acurruqué en la manta y enterré la cara en ella.
—Podrías habérmelo dicho —le dije a Angel con la voz
amortiguada por el grueso tejido de la manta.
—Sabía que te preocuparías.
—Por eso has estado así dos días.
Casi pude sentir cómo se encogía de hombros.
—Supuse que sería mejor que creyeras que había
conseguido huir. Que nadie podría encontrarla.
—¿En el suelo del dormitorio, en medio de un charco
formado por su propia sangre?
—Ya, bueno, eso todavía no lo había descubierto.
—Quería que fuese feliz —dije a modo de
explicación—. Lo había planeado todo. Iba a abrir un hotel, a relacionarse de
nuevo con su tía y a ser más feliz de lo que lo había sido en toda su vida.
—Es más feliz de lo que lo ha sido en toda su vida.
Y no solo de la forma que tú querías que lo fuera. Si supieras lo que es estar
aquí, estar aquí de verdad, no estarías tan triste.
Suspiré. Por alguna razón, aquella idea no
me consolaba.
—¿Qué ocurrió?
—Lo hizo todo bien; hizo justo lo que le dijiste
—explicó—. Dejó la cena en el horno. Dejó el bolso con el monedero sobre la
mesilla de noche. Dejó los zapatos y el abrigo en la entrada. Él jamás habría
sospechado que había huido. Habría pensado que le había ocurrido algo.
—¿Qué pasó, entonces? ¿Qué salió mal?
—La manta de su bebé.
Levanté la cabeza de inmediato. Angel estaba situado
al lado de la barra y hacía lo posible por no mirar a Peter.
—Regresó a por la mantita de su bebé —explicó.
—No tenía ningún bebé —repliqué, confusa.
—Lo habría tenido si él no le hubiera dado un
puñetazo en la barriga. —Agaché la cabeza una vez más mientras luchaba por
contener las lágrimas.
—La había tejido ella misma. Era amarilla, porque
aún no sabía si iba a ser niño o niña. Perdió el bebé la noche que reunió el
coraje suficiente para decirle que estaba embarazada.
Cerré los párpados con fuerza para que las lágrimas
más inútiles de mi vida atravesaran por fin mis pestañas. La manta las absorbió
y deseé con todo mi corazón que me absorbiera a mí también. Que me tragara y
escupiera después mis estúpidos huesos. ¿Para qué estaba en el mundo? ¿Para
ponerme en ridículo, tanto a mí como a mi familia? ¿Para hacer daño a toda la
gente que conocía?
—Pero Zeke Herschel estaba en la cárcel —señalé,
incapaz de aceptar del todo lo que había ocurrido.
—Pagó la fianza casi en el mismo instante en que lo
encerraron; su primo se dedica a prestar fianzas.
Eso ya lo sabía, pero nunca pensé que ella fuera a
regresar.
—Herschel la pilló justo cuando salía de la casa por
segunda vez. Y nada más mirarla a los ojos, supo lo que estaba haciendo. —Angel
se mordió el labio inferior durante un instante antes de continuar—. Después
de... hacer lo que hizo, encontró tu tarjeta en su bolsillo y sumó dos y dos.
Se hizo un largo silencio mientras me esforzaba por
averiguar cuál era mi papel en el mundo. Estaba claro que no había desempeñado
bien mi trabajo como ángel de la muerte. Quizá ese fuera el problema. Quizá
debiera olvidarme de ese trabajo. Quizá debiera vivir mi vida sin intentar
ayudar a los demás, vivos o muertos, sin tratar de solucionar sus problemas.
—No fue culpa tuya, ¿sabes? —dijo Angel después de
un rato.
—Ya, claro —repliqué con un tono de voz deprimido y
exhausto—. Es cierto. Seguro que fue culpa de Rosie. Podemos echarle la culpa a
ella.
—No era eso lo que quería decir. Sé cómo eres.
Siempre te lo echas todo a la espalda, como ese tipo que sujeta el mundo, y no
deberías hacerlo. No eres tan musculosa, ni de cerca.
—¿Por qué demonios estoy en este mundo? —le
pregunté. A él. A Angel. A un pandillero muerto de trece años.
—Porque debes estarlo, supongo.
—Ah, claro, no se me había ocurrido verlo de esa
manera.
—¿Por qué crees tú que estás aquí?
—Para desatar el caos y la miseria entre la gente
—respondí—. Seguro.
—Bueno, si supieras... —El asomo de una sonrisa
curvó las comisuras de sus labios. Peter
se agitó a mi lado y Angel volvió la mirada hacia él de inmediato.
—¿Por qué crees que él está aquí? —le pregunté a
Angel al tiempo que señalaba a Peter con un gesto de la cabeza.
Angel lo pensó un momento antes de responder.
—Para desatar el caos y la miseria entre la gente
—respondió.
No repitió también lo de «Seguro», y comprendí que
hablaba en serio.
Eché un vistazo a Peter. Tenía los ojos clavados en
Angel en una especie de advertencia.
—Me largo —dijo Angel—. Mi madre tiene cita en la
peluquería mañana por la mañana. Me gustaría ver qué se hace en el pelo.
No era la peor excusa que había utilizado, pero
estaba cerca.
—¿Me lo contarás la próxima vez? —le pregunté. Me
guiñó un ojo, el muy ligón.
—Ya veremos. —Y con eso, se marchó.
—¿Por qué estoy aquí? —le pregunté a Peter, que
estaba sentado a mi lado. No respondió. Menuda sorpresa—. Me salvaste la vida.
Otra vez. ¿Tienes pensado despertarte pronto? No sé durante cuánto tiempo podré
demorar la decisión del estado.
Se me había acelerado el pulso en el momento en que
descubrí que estaba allí conmigo, pero en cuanto nos quedamos a solas, mi
corazón se lanzó al hiperespacio sin preocuparse por un posible choque con las
estrellas de las cercanías. La energía de Peter era una entidad tangible,
eléctrica y excitante, que me rodeaba por completo. No se había movido, pero lo
sentía en todas partes.
—¿Qué eres tú, Peter Lanzani? —le pregunté en un
intento por conservar la cordura, o algo que se le asemejara.
Sin decir una palabra, extendió un brazo, agarró la
manta y me la quitó para dejar mi piel expuesta a su calor. Me incliné hacia él
y deslicé los dedos sobre las rectas sedosas y las curvas suaves que formaban
su tatuaje. Era un diseño primitivo y futurista a un tiempo, una combinación de
tramas entrelazadas que terminaban en afiladas puntas, como las de su espada, y
de curvas que le rodeaban el bíceps antes de desaparecer bajo la manga.
Aquel tatuaje era una obra de arte que se extendía
por sus omóplatos y bajaba en espiral por ambos hombros hasta los brazos. Y
significaba algo. Algo importante. Algo... fundamental.
Y de repente me perdí. Me sentí como Alicia en el
País de las Maravillas, atrapada en aquellas curvas, con miedo a no poder
escapar. Era un mapa de una entrada. Lo había visto antes, en otra vida, y no
lo asociaba a buenos recuerdos. Era una especie de advertencia. Un augurio.
Y entonces lo recordé. Era el mecanismo, laberíntico
y despiadado, de un cerrojo que abría la puerta a un reino de oscuridad devastadora.
Era la llave de entrada al infierno.
Volví al presente con una sacudida. Atravesé la
superficie de la realidad y llené mis pulmones de aire, como si me estuviera
ahogando. Me volví hacia Peter con expresión horrorizada, y poco a poco, muy
despacio, empecé a ponerme fuera de su alcance.
Pero él lo sabía. Sabía que yo había descubierto
quién era. Me miró con los ojos llenos de perspicacia y me atrapó con la
velocidad de una cobra al ataque. Intenté alejarme, pero me agarró del tobillo,
me arrastró y se colocó encima de mí con un solo movimiento. Me sujetó contra
el suelo mientras luchaba por liberarme con uñas y dientes. Pero era demasiado
fuerte, y demasiado rápido. Se movía como el viento y echó por tierra todos mis
intentos de fuga.
Después de un rato, me obligué a calmarme, a bajar
mi ritmo cardíaco. Me había sujetado las manos por encima de la cabeza y su
cuerpo, duro y esbelto, actuaría como barrera si se me ocurría cambiar de opinión.
Me quedé allí tumbada, jadeante bajo su peso, mirándolo con recelo mientras mi
mente barajaba un centenar de posibilidades. De pronto, una emoción extraña y
desconcertante apareció en su rostro. ¿Remordimientos, tal vez?
—No soy él —dijo con los dientes apretados, incapaz
de enfrentar mi mirada.
Mentía. No había otra explicación.
—¿Quién más lleva esa marca? ¿Quién más, en este
mundo o en el otro? —pregunté, poniendo todo mi empeño en parecer
asqueada, y no dolida, traicionada y algo más que desconcertada, que era como
me sentía en realidad.
Alcé la cabeza hasta que nuestros rostros estuvieron
a pocos centímetros de distancia. Peter olía como las tormentas que prometen
lluvia. Y, como de costumbre, desprendía calor, un calor casi abrasador.
También estaba sin aliento. Eso debería haberme consolado un poco, pero no lo
hizo.
Al ver que no respondía, empecé a luchar de nuevo
para liberarme.
—Para —dijo con una voz ronca que parecía llena de
dolor. Me sujetó más fuerte las muñecas—. No soy él.
Volví a apoyar la cabeza en el suelo y cerré los
ojos. Él cambió de posición sobre mí para sujetarme mejor.
—¿Quién más, en este mundo o en el otro, lleva esa
marca? —pregunté de nuevo. Lo acusé con una mirada furiosa—. La marca de la
bestia. ¿Quién más tiene la llave del infierno tatuada en la piel? —¿Quién
sino él?
Se apoyó la
cabeza sobre el hombro, como si intentara ocultar su rostro, y luego sentí un
largo suspiro sobre la piel de mi mejilla. Cuando habló de nuevo, su voz
estaba tan llena de vergüenza y de indignación, que tuve que contener el
impulso de echarme hacia atrás. Pero lo que dijo me dejó sin aliento.
—Su hijo. —En aquel momento me miró y estudió mi
expresión en un intento por descubrir si lo creía o no—. Soy su hijo.
Me quedé pasmada. Lo que decía era imposible.
—Llevo siglos escondiéndome de él —dijo—, esperando
a que te enviaran, a que nacieras en la tierra. El dios de los cielos no envía
a un ángel de la muerte muy a menudo, y todos los que aparecieron antes que tú
fueron una decepción para mí, una terrible pérdida.
Parpadeé unas cuantas veces, perpleja. ¿Cómo sabía
esas cosas? Aunque quizá la pregunta más importante fuera otra.
—¿Por qué te decepcionaron? —quise saber.
Volvió la cabeza antes de responder, como si se
sintiera avergonzado.
—¿Por qué la tierra busca el calor del
sol? —Fruncí el ceño en un intento por comprender. —¿Por qué el
bosque busca el abrazo de la lluvia?
Hice un gesto negativo con la cabeza, pero él
continuó.
—Cuando supe que iban a enviarte, elegí una familia
y nací también en este mundo. Para esperar. Para observar.
Estaba tan desconcertada que tardé un momento en
recuperar el habla.
—¿Y elegiste a Earl Walker? —le pregunté.
Mientras recorría mi rostro con la mirada, una de las
comisuras de sus labios se elevó para formar una sonrisa torcida. Apartó una de
las manos de mis muñecas y deslizó las yemas de los dedos por mi brazo hasta
llegar al cuello.
—No. —Sus ojos tenían un brillo febril, como si
estuviera fascinado—. Un hombre me secuestró y me apartó de los padres que
había elegido, me retuvo durante un tiempo y luego me vendió a Earl Walker.
Sabía que no recordaría mi pasado cuando me convirtiera en humano, pero
renuncié a todo para estar contigo.
No descubrí quién era... lo que era, hasta después
de varios años en prisión. Mis orígenes me venían en fragmentos, en sueños
fracturados y recuerdos rotos. Tardé varias décadas en terminar ese puzzle.
—¿No recordabas quién eras cuando naciste?
Aflojó un poco la presión sobre mis muñecas, pero
solo un poco.
—No. Pero yo también investigué un poco. Debería
haber crecido feliz, haber ido a los mismos colegios que tú, a la misma
universidad. Sabía que no podría controlar mi destino una vez que me
convirtiera en humano, pero era un riesgo que estaba dispuesto a correr.
—Pero eres su hijo —señalé mientras me esforzaba por
odiarlo—. Eres el hijo de Satán. Literalmente.
—Y tú eres la hijastra de Malvina Esposito. —Vaya.
Aquello había sido un poco cruel, pero...
—Vale, estamos empatados.
—¿No somos todos productos del mundo en el que
nacemos, tanto o más que de los padres que nos engendran?
En la universidad había escuchado muchas veces todo
ese rollo del binomio naturaleza-educación, pero aquello estaba un poco traído
por los pelos.
—Ya, pero resulta que Satán es un poco... no sé,
malvado.
—Y tú crees que yo también soy malvado.
—¿De tal palo, tal astilla? —pregunté a modo de
explicación.
Trasladó el peso de su cuerpo hacia un lado. El
movimiento agitó el cúmulo tumultuoso que seguía creciendo en mi interior, de
modo que tuve que luchar contra el deseo de rodearle las caderas con las
piernas y olvidarme de todo lo demás.
—¿Te parezco malvado? —preguntó con una voz ronca
tan suave como una caricia de terciopelo.
No dejaba de observar el pulso de mi cuello, de
toquetearlo con la yema de los dedos, como si la vida humana lo fascinara.
—Tienes cierta predisposición a seccionar las
médulas espinales.
—Solo por ti.
Perturbador, aunque extrañamente romántico.
—Y te encerraron en prisión por matar a Earl Walker.
Bajó la mano y la deslizó sobre Will Robinson antes
de meterla bajo el dobladillo del suéter. Luego volvió a ascender. Recorrió mi
piel desnuda con la palma y me provocó oleadas de placer que se extendieron
hasta las partes más íntimas de mi anatomía.
—Eso fue un problema —dijo.
—¿Lo hiciste?
—Puedes preguntárselo a Earl Walker cuando lo
encuentre. —Sin duda había ido directo al infierno.
—¿Puedes regresar? ¿Puedes volver al infierno a
buscarlo? ¿No te estabas escondiendo?
La mano ascendió aún más, cubrió a Will y toqueteó
la cima endurecida con la punta de los dedos. Contuve un jadeo de placer.
—No está en el infierno.
—¿No me estarás diciendo que ha ido en la otra
dirección? —repliqué, atónita.
—No. —Agachó la cabeza y buscó con la boca el pulso
acelerado de mi cuello, donde depositó diminutos besos ardientes.
—¿Todavía sigue en este mundo? —Intentaba
concentrarme con todas mis fuerzas, pero Peter parecía decidido a evitar que
eso ocurriera.
Noté su sonrisa sobre la piel.
—Sí.
—Ah. ¿Entonces por qué te escondes de tu padre? —pregunté,
casi sin aliento.
—¿De Earl Walker?
—No, del otro.
Tenía muchas preguntas. Quería saberlo todo sobre
él. Todo sobre su vida. Y sobre su vida anterior.
—Ya no —dijo mientras me mordisqueaba el lóbulo de
la oreja. Me provocó un escalofrío que me recorrió la espalda de arriba abajo.
—¿Cómo que ya no? —susurré al tiempo que buscaba
alguna distracción, algo que me hiciera olvidar la avalancha de placer que
inundaba mi cuerpo.
—Pues eso, que ya no.
—¿Podrías explicarte?
—Si te empeñas... Pero preferiría seguir haciendo
esto.
—Ay... Dios... m...
Había metido la mano bajo el pantalón del pijama, se
había colado en mis braguitas y había encontrado una deliciosa zona con la que
juguetear. Me estremecí cuando sus dedos acariciaron los pliegues sedosos que
había un poco más abajo. Y cuando los hundió en mi interior empecé a temblar.
La sensación era exquisitamente intensa.
Hijo de Satán. Hijo de Satán.
Mientras sus dedos acariciaban el territorio
sensible que había entre mis muslos, su boca, aquella gloriosa boca perfecta,
descendió y empezó a mordisquear a Peligro. En un recóndito rinconcito de mi
mente, comprendí de repente que estaba medio desnuda delante de uno de los
seres más poderosos del mundo. No recordaba que Peter me hubiera quitado
ninguna prenda. ¿Acaso tenía superpoderes desnudadores además de los que
seccionaban médulas?
Retorcí los brazos para liberar las manos y enterré
los dedos en su cabello. Lo atraje con fuerza y lo besé con todo el deseo que
había acumulado durante años. Aquel era su beso, el beso especial que había
reservado para aquella ocasión. Paladeé su sabor suave en la lengua mientras él
inclinaba la cabeza para explorarme más a fondo, para absorber mi esencia y mi
fuerza vital.
Era la primera vez que sentía a Peter de verdad, la
primera vez que no estaba inmersa en un mar de deseo tan intenso que no me
dejaba ver nada más. Tenía ciertas dificultades para concentrarme, pero me
sentía algo más controlada, un poco más lúcida. Él era muy real, muy sólido.
Aquello no era un sueño. No era una experiencia extracorporal. Era Peter
Lanzani en carne y hueso, o lo más parecido a eso que había, teniendo en cuenta
que una hora antes estaba en coma.
El aire formaba ondulaciones a nuestro alrededor,
como las corrientes calientes que se desprenden de los hornos. Cuando oí el
gruñido de Peter, me retorcí y sacudí las piernas para ayudarle a quitarme los
pantalones. Un segundo más tarde, interrumpió el beso, me los sacó por los pies
y se los arrojó al señor Wong.
Al momento siguiente estaba encima de mí otra vez,
como una manta de fuego. Sus llamas me abrasaron la piel e incendiando mi
cuerpo hasta convertirlo en un frenesí de calor y deseo. Cuando se incorporó
para mirarme con un brillo pecaminoso en los ojos, empecé a quitarle la ropa.
Sus amplios hombros eran una muralla de músculos sólidos cubierta de tatuajes
de líneas suaves y puntiagudas. Aquellas líneas, enérgicas y fluidas, marcaban
los límites entre el cielo y el infierno, y se fundían tan bien con la
apariencia natural y etérea de Peter que parecían respirar a la misma vez que
él. Deslicé las palmas por su pecho, robusto como el antiguo acero templado,
hasta su durísimo abdomen, que se contrajo ante el contacto de mis manos.
Al final, bajé la mano aún más para rodear su
erección, aunque apenas conseguí abarcarla con los dedos. Él resopló con fuerza
y me sujetó las muñecas para inmovilizarme mientras luchaba por recuperar el
control. Se incorporó sobre las rodillas, temblando de necesidad.
—Quiero que esto dure.
Yo lo quería dentro de mí. Sin hacer caso del
tobillo dolorido, me apoyé en los talones, me subí encima de él y lo introduje en
mi interior. Aspiré con fuerza y apreté la mandíbula para controlar el placer
que estalló en mi vientre. Peter se convirtió en mármol dentro de mí y me rodeó
con los brazos para impedir que me moviera. Le concedí un minuto mientras me
deleitaba con la sensación de tenerlo dentro, con aquella rigidez exquisita que
me llenaba casi hasta el límite.
Aunque permanecí completamente quieta, estaba al
borde del orgasmo, y el estallido se acercaba más y más a cada instante. Luché
contra las manos que me sujetaban, ansiosa por moverme, por llegar. Enredé los
dedos en su cabello para sujetarme e intenté empujar con las piernas sin ningún
éxito. Peter soltó un gruñido y me apretó contra su cuerpo con brazos de
acero.
Y un instante después dejó escapar un gemido
gutural, me tendió de espaldas y se hundió hasta el fondo en mi interior con
una poderosa embestida. Respiré hondo y retuve el aire en los pulmones mientras
él se retiraba con un movimiento lento y meticuloso.
Me torturó durante varios minutos más, deteniéndose
cuando yo estaba a punto de llegar, retirándose cuando le clavaba las uñas en
aquellas nalgas de acero para pedirle más. Poco a poco, muy despacio,
incrementó el ritmo, aceleró la cadencia e intensificó más y más el infierno
que se había desatado en mi vientre, hasta que el orgasmo estalló dentro de mí.
Con una interminable descarga de adrenalina, el dulce escozor del clímax me
recorrió de arriba abajo, inundando todas y cada una de las moléculas de mi
cuerpo. Eché la cabeza hacia atrás, me mordí el labio inferior y me preparé
para cabalgar la ola, estremecida por su intensidad.
Peter llegó un momento después y me provocó un
segundo orgasmo que se extendió a través de mis venas. Pero aquel fue
diferente. Fue más intenso. Más... importante.
Dentro de mi cabeza, las estrellas estallaron para
convertirse en supernovas incandescentes. En mi mente se formaron galaxias que
me permitieron presenciar el nacimiento del universo. Los escombros formaron
los planetas mientras la gravedad se extendía y sometía a los elementos a su
voluntad. Los gases y las capas de hielo se transformaron en esferas
orbitantes; algunas de ellas comenzaron a brillar contra la negrura de la
eternidad y otras salieron disparadas a través del cielo a una velocidad imposible.
Pude contemplar cómo tomaban forma el planeta Tierra
y su magnetosfera, la capa que condecía al brillante orbe azul la capacidad de
sustentar la vida, como un escudo que lo protegiera del cielo. Vi una masa de
tierra dividirse para convertirse en muchas. Vi el ascenso de los ángeles y,
más tarde, la caída de unos cuantos.
Liderados por un hermoso ser, los caídos se
escondieron en las rocas y en las grietas de todo el universo, allí donde el
magma más ardiente ascendía y descendía como los océanos terrestres.
Fue entonces, tras una breve guerra entre los
ángeles, cuando nació Peter. Casi idéntico a su padre, fue creado a partir del
calor de una supernova y forjado con los elementos de la tierra. Ascendió
entre sus filas con rapidez y se convirtió en un gran líder muy respetado.
Superado en rango tan solo por su padre, comandó millones de soldados; un
general entre ladrones más hermoso y poderoso que su progenitor, con la llave
de las puertas del infierno grabada en su piel.
Pero eso no sirvió para aplacar el orgullo de su
padre. Quería el cielo. Quería el control absoluto sobre todos los seres vivos
del universo. Quería el trono de Dios.
Peter acató todas las órdenes del rey de las
tinieblas y aguardó la aparición de un portal nacido en la tierra, un pasaje directo
al cielo, una forma de salir del infierno. Puesto que era un rastreador con
sigilo y habilidades intachables, se abrió camino a través de las puertas del
inframundo y encontró portales en los rincones más lejanos del universo.
Y al final me encontró. Por más que lo intenté, no
pude verme a través de sus ojos. Lo único que conseguí percibir fue un millón
de luces idénticas tanto en forma como en tamaño. Pero él se esforzó más y
logró divisar una luz de hilo dorado, una hija del sol brillante y resplandeciente.
La luz se volvió hacia él y sonrió al verlo. Y aquello fue la perdición de Peter.
Caí en picado al presente y sentí que Peter se
incorporaba sobre los brazos con expresión alarmada.
—No quería que vieras eso —dijo con una voz agotada,
jadeante.
Yo aún temblaba. Los orgasmos, que ya comenzaban a
disiparse, me habían dejado muy débil.
—¿Esa era yo? —susurré, atónita.
Se tumbó a mi lado para recuperar el aliento, apoyó
la cabeza en un brazo y me observó. Por primera vez, me di cuenta de que sus
ojos parecían pequeñas galaxias con un millón de estrellas brillantes.
—No intentarás huir de mí otra vez, ¿verdad?
—¿Serviría de algo? —pregunté, demasiado
desconcertada para sonreír. Peter levantó uno de sus fuertes hombros.
—Si supieras de lo que eres capaz, puede que sí.
Un comentario muy interesante. Me puse de lado para
verle la cara. Sus ojos tenían un brillo satisfecho y relajado.
—¿Y de qué soy capaz exactamente?
Sonrió, y su hermoso rostro, demasiado apuesto para
ser humano, se suavizó bajo mi mirada.
—Si te lo dijera, perdería la ventaja.
—Vaya... —Acababa de encajar una de las piezas del
puzzle—. El general consumado tiene más trucos en la manga que un mago
veterano.
Bajó la barbilla, como si se sintiera avergonzado.
—Eso fue hace mucho tiempo.
Su cuerpo brillaba junto al mío, y no pude evitar
recorrer con la mirada las colinas y los valles que formaban su maravillosa
forma humana. De repente me di cuenta de que estaba lleno de cicatrices,
algunas diminutas y otras, no tanto. Me pregunté si eran el resultado de su
vida con Earl Walker o de su vida como general del infierno.
—¿Qué querías decir con eso de «ya no»? ¿Por qué
dijiste eso cuando te pregunté si Satán te estaba buscando?
Deslizó un dedo perezoso alrededor de mi ombligo, y
eso originó diminutos terremotos que me llegaron a lo más hondo del alma.
—Quería decir que ya no me busca.
—¿Se ha rendido? —pregunté, esperanzada.
—No. Me ha encontrado.
Me quedé boquiabierta, aterrada.
—Pero ¿eso no es malo?
—Muy malo.
Me senté para poder verle mejor la cara.
—Entonces tienes que volver a esconderte. No sé
dónde estabas antes, pero tienes que regresar allí y ocultarte.
Pero ya lo había perdido. Algo que escapaba a mi
percepción me había robado su atención. Un instante después estaba de pie,
envuelto en la capa negra con capucha. Examiné la estancia, pero no pude
percibir lo que él veía, y eso me asustó, sobre todo después de lo que acababa
de presenciar. Había muchas cosas que no podía ver, muchas cosas a las que no
tenía acceso y que me rodeaban a cada minuto del día.
—Peter —susurré, pero casi antes de que terminara de
pronunciar su nombre, estaba delante de mí, tapándome la boca con la mano.
La capa me provocó un hormigueo en la piel e hizo
que saltaran chispas en mis terminaciones nerviosas, como la electricidad
estática.
Con los ojos en llamas, Peter cambió de forma y se
disolvió entre dos mundos. Un instante después apartó la mano de mi boca y la
sustituyó por sus labios para darme un beso que me provocó escalofríos a pesar
del calor del ambiente.
—Recuerda —dijo antes de desvanecerse—, si te
encuentran, tendrán acceso a todo lo sagrado. Hay que mantener los portales ocultos
cueste lo que cueste.
Tragué saliva con fuerza al detectar el apremio y la
tristeza de su voz.
—¿Cueste lo que cueste? —pregunté, aunque conocía la
respuesta.
—Si te encuentran, tendré que exterminar tu fuerza vital
para cerrar el portal.
Me invadió una sensación de terror.
—¿Y eso qué significa?
Apretó los labios contra mi frente y cerró los ojos.
—Significa que tendré que matarte.
Se disipó ante mis ojos. Su esencia se me enredó en
la piel y en el pelo, hasta que solo quedaron los elementos más frágiles, que
cayeron con suavidad al suelo. Por primera vez en mi vida, supe lo que estaba
en juego. Tenía respuestas que ya no deseaba.
No pude evitar sentirme un poco traicionada, aunque
no podía culpar a nadie salvo a mí misma.
Sabía que salir con el hijo de Satán no traería nada
bueno.
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Volvi solo seguire con esta novela la otra la estoy publicando en wattpad siganme soy @Lalixshine o Lalita_16 tal vez suba esta depende d si a ustedes les gusta o no.