jueves, 18 de febrero de 2016

Capitulo 46 y Fin?




Apretó los labios contra mi frente y cerró los ojos.

—Significa que tendré que matarte.

Se disipó ante mis ojos. Su esencia se me enredó en la piel y en el pelo, hasta que solo quedaron los elementos más frágiles, que cayeron con suavidad al suelo. Por primera vez en mi vida, supe lo que estaba en juego. Tenía respuestas que ya no deseaba.

No pude evitar sentirme un poco traicionada, aunque no podía culpar a nadie salvo a mí misma.

Sabía que salir con el hijo de Satán no traería nada bueno.

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CAPITULO 46



Una conciencia tranquila es generalmente el signo de una mala memoria.

STEVEN WRIGHT



—Es más que evidente que lo pasaste demasiaaaaaaado bien anoche.


Intenté separar los párpados y orientarme al mismo tiempo, pero no conseguí ninguna de las dos cosas.


—¿Todavía estoy desnuda en el suelo del salón? —Euge soltó un silbido.
—Vaya, te lo has pasado mejor incluso de lo que pensaba. —Se sentó en el borde de la cama, rebotó un poco para molestarme y luego dijo—: He preparado café.


Ah, las tres palabras mágicas. Mis párpados se abrieron para contemplar la maravillosa imagen de la taza de café que flotaba delante de mi cara. Me retorcí y me estiré un poco para incorporarme, y luego le arrebaté la taza.


—Y te he traído un burrito para desayunar —añadió.
—Qué encanto. —Después de tomar un largo y delicioso trago, pregunté—: ¿Qué hora es?
—Por eso sé que lo pasaste bien anoche —respondió ella con una risotada—. Es muy raro que duermas hasta tan tarde. Bueno, por eso y porque tu pijama estaba desperdigado por el salón. He recogido la mayor parte de tus cosas, pero tus pantalones están en el rincón del señor Wong. No pienso acercarme al rincón del señor Wong. Bueno, ¿piensas contármelo ahora o lo dejarás para después?


Me encogí de hombros.


—Ahora, supongo —contesté—. Pero tendrás que conformarte con una versión resumida.
—Trato hecho. —Removió el café y luego me miró por encima del borde de la taza, expectante-
—Bueno, pues he descubierto que soy mucho más difícil de matar que los seres humanos normales y corrientes.


En su rostro apareció un ceño de asombro.


—He descubierto que Rosie Herschel nunca llegó a salir del país, porque su marido la mató antes de venir a por mí.


El asombro se transformó en alarma.


—He descubierto que Peter es un dios del sexo y de todo lo orgásmico.—La alarma pasó a confusión.—Y he descubierto que en realidad es el hijo de Satán, y que si ellos (y con «ellos» me refiero a las criaturas del inframundo) me encuentran, se verá obligado a matarme.


Otra vez alarma.


—Sí —dije mientras lo pensaba—, eso es en resumen lo que descubrí anoche. ¿Piensas que estoy chiflada?


Euge parpadeó unas cuantas veces, claramente preocupada.


—Porque a estas alturas, la cordura es lo único que me queda. Bueno, eso y el burrito del desayuno.


Parpadeó unas cuantas veces más.


—¡Madre mía! ¿Es esa hora de verdad? —pregunté después de echar un vistazo al reloj.


Mi amiga se limitó a mirarlo; al parecer, se había quedado sin habla. No entendí por qué. Aún tenía su taza de café.


Pero eran casi las nueve. Salté de la cama, ajena a mi falta de ropa pero muy consciente del dolor que parecía fundirme las vértebras de la espalda con las del cuello, y corrí hacia el cuarto de baño para vestirme. El estado desconectaría a Peter a las diez en punto. Si la orden no había tenido éxito...


No podía pensar en eso ahora. El tío Nico tenía a una juez trabajando en ello. Seguro que salía bien.


Después de ponerme un suéter y unos vaqueros oscuros, me recogí el pelo en una coleta y me tomé cuatro pastillas de ibuprofeno a la vez. Luego corrí a la oficina, donde tenía todos los números del caso apuntados en un despliegue de coloridas notas adhesivas. Las recogí todas antes de salir pitando por la puerta.


Me encontré a Euge en las escaleras y le dije adónde me dirigía. Ella farfulló algo acerca de que necesitaba un aumento, pero pasé a su lado a toda prisa y corrí hasta el aparcamiento.


De camino hacia Salta, llamé a Benjamin Amadeo a la prisión, pero no estaba. Intenté hablar con el agente de la clínica de cuidados terminales, pero una azarada recepcionista me dijo que no podía proporcionar información sobre los pacientes por teléfono. Probé con el tío Nico, pero no respondió. Lo intenté con la oficinista del juzgado en el que había rellenado la orden, pero me dijo que la petición había sido remitida al tribunal de Salta.


Empezó a entrarme el pánico. ¿Y si la petición no había sido aceptada? ¿Y si el tribunal de Salta había desestimado la orden?


Faltaban dos minutos para las diez cuando me adentré con el coche en la propiedad de la clínica y me sumergí en el caos de luces parpadeantes y gente ajetreada. Mi corazón latía a mil por hora. Quizá hubiese ocurrido algo en la clínica que le hubiera impedido al estado llevar a cabo sus intenciones. Si ese era el caso, seguro que tenían que posponer la muerte de Peter hasta otro día.


Un instante después vi el monovolumen con el parachoques abollado del tío Nico. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? En cuanto aparqué a Misery, mi puerta se abrió.


—Tienes el móvil sin batería otra vez —dijo el tío Nico al tiempo que extendía una mano.
—¿En serio? —Acepté la ayuda que me ofrecía y busqué el móvil en el bolso con la mano libre—. Pero si acabo de llamarte.


Era verdad. El teléfono estaba más muerto que mi abuela. Necesitaba sin falta una batería nueva. A poder ser, una con una carga nuclear que durara doce años sin provocarme un tumor cerebral.


—Intenté llamarte a la oficina antes —dijo Nicky mientras me ayudaba a bajar de Misery. Su voz sonaba rara, distraída.

—Yo te llamé mientras venía hacia aquí. No lo cogiste. ¿Qué pasa?


Sentí un hormigueo en la espalda. Nicky se comportaba de manera extraña. No es que eso fuera raro en él, pero estaba más extraño que de costumbre.


Cerró la puerta del coche y me guió entre la multitud de polis y profesionales sanitarios.


—Tío Nico —le dije a su espalda mientras me esforzaba por seguirle el paso—, ¿le ha ocurrido algo a Peter?
—El requerimiento no salió adelante —dijo por encima del hombro.


Frené en seco. Una combinación entre incredulidad y negación rotunda me robó el aliento mientras repasaba un millón de posibilidades en mi cabeza. Si le habían retirado el soporte vital y había muerto, ¿cruzaría al otro lado? ¿Se quedaría? ¿Podríamos mantener una relación si estaba muerto? A lo mejor se había despertado cuando le quitaron las máquinas. Seguro que estaba bien.


Busqué un final estilo Hollywood para cada hipótesis, deseando algo que tenía toda la pinta de ser imposible.


—Lali... —El tío Nico se detuvo y se volvió hacia mí. Su voz tenía un tono admonitorio que atrajo toda mi atención—. ¿Vas a contarme lo que sabes sobre Lanzani?


Ocurría algo. Sentí el despertar de mi intuición femenina, junto con el de otras partes de mi cuerpo.


—¿A qué te refieres?
—Bueno, me dijiste... —Se inclinó y bajó la voz— que era un ser sobrenatural. Pero creí que te referías a que era como tú. Ya sabes, no sobrenatural del todo.


Lo único que se me ocurrió pensar fue: ¡Ay, Dios mío! ¿Por qué me pregunta eso? Si el tío Nico sospechaba que Peter era un ser «sobrenatural del todo», seguro que estaba bien.


—Bueno... ¿por qué lo preguntas?
—Lali —dijo con voz seria.


Mi corazón se disparó. Nicky me agarró del brazo y empezó a avanzar una vez más entre la multitud.


—¿Qué ha pasado? —le pregunté, y cada una de las sílabas estaba teñida de esperanza.


Peter tenía que estar vivo. Debía de haber ocurrido algún milagro. ¿Por qué sino preguntaría el tío Nico algo así? ¿Por qué sino habría tanta gente allí?


—No lo sé, Lali —respondió con sarcasmo—. Nadie lo sabe, en realidad. Quizá tú puedas explicarme cómo es posible que un hombre desaparezca sin más de la faz de la tierra.
—¿Qué? —Eso llevaba las cosas a un segundo tiempo muerto—. ¿De qué estás hablando?


El tío Nico se detuvo de nuevo y se volvió para mirarme.


—Sabía lo importante que era esto para ti, así que me pasé por aquí para hablar con la juez personalmente. No sirvió de nada. Ella no podía justificar el soporte vital de tu amigo cuando era evidente que su cerebro estaba muerto y al estado le costaba una fortuna mantenerlo con vida.
—¿Fuiste a verla? ¿Por mí?
—Sí, sí —dijo mientras tiraba del cuello de la camisa, incómodo—. Así que supuse que lo menos que podía hacer era estar aquí cuando le quitaran las máquinas. Pero cuando llegué, el lugar era un caos. Se había marchado.
—¿Marchado? —chillé. Me aclaré la garganta—. ¿Adónde se ha ido? —Se inclinó de nuevo hacia delante.
—No es que se haya marchado sin más, Lali—me dijo en un susurro desesperado—. Es que ha desaparecido.
—No lo entiendo. ¿Se ha escapado?
—Tendrás que verlo con tus propios ojos.


Apresuró el paso hacia las puertas de entrada y me condujo hasta una pequeña sala de seguridad.


—Enséñaselo —le dijo al agente de seguridad, que lo obedeció de inmediato.
—¿De qué va esto? —pregunté cuando el tipo empezó a teclear órdenes en su ordenador.
—Mira y calla.


El monitor mostraba la grabación de una cámara de seguridad. Reconocí la zona.


—¿Es el pasillo de la habitación de Peter?
—Mira y calla —repitió, enigmático y aborrecible.


Y entonces vi un movimiento. Me acerqué más a la pantalla. La puerta de Peter estaba abierta, y la grabación en blanco y negro enfocaba directamente su habitación. Lanzani se movió, levantó el brazo hasta la cabeza y luego se incorporó para mirar a su alrededor. La resolución era tan baja que resultaba difícil distinguir algo con claridad, pero parecía Peter, sin duda alguna. En cuanto se recuperó de la conmoción, se calmó, respiró hondo, se giró hacia la cámara y sonrió. ¡Sonrió! Esbozó aquella típica sonrisa torcida y perversa que siempre me derretía por dentro.


Un fallo imprevisto de la grabación hizo que la imagen se congelara; la pantalla se volvió negra durante una fracción de segundo y cuando regresó la imagen, él se había desvanecido. En un abrir y cerrar de ojos. En un momento estaba allí y al siguiente su cama aparecía arrugada y vacía.


—¿Dónde se habrá metido? —le pregunté al guarda de seguridad, que se encogió de hombros.
—Esperaba que tú nos lo dijeras —respondió el tío Nico.


Peter era sin duda de otro mundo, pero era imposible desmaterializar un cuerpo humano, y punto. Al menos que yo supiera. Por supuesto, pocas horas atrás tampoco sabía que Satán tenía un hijo.


—Tío Nico —le dije en un intento por esquivar la verdad—, en realidad no te lo he contado todo.
—¿No me digas? —El tío Nico le hizo un gesto al guarda para que se marchara.
—Es solo que... —añadí en cuanto salió por la puerta—. Bueno... en realidad, nunca te lo he contado todo.
 —¿Qué quieres decir? —preguntó, más perplejo aun que antes.
—Soy diferente, eso ya lo sabes. Pero no te he contado hasta qué punto soy diferente.
—Vale —dijo con recelo—, ¿hasta qué punto eres diferente?


Contarle al tío Nico que yo era un ángel de la muerte o que Peter era el hijo de Satanás no mejoraría en nada la situación. Hay cosas que es mejor no decir.


—Digamos que soy más diferente de lo que crees y sí, una parte de Peter es súper-sobrenatural.
—¿Qué parte?
—Mmmm. ¿La parte súper-sobrenatural?
—Quiero algo más que eso, Lali —me advirtió al tiempo que daba un paso adelante—. Tienes que explicarme esto.


 Me senté en el borde de la silla del guardia de seguridad, con la espalda rígida y la mandíbula apretada. En mi mente aparecía sin cesar una palabra: mierda. ¿Cómo demonios podía explicarle la desmaterialización de un cuerpo humano? Si eso era en realidad lo que había ocurrido, claro está.


Justo entonces apareció Benjamin Amadeo. Me miró de inmediato y luego se giró hacia el tío Nico con expresión culpable, como si compartiéramos un secreto. Algo que, en cierto sentido, era cierto; solo que él no estaba al tanto de todos los detalles.


—Señor Amadeo—dijo el tío Nico antes de ofrecerle la mano.
—Detective —replicó Benja mientras se la estrechaba—. ¿Alguna novedad? —El tío Nico volvió a mirarme.
—Nada importante.


Tanto Nicky como Benja sabían lo suficiente para resultar peligrosos. Y ninguno conocía la historia completa. Me pregunté durante cuánto tiempo podría mantener a raya sus preguntas. La semana anterior ya había revelado más sobre mí misma que en toda mi vida. Si bien eso me había quitado un peso de encima, también era arriesgado invitar a tanta gente a mi mundo. Ya lo había hecho antes. Y lo había pagado muy caro.


—¿Quién es esa tal Holandesa? —preguntó el tío Nico mientras señalaba el monitor con un gesto de la mano.


Me quedé sin aliento.


Aunque yo no había tocado nada, la pantalla estaba negra. En el centro había una única palabra seguida de un cursor parpadeante, y el alivio que sentí al verla fue tan abrumador, que pensé que me caería de la silla. Peter. Juan Pedro Lanzani estaba vivo. Contemplé durante un buen rato el apodo que me había puesto el día que nací; me pregunté si podría venir a verme, si podríamos estar juntos.


 Luego sentí un roce en los labios y supe que mi vida nunca volvería a ser la misma.

Fin??? 

martes, 16 de febrero de 2016

Capitulo 45



—Es la señora Herschel, cielo. Como estaba preocupada porque no había sabido nada de ella, la tía de la señora Herschel vino en avión desde México. Fue ella quien identificó el cadáver esta tarde.

Me hundí en el sofá, me encerré en mí misma y me dejé atrapar por la inconsciencia.

No oí al tío Nico marcharse. No tenía claro si estaba dormida o despierta. Ni siquiera supe cuándo me había arrastrado hasta el suelo para acurrucarme con la manta que guardaba en el rincón.

Y, sobre todo, no sabía en qué momento exacto me había convertido en la chapucera monumental que siempre acababa por arruinarlo todo.
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Capitulo 45

No te mezcles en asuntos de dragones,
porque estás crujiente y sabes muy bien con ketchup.
(Pegatina de parachoques)

No, eso no es cierto. Sabía con exactitud cuándo comenzó mi larga e ilustre carrera como metepatas consumada. Una metepatas que jamás habría debido caminar y masticar chicle al mismo tiempo, y mucho menos andar suelta por las calles de Buenos Aires. Había dejado un rastro de muerte y destrucción a mi paso desde el día en que nací. Ni siquiera mi madre resultó inmune a mi veneno. Murió por mi culpa.

Todas las vidas que tocaba quedaban mancilladas irreversiblemente.

Mi madrastra lo sabía. Intentó advertírmelo. Pero yo no le hice el menor caso.

Aquel día estábamos en el parque, mi madrastra, Malvina, Candela y yo. La señora Johnson también estaba allí, y al igual que los dos últimos meses, miraba hacia la línea de árboles con la esperanza de ver el rostro su hija desaparecida.
Llevaba puesta la rebeca gris de siempre, y se la sujetaba con fuerza a la altura de los hombros, como si temiera que en caso de abrirse, su alma escapara volando y no pudiera volver a recuperarla. Llevaba el cabello castaño sucio y recogido en un moño desaliñado, con mechones sueltos que salían disparados de su cabeza en todas direcciones. Malvina, en uno de sus momentos menos egoístas, se había sentado a su lado e intentaba entablar una conversación sin mucho éxito.

Malvina me había advertido que no hablara sobre los difuntos en público. Decía que mi desmesurada imaginación molestaba a la gente; incluso había intentado convencer a mi padre en muchas ocasiones de que me apuntara a algún grupo de terapia. Pero en aquella época mi padre ya había empezado a creer en mis habilidades.

Así pues, sabía muy bien que no debía hablar sobre el tema. Pero la señora Johnson estaba muy triste. Sus ojos habían perdido el brillo y la vitalidad, y se estaba volviendo casi tan gris como su chaquetilla. Me pareció que querría saberlo, eso es todo.

Me acerqué a ella con una amplia sonrisa. Al fin y al cabo, estaba a punto de darle las mejores noticias que había recibido en mucho tiempo. Tras darle un rápido abrazo por encima de la rebeca, señalé la zona donde su hija estaba jugando.

—Está ahí, señora Johnson. Bianca está justo ahí. Nos está saludando con la mano. ¡Hola, Bianca!

Mientras le devolvía el saludo, la señora Johnson ahogó una exclamación y se levantó de un salto. Se llevó las manos a la garganta y buscó a su hija con aire frenético.

—¡Bianca! —gritó al tiempo que corría con torpeza a través del parque.
Iba a guiarla hasta el lugar donde jugaba la niña, pero Malvina me sujetó y observó con expresión mortificada a la señora Johnson, quien recorrió el parque gritando el nombre de su hija, le chilló a un crío que llamara a la policía y luego salió disparada hacia el bosque.

Cuando llegó la policía, Malvina se encontraba en estado de choque. Mi padre también había respondido a la llamada. Encontraron a la señora Johnson y la trajeron de vuelta para averiguar lo que ocurría. Pero mi padre ya lo sabía. Mantenía la cabeza gacha en un gesto perturbadoramente avergonzado.

Fue entonces cuando todo el mundo empezó a gritarme. ¿Cómo había podido? ¿En qué estaba pensando? ¿Acaso no entendía por lo que estaba pasando la señora Johnson?    Malvina se encontraba en primera fila, gritando, temblando y maldiciendo el día en que se convirtió en mi madrastra. Me clavaba las uñas en los brazos y me zarandeaba para que le prestara atención. Su cara era la viva imagen de la decepción.

Me sentía tan confundida, tan herida y traicionada, que me encerré en mí misma.

—Pero, mamá —susurré a través de unas patéticas lágrimas que no parecían importarle a nadie, y mucho menos a mi madrastra—, la niña está justo ahí.

La bofetada llegó tan deprisa que ni siquiera la vi. Al principio no me dolió, no sentí más que una fuerza desconcertante seguida de un instante de oscuridad, el instante que tardó mi mente en asimilar el fuerte chasquido que la mano de mi madrastra había causado al chocar contra mi cara. Cuando me recuperé, la nariz de Malvina estaba pegada a la mía y su boca se movía de una forma exagerada y furiosa. Apenas conseguía verla con claridad, ya que las lágrimas me enturbiaban la visión. Eché un vistazo a los rostros enfadados y borrosos, a la expresión ultrajada de toda la gente que había a mi alrededor.

Y entonces apareció el Malo. Peter. Su furia era aún más impresionante que la de aquellos que me rodeaban. Pero no estaba furioso conmigo. Si se lo hubiera permitido, habría partido a mi madrastra en dos. Estaba tan segura de ello como de que el sol ascendería por el cielo. Le supliqué en un susurro que no le hiciera daño. Intenté que comprendiera que todo lo que había ocurrido era culpa mía. Que me merecía la ira de aquellas personas. Malvina me había advertido que no hablara sobre los otros. Pero no le había hecho caso. El Malo vaciló y luego desapareció con un rugido estremecedor, dejando atrás su esencia, un aroma a tierra mojada acompañado de un intenso sabor exótico.

Mi padre dio un paso adelante, agarró a Malvina por los hombros y la acompañó hasta el coche patrulla mientras ella se estremecía entre sollozos. Los policías me interrogaron durante lo que me parecieron horas, pero me negué a volver a hablar sobre el tema. Puesto que no sabía con certeza lo que había hecho mal, cerré la boca y no dije nada más. Y jamás volví a llamar «mamá» a, Malvina.

Fue una lección dura, una que no olvidaría jamás.

Dos semanas más tarde, me escabullí hasta el parque sola y me senté en el banco para ver cómo jugaba Bianca. Ella me hizo un gesto para que me acercara, pero yo aún estaba demasiado triste.

—Dímelo, por favor —dijo la señora Johnson, que estaba justo detrás de mí—, ¿Bianca todavía está ahí?

Me había asustado, así que salté del banco y la observé con recelo y preocupación. Ella miraba hacia el lugar donde Bianca jugaba en su cajón de arena, cerca de los árboles.

—No, señora Johnson —dije mientras retrocedía—. No veo nada.
—Por favor —suplicó—. Dímelo, por favor. —Las lágrimas formaban regueros en su rostro.
—No puedo. —Mi voz no era más que un murmullo aterrado—. Me meteré en problemas.
—Mariana, cariño, solo quiero saber si es feliz. —Dio un paso hacia delante y se arrodilló delante de mí conteniendo el aliento.

Me di la vuelta y me alejé corriendo para esconderme detrás de un cubo de basura mientras la señora Johnson se arrastraba hasta el banco del parque y lloraba. Bianca apareció detrás de ella y le acarició el pelo con su manita.

Sabía que no debía. Sabía que no debía decir nada. Conocía las consecuencias. Pero lo hice de todas formas. Me escabullí hasta los arbustos que había detrás del banco y me escondí allí.

—Es feliz, señora Johnson.

La mujer se volvió hacia donde yo estaba y movió la cabeza de un lado a otro en un intento por divisarme entre las hojas.

—¿Lali?
—Mmm... No. Soy el capitán Kirk. —Estaba claro que no era la criatura más imaginativa del plano terrestre—. Bianca me ha pedido que le diga que no se olvide de dar de comer a Rodney, y que siente mucho haber roto la taza de porcelana de su abuela. Pensó que Rodney tendría mejores modales en la mesa.

La señora Johnson se llevó las manos a la boca. Se puso en pie y rodeó el banco, pero yo no pensaba dejar que me dieran otra bofetada. Salí pitando hacia mi casa y juré que jamás volvería a hablar de los muertos. Pero ¡ella me siguió! Me alcanzó y me levantó del suelo como un águila que hubiera cazado su cena en el lago.

Pensé en gritar, pero la señora Johnson me abrazó con fuerza durante... bueno, durante mucho rato. Se estremecía con sollozos incontrolables cuando nos sentamos en el suelo. Bianca estaba a nuestro lado, sonriente, y acarició el pelo de su madre una vez más antes de flotar a través de mí. Supuse que ya le había dicho a su madre todo lo que necesitaba saber (por lo visto había sido una taza muy importante) y que sintió que ya se podía marchar. Cuando cruzó, olía al zumo Kool-Aid de uva y a aperitivos de maíz.

La señora Johnson continuó abrazándome hasta que apareció mi padre en su coche patrulla. Entonces se apartó un poco y me miró a los ojos.

—¿Dónde está, cielo? ¿Te lo ha dicho?

Agaché la cabeza. No quería decirlo, pero me pareció que ella necesitaba saberlo.

—Está junto al molino que hay más allá de los árboles. La partida de búsqueda estuvo mirando en el lugar equivocado.

Lloró un poco más y luego habló con mi padre de lo que había ocurrido mientras yo observaba al Malo desde la distancia. Su capa negra se sacudía como una vela al viento, tan larga que cubría tres enormes troncos de árbol. Era un ser magnífico, y lo único que me había dado miedo en toda mi vida. Se desvaneció ante mis ojos cuando la señora Johnson se acercó para darme otro abrazo.

Encontraron el cadáver de Bianca aquella misma tarde. Al día siguiente, recibí un montón de globos y una bici nueva; una bici que Malvina no me permitió quedarme. Sin embargo, todos los años, el día del cumpleaños de Bianca, recibía globos con una tarjeta que decía simplemente: «Gracias».

Aprendí dos cosas de aquella experiencia: que la mayoría de la gente jamás creería en mis habilidades, ni siquiera los más próximos a mí, y que la mayoría de la gente nunca llegaría a entender la devastadora necesidad de las personas que quedan atrás. La necesidad de conocer la verdad.

Sin importar cómo salieron las cosas al final, aquel día causé muchísimo dolor. Y mucho más desde entonces.

Debería haberme cerciorado de que Rosie Herschel subía a aquel avión. Debería haberla acompañado hasta el control de seguridad y después haberle dado veinte dólares a alguien del personal para que se asegurara de que estaba a salvo. Era imposible que Zeke la hubiera encontrado antes de que despegara el avión, porque estaba conmigo. ¿Acaso Rosie había cambiado de opinión? Seguro que no. Estaba como una niña con zapatos nuevos, entusiasmada con la nueva vida que la esperaba. Se había quitado de encima la enorme carga de vivir cada día bajo la amenaza de violencia. No, no había cambiado de opinión.

Y en lugar de proteger a mi cliente, me había dedicado a jugar a esquiva-el-gancho-de-derecha con el puerco de su marido.

Eso era lo peor: ella había confiado en mí. Me había confiado su vida. Y, una vez más, había permitido que alguien muriera de la peor manera posible.

Sentí a Angel al otro lado de la habitación y lo observé con disimulo. Tenía la cabeza agachada y miraba de vez en cuando hacia mi derecha, hacia donde se encontraba Peter. Fue entonces cuando me di cuenta de que él también estaba allí en la oscuridad, aguardando pacientemente a mi lado, sin tocarme ni exigir nada. Irradiaba calor como la arena de una duna.

Angel no pensaba acercarse más. No con Peter tan cerca. Le tenía miedo. Empezaba a darme cuenta de que Peter no era una criatura corriente. Asustaba incluso a los muertos.

Me acurruqué en la manta y enterré la cara en ella.

—Podrías habérmelo dicho —le dije a Angel con la voz amortiguada por el grueso tejido de la manta.
—Sabía que te preocuparías.
—Por eso has estado así dos días.

Casi pude sentir cómo se encogía de hombros.

—Supuse que sería mejor que creyeras que había conseguido huir. Que nadie podría encontrarla.
—¿En el suelo del dormitorio, en medio de un charco formado por su propia sangre?
—Ya, bueno, eso todavía no lo había descubierto.
—Quería que fuese feliz —dije a modo de explicación—. Lo había planeado todo. Iba a abrir un hotel, a relacionarse de nuevo con su tía y a ser más feliz de lo que lo había sido en toda su vida.
—Es más feliz de lo que lo ha sido en toda su vida. Y no solo de la forma que tú querías que lo fuera. Si supieras lo que es estar aquí, estar aquí de verdad, no estarías tan triste.

Suspiré. Por alguna razón, aquella idea no me consolaba.

—¿Qué ocurrió?
—Lo hizo todo bien; hizo justo lo que le dijiste —explicó—. Dejó la cena en el horno. Dejó el bolso con el monedero sobre la mesilla de noche. Dejó los zapatos y el abrigo en la entrada. Él jamás habría sospechado que había huido. Habría pensado que le había ocurrido algo.
—¿Qué pasó, entonces? ¿Qué salió mal?
—La manta de su bebé.

Levanté la cabeza de inmediato. Angel estaba situado al lado de la barra y hacía lo posible por no mirar a Peter.

—Regresó a por la mantita de su bebé —explicó.
—No tenía ningún bebé —repliqué, confusa.
—Lo habría tenido si él no le hubiera dado un puñetazo en la barriga. —Agaché la cabeza una vez más mientras luchaba por contener las lágrimas.
—La había tejido ella misma. Era amarilla, porque aún no sabía si iba a ser niño o niña. Perdió el bebé la noche que reunió el coraje suficiente para decirle que estaba embarazada.

Cerré los párpados con fuerza para que las lágrimas más inútiles de mi vida atravesaran por fin mis pestañas. La manta las absorbió y deseé con todo mi corazón que me absorbiera a mí también. Que me tragara y escupiera después mis estúpidos huesos. ¿Para qué estaba en el mundo? ¿Para ponerme en ridículo, tanto a mí como a mi familia? ¿Para hacer daño a toda la gente que conocía?

—Pero Zeke Herschel estaba en la cárcel —señalé, incapaz de aceptar del todo lo que había ocurrido.
—Pagó la fianza casi en el mismo instante en que lo encerraron; su primo se dedica a prestar fianzas.

Eso ya lo sabía, pero nunca pensé que ella fuera a regresar.

—Herschel la pilló justo cuando salía de la casa por segunda vez. Y nada más mirarla a los ojos, supo lo que estaba haciendo. —Angel se mordió el labio inferior durante un instante antes de continuar—. Después de... hacer lo que hizo, encontró tu tarjeta en su bolsillo y sumó dos y dos.


Se hizo un largo silencio mientras me esforzaba por averiguar cuál era mi papel en el mundo. Estaba claro que no había desempeñado bien mi trabajo como ángel de la muerte. Quizá ese fuera el problema. Quizá debiera olvidarme de ese trabajo. Quizá debiera vivir mi vida sin intentar ayudar a los demás, vivos o muertos, sin tratar de solucionar sus problemas.

—No fue culpa tuya, ¿sabes? —dijo Angel después de un rato.
—Ya, claro —repliqué con un tono de voz deprimido y exhausto—. Es cierto. Seguro que fue culpa de Rosie. Podemos echarle la culpa a ella.
—No era eso lo que quería decir. Sé cómo eres. Siempre te lo echas todo a la espalda, como ese tipo que sujeta el mundo, y no deberías hacerlo. No eres tan musculosa, ni de cerca.
—¿Por qué demonios estoy en este mundo? —le pregunté. A él. A Angel. A un pandillero muerto de trece años.
—Porque debes estarlo, supongo.
—Ah, claro, no se me había ocurrido verlo de esa manera.
—¿Por qué crees tú que estás aquí?
—Para desatar el caos y la miseria entre la gente —respondí—. Seguro.
—Bueno, si supieras... —El asomo de una sonrisa curvó las comisuras de sus labios.    Peter se agitó a mi lado y Angel volvió la mirada hacia él de inmediato.
—¿Por qué crees que él está aquí? —le pregunté a Angel al tiempo que señalaba a Peter con un gesto de la cabeza.

Angel lo pensó un momento antes de responder.

—Para desatar el caos y la miseria entre la gente —respondió.

No repitió también lo de «Seguro», y comprendí que hablaba en serio.

Eché un vistazo a Peter. Tenía los ojos clavados en Angel en una especie de advertencia.

—Me largo —dijo Angel—. Mi madre tiene cita en la peluquería mañana por la mañana. Me gustaría ver qué se hace en el pelo.

No era la peor excusa que había utilizado, pero estaba cerca.

—¿Me lo contarás la próxima vez? —le pregunté. Me guiñó un ojo, el muy ligón.
—Ya veremos. —Y con eso, se marchó.
—¿Por qué estoy aquí? —le pregunté a Peter, que estaba sentado a mi lado. No respondió. Menuda sorpresa—. Me salvaste la vida. Otra vez. ¿Tienes pensado despertarte pronto? No sé durante cuánto tiempo podré demorar la decisión del estado.

Se me había acelerado el pulso en el momento en que descubrí que estaba allí conmigo, pero en cuanto nos quedamos a solas, mi corazón se lanzó al hiperespacio sin preocuparse por un posible choque con las estrellas de las cercanías. La energía de Peter era una entidad tangible, eléctrica y excitante, que me rodeaba por completo. No se había movido, pero lo sentía en todas partes.

—¿Qué eres tú, Peter Lanzani? —le pregunté en un intento por conservar la cordura, o algo que se le asemejara.

Sin decir una palabra, extendió un brazo, agarró la manta y me la quitó para dejar mi piel expuesta a su calor. Me incliné hacia él y deslicé los dedos sobre las rectas sedosas y las curvas suaves que formaban su tatuaje. Era un diseño primitivo y futurista a un tiempo, una combinación de tramas entrelazadas que terminaban en afiladas puntas, como las de su espada, y de curvas que le rodeaban el bíceps antes de desaparecer bajo la manga.

Aquel tatuaje era una obra de arte que se extendía por sus omóplatos y bajaba en espiral por ambos hombros hasta los brazos. Y significaba algo. Algo importante. Algo... fundamental.

Y de repente me perdí. Me sentí como Alicia en el País de las Maravillas, atrapada en aquellas curvas, con miedo a no poder escapar. Era un mapa de una entrada. Lo había visto antes, en otra vida, y no lo asociaba a buenos recuerdos. Era una especie de advertencia. Un augurio.

Y entonces lo recordé. Era el mecanismo, laberíntico y despiadado, de un cerrojo que abría la puerta a un reino de oscuridad devastadora.

Era la llave de entrada al infierno.

Volví al presente con una sacudida. Atravesé la superficie de la realidad y llené mis pulmones de aire, como si me estuviera ahogando. Me volví hacia Peter con expresión horrorizada, y poco a poco, muy despacio, empecé a ponerme fuera de su alcance.

Pero él lo sabía. Sabía que yo había descubierto quién era. Me miró con los ojos llenos de perspicacia y me atrapó con la velocidad de una cobra al ataque. Intenté alejarme, pero me agarró del tobillo, me arrastró y se colocó encima de mí con un solo movimiento. Me sujetó contra el suelo mientras luchaba por liberarme con uñas y dientes. Pero era demasiado fuerte, y demasiado rápido. Se movía como el viento y echó por tierra todos mis intentos de fuga.

Después de un rato, me obligué a calmarme, a bajar mi ritmo cardíaco. Me había sujetado las manos por encima de la cabeza y su cuerpo, duro y esbelto, actuaría como barrera si se me ocurría cambiar de opinión. Me quedé allí tumbada, jadeante bajo su peso, mirándolo con recelo mientras mi mente barajaba un centenar de posibilidades. De pronto, una emoción extraña y desconcertante apareció en su rostro. ¿Remordimientos, tal vez?

—No soy él —dijo con los dientes apretados, incapaz de enfrentar mi mirada.

Mentía. No había otra explicación.

—¿Quién más lleva esa marca? ¿Quién más, en este mundo o en el otro? —pregunté, poniendo todo mi empeño en parecer asqueada, y no dolida, traicionada y algo más que desconcertada, que era como me sentía en realidad.

Alcé la cabeza hasta que nuestros rostros estuvieron a pocos centímetros de distancia. Peter olía como las tormentas que prometen lluvia. Y, como de costumbre, desprendía calor, un calor casi abrasador. También estaba sin aliento. Eso debería haberme consolado un poco, pero no lo hizo.

Al ver que no respondía, empecé a luchar de nuevo para liberarme.

—Para —dijo con una voz ronca que parecía llena de dolor. Me sujetó más fuerte las muñecas—. No soy él.

Volví a apoyar la cabeza en el suelo y cerré los ojos. Él cambió de posición sobre mí para sujetarme mejor.

—¿Quién más, en este mundo o en el otro, lleva esa marca? —pregunté de nuevo. Lo acusé con una mirada furiosa—. La marca de la bestia. ¿Quién más tiene la llave del infierno tatuada en la piel? —¿Quién sino él?

 Se apoyó la cabeza sobre el hombro, como si intentara ocultar su rostro, y luego sentí un largo suspiro sobre la piel de mi mejilla. Cuando habló de nuevo, su voz estaba tan llena de vergüenza y de indignación, que tuve que contener el impulso de echarme hacia atrás. Pero lo que dijo me dejó sin aliento.

—Su hijo. —En aquel momento me miró y estudió mi expresión en un intento por descubrir si lo creía o no—. Soy su hijo.

Me quedé pasmada. Lo que decía era imposible.

—Llevo siglos escondiéndome de él —dijo—, esperando a que te enviaran, a que nacieras en la tierra. El dios de los cielos no envía a un ángel de la muerte muy a menudo, y todos los que aparecieron antes que tú fueron una decepción para mí, una terrible pérdida.

Parpadeé unas cuantas veces, perpleja. ¿Cómo sabía esas cosas? Aunque quizá la pregunta más importante fuera otra.

—¿Por qué te decepcionaron? —quise saber.

Volvió la cabeza antes de responder, como si se sintiera avergonzado.

—¿Por qué la tierra busca el calor del sol? —Fruncí el ceño en un intento por comprender. —¿Por qué el bosque busca el abrazo de la lluvia?

Hice un gesto negativo con la cabeza, pero él continuó.

—Cuando supe que iban a enviarte, elegí una familia y nací también en este mundo. Para esperar. Para observar.

Estaba tan desconcertada que tardé un momento en recuperar el habla.

—¿Y elegiste a Earl Walker? —le pregunté.

Mientras recorría mi rostro con la mirada, una de las comisuras de sus labios se elevó para formar una sonrisa torcida. Apartó una de las manos de mis muñecas y deslizó las yemas de los dedos por mi brazo hasta llegar al cuello.

—No. —Sus ojos tenían un brillo febril, como si estuviera fascinado—. Un hombre me secuestró y me apartó de los padres que había elegido, me retuvo durante un tiempo y luego me vendió a Earl Walker. Sabía que no recordaría mi pasado cuando me convirtiera en humano, pero renuncié a todo para estar contigo.

No descubrí quién era... lo que era, hasta después de varios años en prisión. Mis orígenes me venían en fragmentos, en sueños fracturados y recuerdos rotos. Tardé varias décadas en terminar ese puzzle.

—¿No recordabas quién eras cuando naciste?

Aflojó un poco la presión sobre mis muñecas, pero solo un poco.

—No. Pero yo también investigué un poco. Debería haber crecido feliz, haber ido a los mismos colegios que tú, a la misma universidad. Sabía que no podría controlar mi destino una vez que me convirtiera en humano, pero era un riesgo que estaba dispuesto a correr.

—Pero eres su hijo —señalé mientras me esforzaba por odiarlo—. Eres el hijo de Satán. Literalmente.
—Y tú eres la hijastra de Malvina Esposito. —Vaya. Aquello había sido un poco cruel, pero...
—Vale, estamos empatados.
—¿No somos todos productos del mundo en el que nacemos, tanto o más que de los padres que nos engendran?

En la universidad había escuchado muchas veces todo ese rollo del binomio naturaleza-educación, pero aquello estaba un poco traído por los pelos.

—Ya, pero resulta que Satán es un poco... no sé, malvado.
—Y tú crees que yo también soy malvado.
—¿De tal palo, tal astilla? —pregunté a modo de explicación.

Trasladó el peso de su cuerpo hacia un lado. El movimiento agitó el cúmulo tumultuoso que seguía creciendo en mi interior, de modo que tuve que luchar contra el deseo de rodearle las caderas con las piernas y olvidarme de todo lo demás.

—¿Te parezco malvado? —preguntó con una voz ronca tan suave como una caricia de terciopelo.

No dejaba de observar el pulso de mi cuello, de toquetearlo con la yema de los dedos, como si la vida humana lo fascinara.

—Tienes cierta predisposición a seccionar las médulas espinales.
—Solo por ti.

Perturbador, aunque extrañamente romántico.

—Y te encerraron en prisión por matar a Earl Walker.

Bajó la mano y la deslizó sobre Will Robinson antes de meterla bajo el dobladillo del suéter. Luego volvió a ascender. Recorrió mi piel desnuda con la palma y me provocó oleadas de placer que se extendieron hasta las partes más íntimas de mi anatomía.

—Eso fue un problema —dijo.
—¿Lo hiciste?
—Puedes preguntárselo a Earl Walker cuando lo encuentre. —Sin duda había ido directo al infierno.
—¿Puedes regresar? ¿Puedes volver al infierno a buscarlo? ¿No te estabas escondiendo?

La mano ascendió aún más, cubrió a Will y toqueteó la cima endurecida con la punta de los dedos. Contuve un jadeo de placer.

—No está en el infierno.
—¿No me estarás diciendo que ha ido en la otra dirección? —repliqué, atónita.
—No. —Agachó la cabeza y buscó con la boca el pulso acelerado de mi cuello, donde depositó diminutos besos ardientes.
—¿Todavía sigue en este mundo? —Intentaba concentrarme con todas mis fuerzas, pero Peter parecía decidido a evitar que eso ocurriera.

Noté su sonrisa sobre la piel.

—Sí.
—Ah. ¿Entonces por qué te escondes de tu padre? —pregunté, casi sin aliento.
—¿De Earl Walker?
—No, del otro.

Tenía muchas preguntas. Quería saberlo todo sobre él. Todo sobre su vida. Y sobre su vida anterior.

—Ya no —dijo mientras me mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Me provocó un escalofrío que me recorrió la espalda de arriba abajo.
—¿Cómo que ya no? —susurré al tiempo que buscaba alguna distracción, algo que me hiciera olvidar la avalancha de placer que inundaba mi cuerpo.
—Pues eso, que ya no.
—¿Podrías explicarte?
—Si te empeñas... Pero preferiría seguir haciendo esto.
—Ay... Dios... m...

Había metido la mano bajo el pantalón del pijama, se había colado en mis braguitas y había encontrado una deliciosa zona con la que juguetear. Me estremecí cuando sus dedos acariciaron los pliegues sedosos que había un poco más abajo. Y cuando los hundió en mi interior empecé a temblar. La sensación era exquisitamente intensa.

Hijo de Satán. Hijo de Satán.

Mientras sus dedos acariciaban el territorio sensible que había entre mis muslos, su boca, aquella gloriosa boca perfecta, descendió y empezó a mordisquear a Peligro. En un recóndito rinconcito de mi mente, comprendí de repente que estaba medio desnuda delante de uno de los seres más poderosos del mundo. No recordaba que Peter me hubiera quitado ninguna prenda. ¿Acaso tenía superpoderes desnudadores además de los que seccionaban médulas?

Retorcí los brazos para liberar las manos y enterré los dedos en su cabello. Lo atraje con fuerza y lo besé con todo el deseo que había acumulado durante años. Aquel era su beso, el beso especial que había reservado para aquella ocasión. Paladeé su sabor suave en la lengua mientras él inclinaba la cabeza para explorarme más a fondo, para absorber mi esencia y mi fuerza vital.

Era la primera vez que sentía a Peter de verdad, la primera vez que no estaba inmersa en un mar de deseo tan intenso que no me dejaba ver nada más. Tenía ciertas dificultades para concentrarme, pero me sentía algo más controlada, un poco más lúcida. Él era muy real, muy sólido. Aquello no era un sueño. No era una experiencia extracorporal. Era Peter Lanzani en carne y hueso, o lo más parecido a eso que había, teniendo en cuenta que una hora antes estaba en coma.

El aire formaba ondulaciones a nuestro alrededor, como las corrientes calientes que se desprenden de los hornos. Cuando oí el gruñido de Peter, me retorcí y sacudí las piernas para ayudarle a quitarme los pantalones. Un segundo más tarde, interrumpió el beso, me los sacó por los pies y se los arrojó al señor Wong.

Al momento siguiente estaba encima de mí otra vez, como una manta de fuego. Sus llamas me abrasaron la piel e incendiando mi cuerpo hasta convertirlo en un frenesí de calor y deseo. Cuando se incorporó para mirarme con un brillo pecaminoso en los ojos, empecé a quitarle la ropa. Sus amplios hombros eran una muralla de músculos sólidos cubierta de tatuajes de líneas suaves y puntiagudas. Aquellas líneas, enérgicas y fluidas, marcaban los límites entre el cielo y el infierno, y se fundían tan bien con la apariencia natural y etérea de Peter que parecían respirar a la misma vez que él. Deslicé las palmas por su pecho, robusto como el antiguo acero templado, hasta su durísimo abdomen, que se contrajo ante el contacto de mis manos.

Al final, bajé la mano aún más para rodear su erección, aunque apenas conseguí abarcarla con los dedos. Él resopló con fuerza y me sujetó las muñecas para inmovilizarme mientras luchaba por recuperar el control. Se incorporó sobre las rodillas, temblando de necesidad.

—Quiero que esto dure.

Yo lo quería dentro de mí. Sin hacer caso del tobillo dolorido, me apoyé en los talones, me subí encima de él y lo introduje en mi interior. Aspiré con fuerza y apreté la mandíbula para controlar el placer que estalló en mi vientre. Peter se convirtió en mármol dentro de mí y me rodeó con los brazos para impedir que me moviera. Le concedí un minuto mientras me deleitaba con la sensación de tenerlo dentro, con aquella rigidez exquisita que me llenaba casi hasta el límite.

Aunque permanecí completamente quieta, estaba al borde del orgasmo, y el estallido se acercaba más y más a cada instante. Luché contra las manos que me sujetaban, ansiosa por moverme, por llegar. Enredé los dedos en su cabello para sujetarme e intenté empujar con las piernas sin ningún éxito. Peter soltó un gruñido y me apretó contra su cuerpo con brazos de acero.

Y un instante después dejó escapar un gemido gutural, me tendió de espaldas y se hundió hasta el fondo en mi interior con una poderosa embestida. Respiré hondo y retuve el aire en los pulmones mientras él se retiraba con un movimiento lento y meticuloso.

Me torturó durante varios minutos más, deteniéndose cuando yo estaba a punto de llegar, retirándose cuando le clavaba las uñas en aquellas nalgas de acero para pedirle más. Poco a poco, muy despacio, incrementó el ritmo, aceleró la cadencia e intensificó más y más el infierno que se había desatado en mi vientre, hasta que el orgasmo estalló dentro de mí. Con una interminable descarga de adrenalina, el dulce escozor del clímax me recorrió de arriba abajo, inundando todas y cada una de las moléculas de mi cuerpo. Eché la cabeza hacia atrás, me mordí el labio inferior y me preparé para cabalgar la ola, estremecida por su intensidad.

Peter llegó un momento después y me provocó un segundo orgasmo que se extendió a través de mis venas. Pero aquel fue diferente. Fue más intenso. Más... importante.

Dentro de mi cabeza, las estrellas estallaron para convertirse en supernovas incandescentes. En mi mente se formaron galaxias que me permitieron presenciar el nacimiento del universo. Los escombros formaron los planetas mientras la gravedad se extendía y sometía a los elementos a su voluntad. Los gases y las capas de hielo se transformaron en esferas orbitantes; algunas de ellas comenzaron a brillar contra la negrura de la eternidad y otras salieron disparadas a través del cielo a una velocidad imposible.

Pude contemplar cómo tomaban forma el planeta Tierra y su magnetosfera, la capa que condecía al brillante orbe azul la capacidad de sustentar la vida, como un escudo que lo protegiera del cielo. Vi una masa de tierra dividirse para convertirse en muchas. Vi el ascenso de los ángeles y, más tarde, la caída de unos cuantos.

Liderados por un hermoso ser, los caídos se escondieron en las rocas y en las grietas de todo el universo, allí donde el magma más ardiente ascendía y descendía como los océanos terrestres.

Fue entonces, tras una breve guerra entre los ángeles, cuando nació Peter. Casi idéntico a su padre, fue creado a partir del calor de una supernova y forjado con los elementos de la tierra. Ascendió entre sus filas con rapidez y se convirtió en un gran líder muy respetado. Superado en rango tan solo por su padre, comandó millones de soldados; un general entre ladrones más hermoso y poderoso que su progenitor, con la llave de las puertas del infierno grabada en su piel.

Pero eso no sirvió para aplacar el orgullo de su padre. Quería el cielo. Quería el control absoluto sobre todos los seres vivos del universo. Quería el trono de Dios.

Peter acató todas las órdenes del rey de las tinieblas y aguardó la aparición de un portal nacido en la tierra, un pasaje directo al cielo, una forma de salir del infierno. Puesto que era un rastreador con sigilo y habilidades intachables, se abrió camino a través de las puertas del inframundo y encontró portales en los rincones más lejanos del universo.

Y al final me encontró. Por más que lo intenté, no pude verme a través de sus ojos. Lo único que conseguí percibir fue un millón de luces idénticas tanto en forma como en tamaño. Pero él se esforzó más y logró divisar una luz de hilo dorado, una hija del sol brillante y resplandeciente. La luz se volvió hacia él y sonrió al verlo. Y aquello fue la perdición de Peter.

Caí en picado al presente y sentí que Peter se incorporaba sobre los brazos con expresión alarmada.

—No quería que vieras eso —dijo con una voz agotada, jadeante.

Yo aún temblaba. Los orgasmos, que ya comenzaban a disiparse, me habían dejado muy débil.

—¿Esa era yo? —susurré, atónita.

Se tumbó a mi lado para recuperar el aliento, apoyó la cabeza en un brazo y me observó. Por primera vez, me di cuenta de que sus ojos parecían pequeñas galaxias con un millón de estrellas brillantes.

—No intentarás huir de mí otra vez, ¿verdad?
—¿Serviría de algo? —pregunté, demasiado desconcertada para sonreír. Peter levantó uno de sus fuertes hombros.
—Si supieras de lo que eres capaz, puede que sí.

Un comentario muy interesante. Me puse de lado para verle la cara. Sus ojos tenían un brillo satisfecho y relajado.

—¿Y de qué soy capaz exactamente?

Sonrió, y su hermoso rostro, demasiado apuesto para ser humano, se suavizó bajo mi mirada.

—Si te lo dijera, perdería la ventaja.
—Vaya... —Acababa de encajar una de las piezas del puzzle—. El general consumado tiene más trucos en la manga que un mago veterano.

Bajó la barbilla, como si se sintiera avergonzado.

—Eso fue hace mucho tiempo.

Su cuerpo brillaba junto al mío, y no pude evitar recorrer con la mirada las colinas y los valles que formaban su maravillosa forma humana. De repente me di cuenta de que estaba lleno de cicatrices, algunas diminutas y otras, no tanto. Me pregunté si eran el resultado de su vida con Earl Walker o de su vida como general del infierno.

—¿Qué querías decir con eso de «ya no»? ¿Por qué dijiste eso cuando te pregunté si Satán te estaba buscando?

Deslizó un dedo perezoso alrededor de mi ombligo, y eso originó diminutos terremotos que me llegaron a lo más hondo del alma.

—Quería decir que ya no me busca.
—¿Se ha rendido? —pregunté, esperanzada.
—No. Me ha encontrado.

Me quedé boquiabierta, aterrada.

—Pero ¿eso no es malo?
—Muy malo.

Me senté para poder verle mejor la cara.

—Entonces tienes que volver a esconderte. No sé dónde estabas antes, pero tienes que regresar allí y ocultarte.

Pero ya lo había perdido. Algo que escapaba a mi percepción me había robado su atención. Un instante después estaba de pie, envuelto en la capa negra con capucha. Examiné la estancia, pero no pude percibir lo que él veía, y eso me asustó, sobre todo después de lo que acababa de presenciar. Había muchas cosas que no podía ver, muchas cosas a las que no tenía acceso y que me rodeaban a cada minuto del día.

—Peter —susurré, pero casi antes de que terminara de pronunciar su nombre, estaba delante de mí, tapándome la boca con la mano.

La capa me provocó un hormigueo en la piel e hizo que saltaran chispas en mis terminaciones nerviosas, como la electricidad estática.

Con los ojos en llamas, Peter cambió de forma y se disolvió entre dos mundos. Un instante después apartó la mano de mi boca y la sustituyó por sus labios para darme un beso que me provocó escalofríos a pesar del calor del ambiente.

—Recuerda —dijo antes de desvanecerse—, si te encuentran, tendrán acceso a todo lo sagrado. Hay que mantener los portales ocultos cueste lo que cueste.

Tragué saliva con fuerza al detectar el apremio y la tristeza de su voz.

—¿Cueste lo que cueste? —pregunté, aunque conocía la respuesta.
—Si te encuentran, tendré que exterminar tu fuerza vital para cerrar el portal.

Me invadió una sensación de terror.

—¿Y eso qué significa?

Apretó los labios contra mi frente y cerró los ojos.

—Significa que tendré que matarte.

Se disipó ante mis ojos. Su esencia se me enredó en la piel y en el pelo, hasta que solo quedaron los elementos más frágiles, que cayeron con suavidad al suelo. Por primera vez en mi vida, supe lo que estaba en juego. Tenía respuestas que ya no deseaba.

No pude evitar sentirme un poco traicionada, aunque no podía culpar a nadie salvo a mí misma.

Sabía que salir con el hijo de Satán no traería nada bueno.

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Volvi solo seguire con esta novela la otra la estoy publicando en wattpad siganme soy @Lalixshine o Lalita_16 tal vez suba esta depende d si a ustedes les gusta o no.