viernes, 28 de abril de 2017

Capítulo 31

Capítulo 31


— ¿Vas a ver la tele en la tele? — preguntó mirándome muy seria con aquellos ojos azules como su madre.
— ¿En vez de en la tostadora? — Al ver que apretaba los labios y parpadeaba, esperando una respuesta, me rendí —. No, no voy a ver la tele en la tele.
— Vale.
Sonrió y entró sorteándome de un salto.
— Pero voy a ducharme en la ducha.
— Muy bien. — Encontró el mando a distancia, se dejó caer en el sofá y recogió las piernas bajo ella —. Mi madre ha cancelado la suscripción al cable.
— Venga ya — dije intentando reprimir una risa nerviosa.
Euge salió por su puerta y asomó la cabeza por la mía en ese preciso instante, también en pijama. La fulminé con la mirada, horrorizada.
Puso los ojos en blanco.
— ¿Ya te ha convencido para que vuelva a contratar el cable?
— Ma, ¿por qué ha de pagar yo que vos quieras estás sana? — protestó Rufi, tumbándose sobre la panza.
Insistí en la mirada horrorizada.
— No habrás sido capaz... — musité incapaz de ocultar mi rencor.
Suspiró y me tendió más papeles después de cerrar la puerta.
— Mi médico dice que debo perder peso.
— ¿El doctor Kyost? — pregunté.
El nombre de nuestro cliente potencial aparecía en el encabezamiento de las hojas que me había alargado. ¿Por qué iba un otorrinolaringólogo a recomendable que perdiera peso? Sobre todo si no solía visitarse con él.
— No, el doctor Kyost no. — Se acercó hasta la barra en zapatillas y tomó asiento en un taburete —. ¿Por qué iba a ir a visitarme con el doctor Kyost?
— Ah, son sus antecedentes. — Les eché un vistazo mientras le daba otro mordisco al burrito —. Y ¿qué tiene que ver lo de perder peso con el cable?
— No demasiado, salvo que la comida sana sale mucho más cara que la comida chatarra.
— Razón por la que no como sano. — Agité mi burrito de pollo delante de sus narices —. Que te sirva de lección.
— Tú no cuentas. Las petizas y terremotos no pueden opinar porque nunca ​paran.
— ¿Disculpa? ¿Me dijiste petiza? Que vos hayas tomado más levadura de lo normal no es mi culpa.
— El médico tiene razón. Tengo que empezar a controlarme. — De pronto pareció desanimada —. ¿Sabes lo difícil que es quitarme el café? Es lo primero que me ha quitado el doctor.
— Un, esto pone los pelos de punta. — Me quedé mirando al vacío, maravillada de cuánto nos unía —. También es difícil hacer que me quiten cosas como el chocolate, amo el chocolate. ¿Y si nos los cambiamos? — propuse, volviéndome hacia ella.
— Lo haría con los ojos cerrados si creyera que serviría de algo. ¿Qué opinas? — preguntó, señalando el expediente que me había dejado mientras se inclinaba sobre la barra y se servía una taza de café.
— Egue el café...
— ¡Tienes todos los canales de cine! — gritó Rufina, emocionada —. ¿Cómo es posible que no lo supiera?
— ¿En serio? — pregunté —. Con razón la factura es tan alta.— Me concentré en un artículo que hablaba sobre la primera esposa de Kyost —. La mujer del doctor Kyost fue hallada muerta en una habitación de hotel tras haber sufrido un ataque al corazón. — Levanté la vista y miré a Eugenia —. No podía tener más de veintisiete años. ¿Un ataque al corazón?
— Tú sigue — me recomendó Eugenia.

Capítulo 30

Capítulo 30


Antes de dirigirme a casa, me pasé por el Chocolate Coffee Café a por un buen capuchino con chocolate, por el Taco Macho a por un burrito de pollo con salsa extra, y por un veinticuatro horas a por un paquete de palomitas para microondas y algo de chocolate para pasar la noche, aunque no estaba segura de cuánto tiempo iba a aguantar despierta. Aún así, calculé que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades.
¿Qué había dicho Peter? ¿Que no estaba enfadado porque no quisiera estar conmigo, sino por todo lo contrario? ¿Cómo debía tomármelo? En mi interior reinaba el caos, aunque un caos feliz, así de desesperada y patética era por dentro. Sobre todo por las cosas que Peter hacía y que repercutían en mis extrañas. Cosas deliciosas, diabólicas, placenteras, capaces de provocar un infarto. Maldito fuera.
Antes de que acabara teniendo un orgasmo con tanta reflexión sobre aquel tema, abrí el móvil y llamé a Eugenia.
— Hola, jefa. ¿Dónde estás? — preguntó.
— He comprado algo para comer. ¿Qué te parece bailarinas del vientre profesionales?
— Pues, no sé, igual con unos rábanos picantes...
— No, como nueva profesión. Tenemos que pensar en el futuro y siempre he querido aprender a hacer la ola con la panza. Y no digamos ya toda la atención que atraería mi ombligo. El pobre está muy desaprovechado.
— Tienes razón — admitió, siguiéndome el juego —, ni siquiera sé cómo se llama.
Ahogué un grito y eché un rápido vistazo a mi panza.
— Creo que Stella no te ha oído, pero ten más cuidado. Ah, casi se me olvida, yo diría que la camarera del pelo corto y las cejas raras de Taco Macho es Batman.
— Ya decía yo. ¿Querías contarme algo aunque solo estuviera remotamente relacionado con el caso?
— ¿Te refieres a algo más aparte de que nuestro doctor Kyost ya hubiera estado casado antes?
— No te lo vas a creer, pero estaba a punto de llamarte para decírtelo. Es como si estuviéramos conectadas o algo por el estilo, como si tuviéramos PES.
— O percepción extrasensorial.
— Exacto. Di con el número de Melody Paz y le he dejado un mensaje en el móvil.
— Excelente. Me muero por saber la historia que hay detrás de los cargos que presentó contra un tal señor Naithan Kyost. Mientras tanto, quiero que averigües todo lo que puedas sobre la primera esposa de Kyost.
— Entendido. Volcaré todo lo que tengo hasta ahora en tu laptop. Vas camino a casa, ¿verdad?
— Hacia allá​ voy — confirmé doblando a la izquierda.
— ¿Lo ves? Ni siquiera hubiera hecho falta preguntártelo.
— Lo sé, pone los pelos de punta.
— ¿Cuántas tazas de café llevas hoy?
Conté con los dedos antes de recordar que debían permanecer sobre el volante en todo momento mientras se conducía.
— Siete — contesté, virando con brusquedad para esquivar por un pelo a un peatón aterrorizado.
— ¿Solo siete?
— Y doce expresos.
— Ah, bueno, no está mal. Para ti. Ahora que has hablado con Peter, tal vez ya puedas dormir. Qué se yo, igual deja de aparecérsete.
— Igual. En estos momentos, echar una cabezadita me suena a música celestial — dije sintiendo cómo aquellas palabras me lastraban los párpados y los animaban a cerrarse antes de recordar​ que debían de permanecer abiertos en todo momento mientras se conducía. Cuántas normas —. Aunque no estoy muy segura. Tengo la sensación de que puede controlarlo tanto como yo.
— Es todo tan cósmico... — comentó Euge, intuyéndose un suspiro nostálgico en su voz.
— Algo es, eso seguro. Vale, casi he llegado a casa. Estoy ahí en menos de dos minutos.
A las 8.23 en punto, y quien dice en punto dice más o menos, entraba a trompicones por la puerta de mi piso con comida, café y un DVD en la mano mientras rebuscaba el celular en el bolso. Benjamín me había enviado un mensaje. Seguramente era para ponerme a parir por haberlo despertado antes de que el sol saliera esa mañana. Lo abrí. Decía:
Cuatro: Te quiero a morir.
Contesté:
Es evidente que no lo suficiente.
— Hola, señor Wong — lo saludé, dejando caer lo que llevaba en los brazos sobre la encimera de la cocina.
A pesar de lo interesante que era la lista de Benjamín sobre las cinco cosas que jamás deberían decírselo al ángel de la muerte, tenía una mucho mejor para él: una lista de tareas. Pasar la aspiradora, limpiarme la nevera, quitar el polvo... Aunque estaba segura de que Eugenia preferiría que se lo echara.
Había empezado a ojear el informe que esta había dejado junto al señor Café — qué bien me conocía — cuando alguien llamó a la puerta. Ay, qué emoción. Igual me había tocado un millón de dólares. O puede que alguien quisiera venderme una aspiradora y se ofreciera a hacerme una demostración gratuita de cómo funcionaba. En cualquier caso, siempre salía ganando.
Dejé el burrito de pollo y le abrí la puerta a la suerte, consciente de que estaba dispuesta a hacer lo que fuera por permanecer despierta.
La hija de Euge, Rufi, esperaba al otro lado. Bueno, no de ese otro lado, sino del otro lado de la puerta. Habría sido alta para alguien de veinte años, pero tenía doce y ya me sacaba un a cabeza y media, cosa que la hacía muy alta. Hubiera jurado que esa mañana era varios centímetros más baja. Acababa​de salir de la ducha, por lo que el pelo, largo y rubio, le olía a champú de fresa y le caía sobre los hombros, medio enredado y húmedo. Llevaba un pijama rosa sin mangas y unos pantalones pirata que cubrían las largas y flaquitas piernas, sin duda sería una modelo como lo fue Euge. Piernas de bailarina. Era como una mariposa a punto de abandonar el capullo.

jueves, 27 de abril de 2017

Capítulo 29

Capítulo 29


Nos sentamos en la zona de recepción, en unas sillas alcochadas que se mecían. Tuve que echar mano de todas mis fuerzas para no aprovechar y echar un cabezadita.

— La doce años con el doctor Kyost — contestó, mirándome con profunda tristeza —. Es tan buena persona… Qué injusto que le pase esto justo a él.

Vaya. Podía entender que consiguiera engañar a los amigos y a la familia, pero ¿a alguien con quien llevas trabajando a diario los últimos doce años? ¿Quién era ese tipo?

— ¿Lo había notado distinto últimamente? ¿Le preocupaba algo? ¿Le mencionó alguna vez si creía que lo seguían o si recibía llamadas de alguien que no contestaba al descolgar?

Estaba intentando determinar hasta qué punto eran predeterminadas las acciones del médico, si se había fabricado una coartada de antemano. ¿Había planeado agredir a su mujer o había ocurrido en un momento de enajenación mental?

— No, no hasta esa mañana.
— ¿Podría explicarme qué sucedió?
— Bueno, en realidad no lo sé — admitió, sacudiendo la cabeza —. Me llamó a casa el sábado por la mañana, histérico, para​ decirme que ese día no podría pasar visita en el hospital y pedirme que le preguntara al doctor Finely si podía sustituirlo.
— ¿Le comentó que su mujer había desaparecido?

Extrajo un bolígrafo del bolsillo de la bata y asintió.

— Incluso me preguntó si me había llamado. Dijo que la policía estaba en su casa y que seguramente también vendrían a hablar conmigo.

Anotó unos números en un gráfico, lo firmó y cerró el expediente.

— ¿Fueron a verla?
— Sí. Una agente del FBI vino a mi casa a última hora de la tarde.
— ¿La agente Carson?
— Sí. ¿Trabaja con ella?
— En cierto modo — contesté, procurando no pillarme los dedos —. Entonces, ¿no apreció cambios importantes en su comportamiento en los días que precedieron a la desaparición de su mujer?
— No, lo siento. Ojalá pudiera serle de mayor ayuda.

En fin, seguía sin saber qué había sucedido, pero en cualquier caso no parecía premeditado. Aunque era obvio que el tipo era bueno.

— Después de todo por lo que había pasado…

Me quedé helada.

— ¿Por lo que había pasado?
— Sí, con su primera mujer.

¿Esas campanas que suenan entre un rotundo y otro? Pues sí, en mi cabeza.

— Ya, su primera mujer. Una tragedia.

La lágrima que titilaba en las pestañas por fin se abrió paso entre estas y rodó por la mejilla. Se volvió para buscar un pañuelo, azorada.

— Lo siento mucho. Es que… Ya me dirá usted, morir así, tan de repente.
— Claro, claro, no se preocupe, me hago cargo.

Intenté no fijarme en cómo le temblaban los rizos al sonarse la nariz.

— Que se le pasará el corazón, y encima estando de vacaciones. Él doctor Kyost se quedó muy solo después de ese duro golpe.

Por fin íbamos por el buen camino. ¿La agente Carson no había mencionado algo relacionado con aquello? ¿Algo como que bastaba un palito para que se le detuviera el corazón?

— Tiene razón, es increíble.

Tenía que investigar aquello cuanto antes. Y Julia parecía más apegada al tipo de lo que había creído en un principio. Me pregunté hasta qué punto podía atribuírsele a él la ceguera de su ayudante. El amor juvenil era un poderoso elixir. Tendría que habérmelo imaginado. Lo que llegué a hacer por Thiago Bedoya, el tipo por el que estuve colada en mi último año de curso. Por desgracia, por entonces iba al jardín de infancia, si no estoy segura de que se habría fijado en mí.

Capítulo 28

Capítulo 28


— Válgame Dios — dijo, cerrando el grifo —. Lo siento mucho señora Romero. ¿Está usted bien?

La mujer farfulló algo y se volvió hacia ella, fulminándola con la mirada.

—¡¿Qué?!
— Que si está usted bien — repitió muy alto.
— No te oigo. Se me ha metido agua en las orejas, mi’ja.

Bella me miró con una sonrisa colmada de paciencia.

— De todas maneras, tampoco me oiría. Ya lo he contado a la policía lo que sé.
— Iré a pedirles su declaración en cuanto pueda. Solo quería saber si usted advirtió algo fuera de lo normal. ¿Su amiga parecía preocupada por algo últimamente? ¿La notaba más ausente que de costumbre?

Se encogió de hombros mientras secaba el pelo de la señora Romero con una toalla. La mujer mayor había quedado enterrada bajo una gigantesca capa de color turquesa, por cuyo borde solo asomaban los pies.

— No nos vemos muy a menudo. Al menos, no tanto como antes. Pero sí es cierto que esa noche parecía un poco ausente — admitió Bella, ayudando a la señora Romero a ponerse en pie —, nostálgica. Dijo que si algo le sucediera, quería que supieramos que siempre nos querría.

Daba la impresión de que la señora Kyost sabía que su marido se traía algo entre manos.

— ¿Fue algo más concreta?
— No. — Sacudió la cabeza —. Lo dejó ahí, aunque parecía triste. Me sorprendió que nos llamará. Había pasado mucho tiempo y supuse que se alegraría de vernos, pero estaba muy abatida. — Me miró con pesar —. Si no hubiéramos salido, nada de esto habría ocurrido.
— ¿Por qué dice eso?

La seguí mientras ella acompañaba a la señora Romero a un sillón.

— Porque no volvió a casa.

Aquello me sorprendió.

— ¿Cómo lo sabe?
— Por Naithan​. Me dijo que nadie había desactivado la alarma, que si hubiera entrado por la puerta principal, habría quedado registrado.
— ¿Quiere decir que cada vez que alguien entra o sale de la casa queda registrado?

Saqué la libreta y lo anoté para investigarlo más tarde.

— Por lo que entendí, creo que sí, siempre que la alarma esté activada.
— ¡¿Qué?! — gritó la señora Romero.
— ¡¿Lo de siempre?! — preguntó Isabella​, a voz en cuello.

La mujer asintió y cerró los ojos. Estaba visto que era la hora de la siesta.

Le arranqué toda la información que pude antes de irme. Coincidía con los demás. Naithan era un santo varón, un pilar de la comunidad. Curiosamente, a pesar de lo mucho que Bella quería a su amiga, por lo visto era del parecer que su amiga tenía la culpa de que el matrimonio atravesara malos momentos. Aquel bendito era incapaz de hacer nada malo, claro, así que la culpable tenía que ser ella.

Viendo que mi lista se reducía a prácticamente nada, decidí pasarme por la consulta del médico antes de que cerraran, aprovechando que todo el mundo estaría cansado y solo tendría ganas de irse a casa. La gente solía hablar menos e ir más al grano en ese tipo de situaciones y, teniendo en cuenta que el médico siempre salía pronto para pasar visita en el hospital, supuse que ya se habría ido cuando entré en su consulta. Por lo visto era otorrinolaringólogo. Ni me molesté en tratar de adivinar a qué se dedicaba.

La recepcionista estaba recogiendo y se le hacía tarde para ir a buscar a su hija a la guardería. Por suerte, una de las ayudantes del médico, una audióloga llamada Julia, todavía seguía por allí, terminando el papeleo.

— ¿Lleva mucho tiempo trabajando para el doctor Kyost? — pregunté.

Julia era una joven de constitución robusta, cabello azabache y rizado, y demasiadas sotabarbas para considerarla guapa según el canon tradicional de belleza; sin embargo, poseía unas facciones agradables y una mirada cordial. No me resultaba difícil imaginárselo trabajando con niños. La sala de espera estaba llena de juguetes desperdigados por todas partes.

miércoles, 26 de abril de 2017

Capítulo 27

Capítulo 27



Vale, aquella mujer  me gustaba de veas, pero no pude reprimirme. Los agentes del FBI no solían estar por la labor de colaborar.

— ¿Le molestaría que le preguntara qué está ocurriendo aquí?
— ¿Disculpe?
— ¿Por qué comparte toda esta información conmigo?

Ahogó una risa.

— ¿Cree que no he oído hablar de usted? ¿De cómo ayudaba a su padre a resolver crímenes cuando él era inspector y de cómo ayuda ahora a su tío?
— ¿Ha oído hablar de mí?
— Pienso colgarme todas las medallas que pueda, señorita Esposito. No crea que me he caído de un guindo.
— ¿Soy famosa?
— Aunque en realidad sí que me he caído de un guindo, pero tenía apenas unos nueve años. No se olvide de añadir mi número al marcado rápido — dijo, antes de colgar.

¡Bingo! Tenía enchufe en el FBI. El día mejoraba por momentos. Y la hamburguesa con guacamole ayudaba.

Eugenia todavía no había conseguido dar con la hermana de la señora Kyost. Vivía en Buenos Aires, pero por lo visto viajaba muy a menudo por trabajo. Aún así, se me antojaba extraño que hubiera salido de la ciudad sabiendo que su hermana había desaparecido. Le di a Euge el nombre de Melody Paz para que averiguara lo que pudiera sobre ella y luego me pasé el resto de la tarde entrevistándome  con amigos tanto del buen doctor como de su esposa desaparecida. Según todas y cada una de las personas con las que hablé, el hombre era un santo. Lo adoraban. Eran a vista de todos la pareja perfecta. En realidad, todo era demasiado perfecto como para ser real. Parecía como si el tiempo hubiera utilizado un encantamiento o les hubiera lanzado un hechizo.

Tal vez había utilizado la magia. O puede que fuera sobrenatural. Al fin y al cabo, Peter era el hijo de Belcebú, quizás Naithan Kyost fuera el hijo de Dolly, la oveja clonada que Jim Hochalter adoraba en sexto. Dolly era una deidad muy conocida y, a menudo, incomprendida. Seguramente porque al ser un experimento científico en el que se clonó a un ser vivo hizo estallar la polémica entre la ética y la ciencia. Tampoco es que Jim fuese una persona con gran ética moral si no que era un loco apasionado de la ciencia.

Me detuve junto a Bella’s Princesa Beauty Salon y entré acompañada por el sonido de u timbre electrónico. Eso o volvía a oír pitidos. Bella era una amiga de la mujer desaparecida y una de las últimas personas que la habían visto la misma noche de su desaparición.

Una mujer con el pelo de punta y unas uñas increíbles me preguntó si podía ayudarme en algo.

— Por supuesto​, ¿está Isabella?
— Está en la parte de atrás, cariño. ¿Tienes hora?

Le echo un vistazo a mi pelo y me miró con cara de lástima. Me pasé una mano por la coleta, un tanto cohibida.

— No, soy detective privado y quería saber si podía hacerle unas preguntas.
— Cla-claro — balbució —, por allí — dijo, señalando la trastienda con una uña pintada a rayas, estilo cebra.
— Gracias.

Miré su peinado de reojo un última vez — igual podía contármelo​ y llevarlo despuntado — antes de dirigirme al fondo del establecimiento y entrar en una habitación con una pared ocupada por armarios y la otra por lavacabezas. Una mujer corpulenta de melena corta y despeinada se inclinaba sobre uno de aquellos chismes, lavando el pelo a una clienta. Siempre me había gustado ese olor tan característico de los salones de belleza, el modo en que los productos químicos se mezclaban con el perfume del champú y los kilos de laca que se aplicaban a diario a la clientela. Inspiré hondo y me acerqué a ella.

— ¿Es usted Isabella? — pregunté.

Me miró, esforzándose por sonreír.

— La misma — dijo, y sentí el gran abatimiento que le oprimía el pecho —. ¿Has traído la solución para la permanente?
— No, lo siento — me disculpé, palpándome los bolsillos —. Debo de habérmela dejado en casa. Soy detective privado. — Le enseñé la licencia para darle un toque más profesional —. Querría saber si le importaría que le hiciera unas preguntas sobre su amiga desaparecida.

Se sorprendió tanto que estuvo a punto de ahogar a la mujer bajo el chorro de agua.

martes, 25 de abril de 2017

Capítulo 26

Capítulo 26


Pregúntame sobre mi absoluta falta de interés.
(Camiseta)

En cuanto Jenny empezó a atar cabos y a hacerme preguntas sobre cómo había recibido el mensaje de Ronald y cómo me comunicaba con el otro lado, recordé que tenía prisa. Por suerte, lo comprendió y me ofreció otro perrito caliente picante antes de irme, pues el mío de caliente ya no tenía nada; sin embargo, para entonces se me habían quitado las ganas de perritos calientes y me inclinaba más por una hamburguesa con guacamole de Taco Macho. Además, en Taco Macho hacían un café muy bueno, suficiente para justificar que me pasara por allí.

Decidí llamar al agente del FBI al que le habían asignado el caso Kyost para ver qué podía sonsacarle.

— ¿Sí? ¿El agente Carson? — pregunté, tras tomar asiento en un reservado y empezar a apilar jalapeños en mi hamburguesa con guacamole.
— Soy yo — contestó una mujer al otro lado de la línea.
— Ah, genial. — Volví a colocar el panecillo en su sitio, me chupé los dedos y luego rebusque en el bolso hasta encontrar una libreta, aunque lo que encontré fue una servilleta donde hacía un tiempo había anotado un número de teléfono que había olvidado por completo. Tendría que arreglármelas con aquello. Le di la vuelta a la servilleta y apreté el pulsador del bolígrafo —. Me llamo Mariana Esposito y me ha contratado la familia de la señora Kyost para investigar su desaparición — dije, mintiendo un poco.
— Bueno, entonces estará en contacto con ellos y sabrá lo mismo que nosotros.

Había empleado un tono cortante que no admitía réplica, y discutir no era una de mis aficiones. Además, ya me las había visto anteriormente con el FBI en más de una ocasión, y no solo con esos pesados del Frente de Bebedores Independientes, sino con el FBI de verdad. Por lo visto, uno de los requisitos que pedían para ser agente federal era que no supieras jugar con los demás.

— Sí, por supuesto, sobre el caso sí, pero en realidad preguntaba por el señor Kyost.
— ¿En serio? — Había conseguido despertar su interés —. ¿No es quien la ha contratado?
— Bueno, sí y no. Digamos que todavía no he aceptado su dinero. Lo que me interesa es encontrás a la mujer, no hacer amigos.
— Me alegra oír eso — contestó la mujer, en un atisbo de sonrisa en la voz —, pero sigo sin ver…
— Naithan Kyost fue detenido cuando iba a la universidad. De hecho, cuando iba a la facultad de Medicina. Seguro que ya lo han comprobado.
— No hay nada en todo ese asunto que no pueda averiguar por su cuenta — dijo, tras un largo silencio durante el que intenté no mirar embobada a un travesti con los zapatos rojos de tacón de aguja más lindos que hubiera visto en mi miserable vida.
— Cierto, pero así es más rápido. Haré un trato con usted.
— Tendrá que ser bueno. — Oí que arrastraban una silla, como si se hubiera reclinado contra el respaldo para subir los pies en la mesa —. ¿Y bien?
— La llamaré en cuanto la encuentre.

Qué raro. No se burló, ni se carcajeó, ni rechinó los dientes, o al menos no de manera audible.

— ¿Y yo me llevo la mitad de los méritos? — se limitó a preguntar.
— Por descontado.
— Hecho.

¿Eh?

— La detención vino motivada — prosiguió — por una queja que presentó una de sus ex novias​. — Vale, aquello estaba siendo demasiado fácil —. Según la joven que puso la queja, Kyost se alteró mucho cuando ella quiso romper con él y le dijo que le bastaba con un palito. Él corazón se le detendría en cuestión de segundos y nadie podría acusarlo de nada. La jóvenes asustó y se fue con sus padres al día siguiente.
— No me extraña.
— La convencieron para que presentara cargos, pero era su palabra contra la de él. No tenía pruebas, no existía ningún informe sobre una conducta anómala anterior, y el fiscal del distrito se encontró con las manos atadas.
— Qué interesante. Un palito y el corazón se detendría, ¿eh?
— Sí, seguramente había aprendido algo en la facultad y decidido darle un uso equivocado.
— ¿Han hablado con ella, en vista de los nuevos acontecimientos?
— No, pero por lo que sé, todavía vive aquí. Supongo que podría hacerle una llamada.
— ¿Le importaría que lo hiciera yo?
— Usted misma.
— ¿Tiene el nombre? — pregunté, maravillada de lo bien que iba la conversación.
— Melodia Paz — contestó, tras revolver unos papeles.
— Un momento, ¿en serio? Fui al colegio con una tal Melodia Paz.
— Está en concreto tiene… Sí, aquí está. Ahora tendrá unos veintinueve años.
— Coincidiría, más o menos. Melodia o Melody como le decían iba dos cursos por delante de mí.
— Entonces tendrán muchas cosas de las que hablar, lo que me ahorra una cantidad ingente de tiempo y energía.

Capítulo 25

Capítulo 25


— Jenny, me llamo Mariana Esposito y tengo un mensaje para ti de un amigo tuyo — dije, después de que tendiera el perrito caliente picante y las patatas.

Volvió a mirarme. Una tristeza insondable se había instalado y establecido en ella, había llegado hasta el último rincón de su ser.

— ¿Para mi? — preguntó, sin el más mínimo interés.

¿Quién lo tendría?

— Sí. Esto va a sonarte muy raro, pero solo necesito que me prestes atención un minuto. — Entrelazó los largos y finos deseos y esperó —. Ronald dijo que te quería mucho.

Tragó saliva mientras asimilaba las palabras, lenta, metódicamente. Los ojos se le anegaron de las lágrimas que se abrieron paso entre las pestañas y rodaron por las mejillas como en la apertura de las compuertas de una presa, aunque no mudó de expresión.

— Miente — dijo, con la voz teñida de rencor —. Él jamás me diría algo así. Nunca.

Se dio la vuelta y regresó a la trastienda, dejándome con tres palmos de narices. En general, aquella experiencia podría enclavarse entre la beduina que cruzó cuando yo tenía doce años y me pidió que cuidara de los camellos de su padre y el aspirante a estrella del porno que se negó a cruzar hasta que no lo llamé doctor Amor, es decir, nada demasiado fuera de lo común, aunque tampoco demasiado dentro. Rodeé el mostrador y me dirigí a la trastienda.

— ¡No puede estar aquí! — gritó alguien, cuando localicé la sala de descanso.

Jenny se acurrucaba en una​ silla de plástico, con las mejillas húmedas y la mirada perdida en un póster de un gato que animaba a aguantar.

— Jenny, lo siento mucho — dije.

Se limpió la cara con la manga y me miró.

— Él jamás habría dicho algo así.

Maldita sea, qué poco me gustaba que me pillaran mintiendo. Prefería que mis mentiras pasaran desapercibidas, como la carrera de una estrella del cine a quien hubieran detenido y enviado a rehabilitación.

— Es que no fue eso justo lo que dijo.

Agaché la cabeza, avergonzada, y me prometí flagelarme más tarde.

Abrió la boca como si fuera a preguntar algo, con el semblante iluminado de pronto por la esperanza.

— Dijo, y lo digo con todo el respeto del mundo: «Me la trae al pairo».

Su expresión se transformó tan lenta y metódicamente como​ antes, y me estrechó entre sus brazos.

— ¡Lo sabía! — gritó, cuando un par de compañeros entraron en la atestada habitación para saber qué estaba pasando —. Sabía que era lo que había dicho. — Se incorporó e intentó explicarse, a pesar del nudo que se le había formado en la garganta —. Hacia el final ya apenas podía hablar de lo débil que estaba yo casi no lo entendía. — Se detuvo y enderezó la espalda para poder echarme una ojeada —. Un momento, tú eres la luz — dijo, abriendo los ojos desmesuradamente ante la súbita revelación.
— ¿La luz? — pregunté, con acaloro, inocencia y mirra.
— Claro. Cuando estaba… Poco antes de morir, dijo que veía una luz, pero que provenía de una mujer de cabello castaño y ojos marrones casi dorados y… — bajó la vista hacia mis pies — botas de motorista.
— ¿En serio? — pregunté, pasmada —. ¿Me vio? Es decir, tendría que haberse dirigido hacia la otra luz. Ya sabes, la principal, la vía directa. A mí me dejan para los que han muerto y no suben de inmediato. — Bajé la vista. Me fastidiaba no poder ver lo que veían los muertos: el brillante y atrayente faro —. Tengo que hacerme mirar la potencia eléctrica.
— ¿Dijo que se la traía al pairo? — preguntó, pasando por alto el hecho de que estaba ante una luz que atravesaban los muertos. Ya caería en ello más tarde, seguro.
— Sí — contesté, con una tímida risa —. ¿Qué significa?

Su cara se iluminó con una sonrisa cegadora más potente que la parrilla de focos de un coche patrulla.

— Significa que quería casarse conmigo. Era una especie de código secreto. — Sus dedos juguetearon con un hilo suelto que asomaba entre las costuras de la camisa —. No nos gustaba discutir en público, por eso teníamos códigos secretos para todo, incluso para las cosas buenas.
— Ah — dije, comprendiendo por qué antes había reaccionado de aquel modo —, y «te quiero mucho» vendría siendo…
— Antes prefiero que un ejército de hormigas de fuego me saque los ojos que seguir viendo tu cara ni un segundo más — contestó, esbozando una sonrisa avergonzada.
— Ah, vaya, así que os inventasteis un código, ¿eh?

Ahogó una risa, pero el dolor no tardó en volver a reclamarla y la sonrisa se fue borrando. La joven Jenny se rehizo como pudo e intentó hacerlo retroceder por deferencia a mi.

— No, por mí no es necesario que te reprimas — dije, poniéndole una mano en el hombro.

Las lágrimas reaparecieron al instante y volvió a abrazarme. Permanecimos así largo rato, mientras buena parte de la plantilla masculina de toda clase y condición se pasaba por la habitación para ver qué demonios ocurría, casi siempre con la esperanza de pescar a dos chicas en acción.

lunes, 24 de abril de 2017

Capítulo 24

Capítulo 24


— ¿Sabes qué? No es mala idea. ¿Qué te parecería reconvertirnos en fontaneras? Tengo una bichitos la mar de resultona.
— De momento, yo paso.
— ¿Estás segura? Llevan llaves inglesas.
— Del todo. Bueno, ¿qué tal estás? — preguntó.

Por el tono de voz, adiviné que se refería a la conversación anterior sobre Peter.

— Estoy bien. Gracias a ese encuentro tengo suficiente material para alimentar un millar de solitarias noches en vela.
— Maldita sea, Lali, ¿es que nunca aprenderás a documentar estas cosas? Necesito imágenes, organigramas.
— Eh, voy a pasarme por el Super Dog’s para comer algo rápido y transmitir un mensaje a la novia de un muerto. Podrías venirte.
— No, gracias.
— ¿Es por mi moral cuestionable?
— No, es porque son las tres de la tarde y tengo que ir a recoger a Rufina al colegio.
— Ah, vale. Entonces, ¿lo de la moral no te preocupa?

Se echó a reír y colgó.

Llamé a Nicky, mi nervioso y cuida tío, inspector del Departamento de Policía de Buenos Aires, preguntándome qué querría esta vez. Gracias a él, dicho departamento me​ había contratado como asesora y le echaba una mano en sus casos con cierta regularidad y frecuencia. La paga no estaba nada mal. El acceso a su base de datos estaba mejor.

— ¿De qué va eso de los desagües? — quise saber cuando descolgó —. Porque suena casi incestuoso.
— Ah, quiere decir que me llames cuanto antes, en clave.
— ¿En serio? — Entrecerré los ojos, pensativa —. ¿Y no podrías limitarte a decir que te llamara cuanto antes?
— Supongo que sí. Quería ser un poco moderno.
— Tío Nico, ¿por qué no se lo pides y te dejas de tonterías? — dije, reprimiendo una risita un poco oportuna.
— ¿A quién?
— Ya sabes a quién.

No hacía mucho que bebía los vientos por Emilia ¿Perturbador? Por supuesto. Se mirara como se mirara. Pero era un buen tipo y se merecía una buena chica. Por desgracia, tendría que conformarse con Emilia, la profesora de baile de la pequeña Rufi.

Emilia era una mujer alegre, especial con una paciencia única, muy tranquila, rubia de ojos claros y una sonrisa que nada podía borrarla de su cara. Parecía toda una modelo pero tenía dos virtudes que convirtió en pasión y en su profesión. Bailaba como si se tratase de un ángel y su voz daba paz, se llevaba tan bien con Rufi y sus alumnas que pareciera que era una amiguita más del grupo en vez de la profesora de baile. También se llevaba bien con los tutores y sobre todo era hija de un compañero del tío Nico.

Ellos se conocieron en un baile de disfraces que organizó el padre de Emilia, ella iba de princesa con un vestido lila con una máscara estilo mariposa del mismo color del vestido con detalles plateados; en cambio Nicky iba vestido de Indiana Jones como siempre le ha gustado la aventura, de hecho ha practicado toda clase de deportes de riesgo e incluso participó en un “en busca del tesoro”.

— ¿En qué andas ahora? — preguntó.
— Tengo una esposa desaparecida.
— Ni siquiera sabía que estuvieras casada.
— Qué graciosito. ¿Qué sabes de un tal doctor Naithan Kyost? — dije, mientras iba mirando los letreros en busca de un lugar donde vendieran un perrito caliente gigantesco.

Nunca conseguía recordar si el Super Dog's estaba junto al McDonald’s o a la boutique para mascotas veinticuatro horas Doggie Styles 24. Lo único que me sonaba era que tenía connotaciones de perros.

— Sé que su mujer ha desaparecido — contestó.
— ¿Eso es todo?
— Resumiendo.
— Vaya, qué lástima, porque lo hizo él.
— La madre del cordero, ¿estás completamente segura?
— La oveja, y si estoy tan segura como el resultado de un test de embarazo un mes después del baile de fin de curso.
— Esto es un bombazo. ¿A quién tienes trabajando en ello?
— A Eugenia.

Lanzó un hondo suspiro, Eugenia para mi tío era una sobrina más.

— Bueno, llevo unos diecisiete meses de retraso de papeleo, pero le echaré un vistazo a ver si tenemos algo sobre ese tipo.
— Gracias, Nico. Ya puestos, ¿podrías conseguirme una copia de las declaraciones?
— Claro, ¿por qué no?

Ahí estaba, junto al despacho de abogados de Sexton and Hoare.

— Tendrías que venir a comer conmigo al Super Dog's.
— No.
— ¿Es por mi moral cuestionable?
— No, es porque tendré ardor de estómago por tanta comida chatarra. Sabes que me gusta comer bien.
— Pero una vez al año no hace daño. Entonces, ¿lo de la moral no te importa?
— Paso Lali, y no me importa tanto cómo ganar peso y parecerme a una bolita por la panza.

Era bueno saberlo. Al menos la gente que me rodeaba no parecía avergonzarse demasiado de mí.

Aparqué junto al Super Dog's y entré, buscando la plaquita identificativa donde se leía el nombre de JENNY. Quiso la suerte que se tratara de mi cajera. Primero hice mi pedido, consciente de que en cuanto le transmitiera el mensaje de Ron, el payaso fallecido recientemente que me había encontrado en el salón esa mañana, me bombardearía con preguntas y mi aspiración de comer un perrito caliente picante tendría como final una muerte triste y solitaria.

En aras del romanticismo, decidí no repetir el mensaje de Ron palabra por palabra. Jenny era una joven muy linda, de cabello rubio y unas cejas de supermodelo que seguramente se merecía algo mejor que un rápido «me la trae al pairo», el mensaje del payaso.

Capítulo 23

Capítulo 23


Por lo general le habría guiñado el ojo o algo por el estilo, pero parecía demasiado joven, incluso para mí. No quería dar alas a su pubescentes ilusiones.

— No hay de qué, señora.

Se tocó el casco antes de volverse a cargar el tablón al hombro.

Fui sorteando cascotes y escombros con cuidado y atravesé el hueco que algún día cerrarían unas puertas.

— ¿Señor Pierce?

Al otro lado se encontraba un hombre descomunal estudiando una pila de planos. Tenía unas espaldas tan anchas que incluso debía de resultarle incómodo. Había visto puertas de cámaras acorazadas menos intimidantes. El hombre​ levantó la vista, sin apenas demostrar mayor interés.

— Sí.
— Hola. — Me acerqué a él y le tendí mi mano, rezando para que no me la estrujara muy fuerte —. Me llamo Mariana Esposito. Soy detective privado y trabajo en el caso de su hermana.

Su semblante se ensombreció al instante en cuanto mencioné a su hermana, de modo que bajé la mano, obedeciendo a mi instinto de supervivencia.

— Ya se lo he dicho a su ayudante, no tenemos nada de qué hablar.

La carga emocional que se escondía tras aquella respuesta — impregnada de rabia, preocupación y resentimiento — me golpeó de frente con tal fuerza que me quedé sin aire y necesité unos segundos para recuperarme, durante los cuales él se dedicó a enrollar los planos y a ladrar órdenes a un grupo de hombres que se encontraba en otra habitación. Se pusieron en marcha de un salto, literalmente.

— Señor Pierce, créame, estoy de parte de su hermana.

El ceño fruncido con el que me topé podría haberle aflojado lo suficiente el esfínter incluso al asesino más despiadado y cruel. Si las miradas matasen ya habría muerto hace varios minutos.

— ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

El papel que llevaba en la mano se rindió a la presión que ejercía sobre él y fue afeitándose a medida que cerraba el puño.

— Mar — dije, tragando saliva —. Mar Rinaldi.

Entrecerró los ojos.

— Creí que era Mariana o Carla, o algo por el estilo.
— Lo era. Me lo cambié hace muy poco y aún no me he acostumbrado.
— ¿Sabe lo que hago con quienes se meten con los de mi familia?
— Y me mudo a Norteamérica.
— Me ensaño.
— Y puede que me haga una operación de cambio de sexo. Jamás me reconocería, en caso de que me buscara.
— ¿Hemos terminado?

Maldita sea. Pregunta trampa. Se dio la vuelta y echó a andar hacia la oficina. Tendría que haber dicho que sí, en serio, tendría que haberlo hecho, pero no podía permitir​ que se llevara tan mala impresión de mí, es decir, él de una masa de ser humano temblorosa como algo gelatinoso e invertebrado. Eugenia se equivocaba. Iba a morir en una maldita obra. Y desde luego regresaría para rondarla.

— Miré, imbécil — dije en demasiada voz alta.

Se detuvo en seco y se volvió hacia mí, boquiabierto. Más o menos como todo el mundo, pero aquello era algo entre el duque y yo.

Me acerqué a él y bajé la voz.

— Lo entiendo. Cree que trabajo para el doctor MesSientoBien y por eso no confía en mí. — Ladeó la cabeza, como si de repente le interesara lo que tuviera que decirle —. Pues no es así, no me ha pagado ni un solo centavo. Estoy buscando a su hermana, y si usted no quiere ayudarme, es cosa suya, pero si hay alguien que puede encontrarla, esa soy yo. — Busqué una tarjeta visita en mi chaqueta y se la tendí como la cogía opté por metérsela en el bolsillo de la camisa. El bolsillo de su camisa cubría unos pectorales de miedo —. Llámeme si quiere saber dónde está — añadí, asombrada de seguir consciente.

Acto seguido, di media vuelta y regresé a mi coche antes de que pudiera desmayarme.

— ¿Que le dijiste qué? — preguntó Euge. Su voz subió una octava en solo cuatro palabras.

Sonreí y me recoloqué el teléfono mientras cambiaba de marcha.

— Mire, imbécil.
— Ay, dios del cielo mío. Espera, ¿es lo que le dijiste a Daniel Pierce o es lo que estás diciéndome a mi?

Qué graciosa.

— Fui a ver a Rocket para averiguar si la señora Kyost seguía viva o muerta, pero habían soltado al rottweiler.

Rocket era un muerto,un verdadero genio que vivía en un manicomio abandonado, el cual me​ veía obligada a allanar cada vez que necesitaba verlo. Conocía el nombre de todo aquel que hubiera nacido y el lugar que ocupaba en el gran orden del Universo. Él podría decirme si la señora Kyost seguía viva o si el buen doctor ya había movido ficha, una pequeña información que me sería de gran ayuda. Sin embargo, una banda de motoristas que ahora era dueña del frenopático también lo era de​ un montón de rottweilers y, gracias, pero prefería seguir conservando mis cortas piernas.

— ¡Puf!, maldito rottweiler. Entonces, ¿crees que está casado?
— Bueno, no lo sé, Euge, pero estoy segura de que preferiría algo con cuatro patas.
— El rottweiler no, el hermano de la señora Kyost. Ah,ha llamado tu tío. Ha dicho que necesita que le desatasques el desagüe o algo parecido. ¿Ya has encontrado una profesión nueva?

Resoplé y luego, mentalmente, recuperé el resoplido y lo sustituí por un epifanía.