Capítulo 18
Sus facciones se habían endurecido desde el instituto, habían madurado, pero aquellos ojos color verde eran inconfundibles. Había acabado de desarrollarse, de aquello no cabía duda, algunas partes de su cuerpo más que otras, y aunque seguía siendo esbelto, la envargadura de sus hombros hacia que las esposas parecieran muy incómodas.
El cabello castaño y la falta de afeitado enmarcaban el rostro más bello que jamás hubiera visto. Tenía unos labios carnosos, sensuales listos para ser besados, y los ojos seguían siendo como los recordaba, de color verde, salpicados con motas color miel y dorados rodeados de unas pestañas increíblemente espesas. Brillaban incluso bajo la luz artificial que nos alumbraba.
Diez años en la cárcel. En aquel lugar. Sentí una opresión en el pecho de solo pensarlo y me invadió un extraño deseo de protección.
Por desgracia, él también lo sintió y me lanzó una mirada glacial.
— Dile que todo está bien — dijo, y sólo entonces comprendí que Nico seguía en la sala.
Respiré hondo, intentando recuperar la compostura.
— Todo está bien, Nico. Gracias.
Nico vaciló, señaló a la cámara para recordármela y luego se fue, cerrando la puerta tras él.
— Cuántas atenciones — comentó, mientras tomaba asiento y reparaba en la carpeta que había sobre la mesa.
Las cadenas tintinearon contra el metal cuando colocó las manos encima.
Yo también me senté.
— ¿Quë?
Señaló la puerta con un gesto de cabeza.
— Riera. — Y añadió, en tono desaprobadora —: Y tú.
Un esbozo de sonrisa amarga ladeó la comisura de sus labios.
Sabía muy bien qué era capaz de hacer aquella boca, por mis sueños, por nuestros encuentros, pero nunca en persona.
— ¿Qué pasa con Nico y conmigo? — pregunté, fingiéndome ofendida, aunque estaba demasiado desconcentrada como para mirarlo atónita —. Fuimos juntos al instituto.
Enarcó una ceja, como si aquello lo hubiera sorprendido.
— Vaya, qué conveniente.
— Supongo que sí.
En ese preciso instante sentí que alguien arrastraba mi silla y ahogué un grito. Peter había enroscado un pie en una de las patas y me acercaba a la mesa.
Iba a protestar cuando se llevó un dedo a los labios.
— Chist — susurró, con mirada traviesa.
Tras cortar la distancia que nos separaba, bajó la vista hacia mí busto.
Al arrimarme al borde de la mesa, el jersey se había estirado y se me había pegado al cuerpo, con lo que Peligro y Will Robinson quedaban mejor definidas.
— Así está mejor — dijo, visiblemente complacido. Estaba a punto de reprenderlo cuando preguntó —: ¿Cuánto hace que lo sabe?
Lo miré confusa.
— ¿Quién? ¿Que sabe qué?
— Riera — contestó, levantando la vista—. ¿Cuánto hace que sabe lo que soy?
Me quedé sin aire. Balbucí, estrujándome los sesos para encontrar una respuesta que no implicará necesariamente la muerte de Nico.
— Yo… No sabe nada.
— Ni se te ocurra.
Apenas había alzado la voz y aún así si un respingón, como si hubiera gritado.
— ¿Cómo sabes…?
— Holandesa.
Chascó la lengua y ladeó la cabeza, a la espera, y comprendí que no tenía sentido seguir mareando la perdiz.
— No lo sabe, al menos no sabe todo. No es una amenaza para ti — aseguré, intentando convencernos a ambos.
Cuando en mi última visita le solté a Nico que Peter era el hijo del carnero, puse la vida del subdirector de la prisión en peligro. Lo supe en cuanto las palabras abandonaron mi boca. No era como decírselo a Eugenia o a Candela. Nico estaba encerrado en el mismo lugar que él un día sí y otro también. Sinceramente, había sido el peor error que había cometido, una de las cosas más estúpidas que había hecho en toda mi vida.
— Puede que te vas razón — dijo, y casi se me escapa un suspiro de alivio —. ¿Quién !O creería?
Levantó la vista y miró a la cámara con una sonrisa que destilaba una muda advertencia.
Tuve la sensación de que apenas lo conocía, cosa que era cierta. Nuestros encuentros siempre habían sido breves y apasionados. Rara era la ocasión en que manteníamos conversaciones íntimas, y cuando lo hacíamos, invariablemente acababan igual. Aunque decir que me arrepentía un solo instante de haberme acostado con un ser forjado en el fuego del pecado sería una mentira muy grande. Su cuerpo — tanto el incorpóreo con o el terrenal — estaba hecho de acero fundido, su pasión era insaciable, y cuando me tocaba, cuando nuestros labios se unían y su cuerpo se abría paso en mi interior, todo lo demás dejaba de existir.
Solo de pensarlo, sentí una opresión en el vientre e inspiré hondo, despacio.
Me miró con atención, como si intentará adivinar mis pensamientos, por lo que cerré los dedos sobre la carpeta que había llevado, tratando de serenarme. Contenía las transcripciones del juicio, una copia de sus antecedentes y los informes de conducta de la prisión, al menos a los que Nico me había dado acceso. El perfil psicológico estaba vedado. Y sabía que le habían hecho pruebas para determinar su nivel de inteligencia. ¿Cómo lo habían descrito? ¿Incalculable?
Decidí primero quitarme de encima todas aquellas preguntas antes de que nos centráramos en la verdadera razón que me había llevado hasta allí. Peter había sufrido maltratos físicos y psíquicos a manos del hombre que supuestamente había asesinado, razón esta última por la cual lo habían encarcelado. Sin embargo, nada de todo aquello había salido a la luz durante el proceso y quería saber por qué. Enderecé la espalda.
— ¿Por qué durante el juicio no se abordó la cuestión de malos tratos recibidos por parte de Bartolomé Bedoya Agüero?
Se quedó helado. La sonrisita despreocupada desapareció y un muro de desconfianza se alzó entre nosotros. Cambió de postura de manera apenas perceptible, se puso a la defensiva e inclinó los hombros en actitud hostil. Empezaba a respirarse una tensión cargada de recelo.
Cogí la carpeta con más fuerza. Necesitaba saber por qué se había quedado de brazos cruzados y había permitido que lo enviaran a la cárcel sin mover ni un solo dedo en su defensa, en defensa de sus actos.