jueves, 30 de marzo de 2017

Capítulo 18

Capítulo 18


Sus facciones se habían endurecido desde el instituto, habían madurado, pero aquellos ojos color verde eran inconfundibles. Había acabado de desarrollarse, de aquello no cabía duda, algunas partes de su cuerpo más que otras, y aunque seguía siendo esbelto, la envargadura de sus hombros hacia que las esposas parecieran muy incómodas.

El cabello castaño y la falta de afeitado enmarcaban el rostro más bello que jamás hubiera visto. Tenía unos labios carnosos, sensuales listos para ser besados, y los ojos seguían siendo como los recordaba, de color verde, salpicados con motas color miel y dorados rodeados de unas pestañas increíblemente espesas. Brillaban incluso bajo la luz artificial que nos alumbraba.

Diez años en la cárcel. En aquel lugar. Sentí una opresión en el pecho de solo pensarlo y me invadió un extraño deseo de protección.

Por desgracia, él también lo sintió y me lanzó una mirada glacial.

— Dile que todo está bien — dijo, y sólo entonces comprendí que Nico seguía en la sala.

Respiré hondo, intentando recuperar la compostura.

— Todo está bien, Nico. Gracias.

Nico vaciló, señaló a la cámara para recordármela y luego se fue, cerrando la puerta tras él.

— Cuántas atenciones — comentó, mientras tomaba asiento y reparaba en la carpeta que había sobre la mesa.

Las cadenas tintinearon contra el metal cuando colocó las manos encima.

Yo también me senté.

— ¿Quë?

Señaló la puerta con un gesto de cabeza.

— Riera. — Y añadió, en tono desaprobadora —: Y tú.

Un esbozo de sonrisa amarga ladeó la comisura de sus labios.

Sabía muy bien qué era capaz de hacer aquella boca, por mis sueños, por nuestros encuentros, pero nunca en persona.

— ¿Qué pasa con Nico y conmigo? — pregunté, fingiéndome ofendida, aunque estaba demasiado desconcentrada como para mirarlo atónita —. Fuimos juntos al instituto.

Enarcó una ceja, como si aquello lo hubiera sorprendido.

— Vaya, qué conveniente.
— Supongo que sí.

En ese preciso instante sentí que alguien arrastraba mi silla y ahogué un grito. Peter había enroscado un pie en una de las patas y me acercaba a la mesa.

Iba a protestar cuando se llevó un dedo a los labios.

— Chist — susurró, con mirada traviesa.

Tras cortar la distancia que nos separaba, bajó la vista hacia mí busto.

Al arrimarme al borde de la mesa, el jersey se había estirado y se me había pegado al cuerpo, con lo que Peligro y Will Robinson quedaban mejor definidas.

— Así está mejor — dijo, visiblemente complacido. Estaba a punto de reprenderlo cuando preguntó —: ¿Cuánto hace que lo sabe?

Lo miré confusa.

— ¿Quién? ¿Que sabe qué?
— Riera — contestó, levantando la vista—. ¿Cuánto hace que sabe lo que soy?

Me quedé sin aire. Balbucí, estrujándome los sesos para encontrar una respuesta que no implicará necesariamente la muerte de Nico.

— Yo… No sabe nada.
— Ni se te ocurra.

Apenas había alzado la voz y aún así si un respingón, como si hubiera gritado.

— ¿Cómo sabes…?
— Holandesa.

Chascó la lengua y ladeó la cabeza, a la espera, y comprendí que no tenía sentido seguir mareando la perdiz.

— No lo sabe, al menos no sabe todo. No es una amenaza para ti — aseguré, intentando convencernos a ambos.

Cuando en mi última visita le solté a Nico que Peter era el hijo del carnero, puse la vida del subdirector de la prisión en peligro. Lo supe en cuanto las palabras abandonaron mi boca. No era como decírselo a Eugenia​ o a Candela. Nico estaba encerrado en el mismo lugar que él un día sí y otro también. Sinceramente, había sido el peor error que había cometido, una de las cosas más estúpidas que había hecho en toda mi vida.

— Puede que te vas razón — dijo, y casi se me escapa un suspiro de alivio —. ¿Quién !O creería?

Levantó la vista y miró a la cámara con una sonrisa que destilaba una muda advertencia.

Tuve la sensación de que apenas lo conocía, cosa que era cierta. Nuestros encuentros siempre habían sido breves y apasionados. Rara era la ocasión en que manteníamos conversaciones íntimas, y cuando lo hacíamos, invariablemente acababan igual. Aunque decir que me arrepentía un solo instante de haberme acostado con un ser forjado en el fuego del pecado sería una mentira muy grande. Su cuerpo — tanto el incorpóreo con o el terrenal — estaba hecho de acero fundido, su pasión era insaciable, y cuando me tocaba, cuando nuestros labios se unían y su cuerpo se abría paso en mi interior, todo lo demás dejaba de existir.

Solo de pensarlo, sentí una opresión en el vientre e inspiré hondo, despacio.

Me miró con atención, como si intentará adivinar mis pensamientos, por lo que cerré los dedos sobre la carpeta que había llevado, tratando de serenarme. Contenía las transcripciones del juicio, una copia de sus antecedentes y los informes de conducta de la prisión, al menos a los que Nico me había dado acceso. El perfil psicológico estaba vedado. Y sabía que le habían hecho pruebas para determinar su nivel de inteligencia. ¿Cómo lo habían descrito? ¿Incalculable?

Decidí primero quitarme de encima todas aquellas preguntas antes de que nos centráramos en la verdadera razón que me había llevado hasta allí. Peter había sufrido maltratos físicos y psíquicos a manos del hombre que supuestamente había asesinado, razón esta última por la cual lo habían encarcelado. Sin embargo, nada de todo aquello había salido a la luz durante el proceso y quería saber por qué. Enderecé la espalda.

— ¿Por qué durante el juicio no se abordó la cuestión de malos tratos recibidos por parte de Bartolomé Bedoya Agüero?

Se quedó helado. La sonrisita despreocupada desapareció y un muro de desconfianza se alzó entre nosotros. Cambió de postura de manera apenas perceptible, se puso a la defensiva e inclinó los hombros en actitud hostil. Empezaba a respirarse una tensión cargada de recelo.

Cogí la carpeta con más fuerza. Necesitaba saber por qué se había quedado de brazos cruzados y había permitido que lo enviaran a la cárcel sin mover ni un solo dedo en su defensa, en defensa de sus actos.

Capítulo 17

Capítulo 17


— ¿Recuerdas lo que vi cuando lo trajeron aquí por primera vez?

Asentí con la cabeza.

— Claro.

La primera vez que había ido a visitarlo, Nico me había contado la historia de cómo se había enterado de lo que Peter era capaz. Hacia poco que había empezado a trabajar en la cárcel y estaba en la planta de la cafetería cuando vio que tres reclusos se dirigían hacia aquel chico de veintiún años que acababa de llegar junto con los presos comunes, recién salido de recepción y diagnosis. Peter. Carne fresca. Nico montó en pánico y se abalanzó sobre la radio, pero aun antes de que pudiera pedir refuerzos, Peter había anulado a tres de los hombres más peligrosos del centro sin despeinarse. Nico aseguraba que el joven se había movido tan rápido que ni siquiera había podido seguir sus movimientos. Como un animal. O un fantasma.

— Por eso estaré vigilándote a través de esa cámara — dijo, indicando el aparato que había instalado en un rincón —, y tengo un equipo preparado al otro lado de la puerta esperando la señal.
— Nico, si en algo aprecias a tus hombres, no puedes hacerlos entrar. Y lo sabes — repuse, lanzándole una mirada de advertencia.

Sacudió la cabeza.

— En el caso de que ocurriera algo, puede que consiguieran retenerlo lo suficiente para que te diera tiempo a escapar.

Me levanté y me acerque a él.

— Sabes que no es así.
— Pero, entonces, ¿qué quieres que haga? — preguntó, con aspereza.
— Nada — contesté, casi con un gemido —. No me hará nada, pero no puedo prometerte lo mismo de tus hombres si los haces entrar con porras y espray de pimienta. Puede que se moleste un poco.
— Tengo que tomar precauciones. La única razón por la que permito este encuentro… — Volvió a bajar la cabeza —. Ya la conoces.

La conocía. Peter le había salvado la vida. Fuera, en el mundo real, aquello significaba mucho. En la cárcel, su valor se multiplicaba exponencialmente.

— Nico, pero si ya en el instituto no podías ni verme.

Se atragantó intentando ahogar una risita y enarcó las cejas, sorprendido.

— Me halaga que te preocupes por mí, pero…
— No creas. — Sonrió de oreja a oreja —. ¿Sabes cuánto papeleo hay que rellenar cuando asesinan a alguien dentro de la cárcel?
— Gracias — dije, dándole unas suaves palmaditas.

Retiró mi silla hacia atrás.

— Quédate aquí quietecita mientras voy a echarles una mano para traerlo. No quiero problemas.
— De acuerdo. No me moveré.

Y así lo hice. Tenía el estómago revuelto a causa de la emoción, la adrenalina, el miedo y demasiado café. Se me hacía difícil creer que por fin fuera a verlo, en persona, consciente. Ya lo había visto antes en persona, pero o estaba en coma o inconsciente, después de haber sido torturado. Qué poco me gustaban las torturas.

La puerta se abrió unos minutos después, y me levanté con torpeza cuando un hombre esposado puso un pie en la sala y se volvió hacia el fornido funcionario de prisiones que lo seguía. Era Peter, y su presencia me dejó sin respiración. Tenía el mismo cabello castaño y desordenado, los mismos hombros robustos dignos de un rugbier sobre los que se tensaba la tela naranja del uniforme penitenciario, y las líneas precisas y nítidas de sus tatuajes se enroscaban en sus bíceps y desaparecían bajo las desconocía!Leídas mangas enrolladas. Era muy real y muy poderoso. El calor que desprendía, su seña de identidad, serpenteó hasta mí en cuanto se abrió la puerta.

El funcionario de prisiones bajó la vista hacia las manos esposadas de​ Peter, luego lo miró a la cara y se encogió de hombros.

— Lo siento, Lanzani. Se quedan donde están. Órdenes.

En ese momento apareció Nico Riera. Peter solo le sacaba unos centímetros, pero parecía muchísimo más alto que él.

Levantó las manos esposadas hacia el subdirector. Iban unidas a una cadena que se acoplaba a un cinturón y luego bajaba por las piernas hasta un nuevo par de grilletes que le rodeaban los tobillos.

— Sabes que no servirían de nada — le dijo a Nico, bañándome en su voz cálida y profunda.

Nico me miró.

— Nos darán unos segundos​ en caso de necesitarlos.

Peter lo imitó. Por primera vez después de diez años, volvía a mirar a los ojos al Peter Lanzani de verdad, al de carne y hueso, y creí que me flaqueaban las rodillas. Lo había visto muchas veces en un sentido más espiritual, cuando me visitaba en su estado incorpóreo, pero aquella tangibilidad era algo totalmente nuevo para mí. De hecho, la última vez que había visto su cuerpo terrenal, unos demonios aracniformes de garras afiladas como cuchillas intentaban descuartizarlo. A juzgar por el sensual torrente de adrenalina que en esos momentos corría por sus venas, parecía haberse recuperado bastante bien.

Igual que yo percibía su poca disposición a interrumpir el contacto visual, estaba convencida de que él podía sentir el calor que trepaba por mis piernas y prenetraba en mi vientre, una respuesta a su cercanía, y muy dentro de mí me sentí cohibida. Aunque también adivinaba el deseo de arrancarse aquellas esposas, en parte para fastidiar a Nico y en ​parte para apartar la mesa que se interponía entre nosotros. Y podría haberlo hecho. Podría haberse quitado las esposas como si estuvieran hechas de papel maché. Pese a todo, también advertía su ira soterrada y concentrada, y de pronto me alegré de contar con la cámara, de aquello sensación adicional de protección, por ridícula e inútil que acabara​ resultando si se daba la ocasión.

Se acercó a la mesa y la luz que iluminó su rostro me aceleró el pulso.

Capítulo 16

Capítulo 16

No me dejes caer en la tentación.
Ya tropiezo con ella yo solita.
(Camiseta)

Le mostré mi identificación al guardia que había junto a la garita de la penitenciaria de Santa Fe y este me hizo una seña para que pasara. Dejé el coche en el aparcamiento de visitas, cerca del nivel cinco, el ala de máxima seguridad de la prisión. En cuanto puse un pie en aquel edificio decorado con molduras de color turquesa, Nico Riera se acercó a mí, me quitó el café que llevaba en las manos y lo arrojó a una papelera. Vale. Mala idea.

— Eh, ¿qué pasa? — protesté con voz entrecortada, con la sensación de que unas mariposas bombardeaban en picado las paredes de mi estómago.

Nico y yo habíamos ido juntos al instituto, aunque no nos movíamos en los mismos círculos sociales y, desde luego, no éramos amigos. Él era un atleta, lo que solo explicaba en parte su actitud mezquina hacia mí durante nuestro paso por el instituto. No es que toda la culpa la tuviera él, pero echársela a Nico era más saludable que la imagen que tenía de mí misma.

Le había confiado a Joselin Guinda​, una “buena amiga”, mis secretos más íntimos, entre ellos uno insignificante relacionado con las palabras​ «exterminador» y «ángel», y no precisamente en ese orden concreto. Tendría que haberlo sabido. No sé por qué me sorprendió que se lo contara a todo el mundo, y que luego me dejara tirada como a un perro — cuando estaba claro que yo era más de quedarme tirada a la bartola — y me colgara el sambenito de rarita. Aquello último no se lo discutía, pero tampoco podría decirse que disfrutara de mi nueva condición de leprosa. Y Nico no se había quedado al margen, se había unido a las burlas y el escenario general, y había acabado por darme la espalda.

A pesar de que por aquel entonces Riera no se había tratado lo de mis aptitudes, había cambiado de opinión desde que nuestros caminos habían vuelto a encontrarse. Además, al ser el subdirector de la cárcel en la que Peter Lanzani había pasado los últimos diez años de su vida, no me había quedado más remedio que volver a relacionarme con él en mi búsqueda del hombre con más posibilidades de ganar el premio al Hijo de Satán Más Atractivo del Planeta. Asimismo, a raíz de un suceso ocurrido a la llegada de Peter a la prisión relacionado con la caída en cuestión de quince segundos de tres de los reclusos más peligrosos de toda la Pobla carcelaria, Nico había empezado a creer que existían cosas que ponían los pelos de punta y a las que difícilmente se les podía encontrar una explicación. Lo que Nico vio aquel día lo afectó de manera evidente, y sabía lo suficiente sobre mí para creer lo que le dijera. Pobre iluso.

Se dio media vuelta y echó a andar, un gesto sumamente grosero, aunque lo seguí de todas maneras.

— ¿Solo quiere hablar? — pregunté, apretando el paso para darle alcance —. ¿Te pidió que me llamaras? ¿Te dijo por qué?

No contestó hasta que dejamos atrás los puestos de seguridad.

— Pidió un tête-à-tête conmigo — dijo, echando un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie pudiera oírnos —. Así que fui a la planta, en fin, convencido de que iba a morir, consciente de lo cabreado que estaba porque cierta conocida de ambos lo había encadenado. — Me lanzó una breve mirada de soslayo —. Pero cuando llegué a su celda, lo único que me dijo era que quería hablar contigo.
— ¿Así, sin más ni más?
— Sin más ni más.

Cruzamos otro par de puestos de control, y luego me condujo a una sala sin ventanas en la que había una mesa y dos sillas, como las que utilizaban paras las visitas con los abogados. Era diminuta, pero las brillantes paredes blancas de hormigón ayudaban a minimizar la sensación de claustrofobia. Daba la impresión de que la ventanilla de la puerta, del tamaño de un sello, era el único modo que tenían los guardias de controlar visualmente lo que ocurría allí dentro.

— Vaya.
— Sí. ¿Estás segura de que quieres hacer esto, Lali?
— Por supuesto. ¿Por qué no habría de estarlo?

Me senté a la mesa, sobre la que dejé una carpeta que había llevado conmigo, sorprendida de que no me la hubieran confiscado.

— Bueno, déjame pensar. — Nico estaba nervioso y empezó a pasearse por la habitación. A pesar del tinte rubio para nada típico de los rubios naturales, todavía conservaba un buen físico. Por lo que había podido averiguar, no se había casado, lo que me resultaba bastante chocante. Siempre estaba rodeado de chicas en el instituto. Me miró, sin dejar de caminar —. Peter Lanzani es el hijo del Diablo — dijo, empezando a contar con los dedos, el pulgar el primero —. Es el hombre más poderoso que haya conocido jamás. — Índice —. Se mueve a la velocidad de la luz. — Corazón —. Ah, y está cabreado. — Puño contra el costado.
— Ya sé que está cabreado.
— Está cabreado como un demonio, Lali. Contigo.
— Venga ya. ¿Cómo sabes que está enfadado conmigo? Igual, con quién está enfadado es contigo.
— He visto lo que le hace a la gente que lo cabreado — prosiguió, haciendo caso omiso de mis palabras —. Es una de esas imágenes que se te quedan​ grabadas para el resto de tu vida, no sé si me entiendes.
— Te entiendo. Maldita sea.

Me mordí el labio.

— Nunca lo había visto así. — Lo pensó un momento y luego apoyó las palmas de las manos en la mesa —. Está diferente desde que ha vuelto.
— Diferente, ¿en qué sentido? — pregunté, preocupada.

Empezó a caminar.

— No sé. Está ausente, más de lo habitual. Y no duerme. No hace más que pasearse como un animal enjaulado.
— ¿Cómo tú ahora? — pregunté.

Se volvió hacia mí, y no parecía que le hubiera hecho gracia.

Capítulo 15

Capítulo 15


— De momento, te diría que salieras por patas, corriendo, pero se que eso es lo que yo haría. Llámame de aquí a una hora.
— Espera sentada — contesté, pero ya me había colgado.
Pues vaya, confiaba en que ella supiera cómo solucionar mis problemas.
Demasiado para asimilarlo de golpe. Lo entendía, ya lo creía que sí. Era difícil asimilar todo lo relativo a Peter Lanzani. Además, tendría que estar centrada en la esposa desaparecida del doctor Kyost en vez de ir de aquí para allá con la esperanza de obtener ausencia con el príncipe de las tinieblas. Estaba tan enfadado después de haberlo encadenado que desde entonces se negaba a verme, de ahí mi sorpresa ante la llamada de Nico Riera.
Todo empezaba a aflorar a la superficie. Todas las emociones relacionadas con Peter hervían a fuego lento en mi interior. Me había pasado media vida buscándolo, rezando una noche tras otra por encontrarlo, par acabar descubriendo que llevaba más de diez años en la cárcel, acusado de asesinato, cosa que me supuso una gran decepción, aunque por motivos puramente egoístas, porque me habría gustado estar con él, porque me habría gustado salvarlo aquella noche en que Candela y yo todavía íbamos al instituto y haberlo apartado de aquel infierno, de aquel monstruo. Pero él rechazó nuestra ayuda, y cuando me enteré de que había matado al hombre que le había propinado aquella paliza, tuve la sensación de haberle fallado. Y eso que por entonces ni siquiera sospechaba quien era, es decir, el hijo del Diablo, literalmente. No hacía mucho​ que había descubierto esa faceta.
— Crecer en el infierno tuvo que ser una mierda — dije, en voz alta.
— ¿Ya vuelves a hablar sola?
Me volví hacia el pandillero muerto de trece años que había aparecido en el asiento del acompañante.
— Eh, Yeyo, ¿cómo van las cosas por el otro lado?
Había conocido a Yeyo o como todos conocían como Stefano D'Gregorio la misma noche que a Peter. Había muerto hacía más de una década, cuando su mejor amigo decidió liarse a tiros con todo bicho viviente desde el coche sin antes consultárselo. Él iba al volante, por lo que se sorprendió un poco cuando su amigo comenzó a disparar por la ventanilla del coche robado de su madre. Yeyo trató de detenerlo y lo pagó muy caro. Sin embargo, desde mi punto de vista, el precio que me tocaba pagar a mi a diario era mucho mayor. Ignoraba qué había hecho para tener que aguantar a aquel tocapelotas, aunque​ tampoco renunciaría ni a un solo minuto.
— De puta madre — contestó, encogiéndose de hombros. Llevaba una camiseta sucia y un pañuelo rojo que enmarcaba un rostro atrapado entre la inocencia de la infancia y la rebeldía de la adolescencia —. Mi madre está haciendo muchos clientes nuevos. La entrevistaron o algo así para un periódico y dijeron que era la mejor cosmetóloga de la ciudad para cortes a lo garçon, aunque no tengo ni idea de lo que significa.
— Vaya, eso es magnífico.
Le di una palmada en el hombro y sonrió un tanto cohibido.
— Supongo — dijo —. Bueno, por lo visto tenemos un caso, ¿no?
— Lo tenemos. Hay un médico cerca de la universidad que ha intentado deshacerse de su mujer.
— ¿En serio?
— En serio.
— ¿Un tipo rico?
— Sí.
— ¿Y ha cometido un crimen? ¡Venga ya!
Asentí y dejé que Yeyo se regodeara con la idea. Nada le complacía más que un rico haciendo estupideces.
— ¿Ya has terminado? — pregunté, después de que enunciara la lista de razones por las cuales los ricos tendrían que recibir condenas más duras que los pobres, y no al revés.
— Debería de existir una escala, cuanto más rico eres, más te arriesgas.
— ¿Ahora ya has terminado de verdad?
— Creo que sí.
— ¿Mejor?
— Lo estaría si te desnudarse.
— Pues el médico en cuestión — me apresuré a decir antes de que se dejará llevar por la emoción — hizo algo con su mujer y luego denunció su desaparición. No hay cuerpo, así que convendría que lo siguieras. Podría conducirnos hasta ella.
— ¿Contrató a alguien para que hiciera el trabajito?
— Es lo que quiero que averigües. Espero que nos lleve junto a ella, no sé, volviendo a visitar el lugar del crimen o algo por el estilo.
Lo puse al corriente de todo lo que sabía sobre el doctor Kyost, descripción física y señas incluidas.
— Vale, pero, si lo hizo, ¿por qué no lo detienes y ya está?
— Yo no detengo a la gente.
— Entonces, ¿para qué te pagan? — preguntó, en broma.
Le dedique mi mejor sonrisa, una genuina, no de esas postizas que se te caen si no las llevas bien pegadas.
— Acabas de tocar un tema controvertido, lindo.
— De todas formas, creo que no es buena idea — comentó, jugueteando con el aire acondicionado.
El vello que le salpicaba la barbilla y el bigote incipientes le daban ese aire de hombrecito en ciernes. Sus ojos eran de un castaño claro bordeados de espesas pestañas y tenía una mandíbula cuadrada de la que cualquier chico estaría orgulloso.
— Puede que tengas razón — admití, fijándome en un motorista con ganas de morir, a juzgar por el modo en que zigzaguea a entre el tráfico —, tal vez no nos conduzca a ninguna parte, pero es lo único que tenemos por ahora, y la verdad es que me gustaría echarle el guante.
— No, me refiero a ti. A qué vayas a verlo.
Peter nunca había sido santo de su devoción. Hecho parecía incapaz de ver más allá de su filiación satánica.
— ¿Por qué dices eso?
Dejó escapar un suspiro exasperado, como si ya me lo hubiera dicho un millón de veces.
— Te lo he dicho un millón de veces: Pet'aziel no es lo que tú crees.
La sola mención del nombre sobrenatural de Peter me ponía los pelos de punta.
— Cariño, sé qué es, ¿recuerdas?
Volvió la cabeza hacia la ventanilla y guardó silencio durante casi dos kilómetros.
— Está enfadado.
Asentí.
— Lo sé.
— No, no tienes ni idea. — Me miró, con sus enormes ojos castaños entrecerrados, muy serio —. Está cabreado, cabreado como para trastornar el orden del Universo.
No estaba muy segura de a qué se refería, pero bueno.
— Pues sí que está enfadado, sí.
— Ni siquiera sabía que pudiera hacer esas cosas, que fuera tan poderoso. Creo que no es un buen momento para ir a verlo.
— Lo encadené, Yeyo.
Me dirigió una mirada suplicante, con el ceño fruncido en gesto de preocupación.
— Ahora no puedes volverte atrás. Lali, por favor, si lo liberas..., ¿quién sabe lo que podría hacer? Está fuera de sí.
Me mordí el labio, asaltada por el remordimiento.
— De todos modos, tampoco sé cómo hacerlo — admití.
— ¿Qué? — preguntó, sorprendido —. ¿No puedes desencadernarlo?
— No. Ya lo he intentado.
— ¡No! No, no lo hagas. — Agitó una mano, como si quisiera apartar aquella idea de mi cabeza —. Déjalo en paz. Si aún estando atrapado en su cuerpo como está causa estragos, ¿quién sabe lo que podría llegar a hacer si lo liberases?
— ¿A qué te refieres? ¿Qué quieres decir con eso de que está causando estragos?
— Ya sabes, lo típico: terremotos, huracanes, tornados...
Quise sonreír, pero no lo conseguí.
— Yeyo, esas cosas suceden por sí solas. Peter no tiene...
— Tú vives en las nubes, ¿verdad?
Me miró como si fuera medio boluda y el otro medio imbécil.
— Yeyo, ¿cómo va Peter a afectar al clima?
Nunca había tomado a Yeyo por un conspiracionista. Qué cosas.
— Su ira está desequilibrándolo todo, como esa atracción de feria que gira a la vez que da vueltas sobre sí misma. ¿No te habías fijado?
Ah, sí, más de un niño se había despedido de su almuerzo por culpa de esa atracción.
— Cariño...
— ¿No te has enterado de que ha habido un terremoto en Santa Fe? ¡Santa De! — Iba a protestar cuando me interrumpió alzando una de sus manos —. Haz lo que quieras, pero no lo desencadenada. Seguiré al pendejo del médico.
Desapareció sin darme tiempo a replicar. Me negaba a dar crédito a sus palabras. Lo que sugería era imposible. ¿La ira de Peter causante de desastres naturales? Había hecho enfadar a mucha gente antes, pero no tanto como para provocar un terremoto.
Por si acaso cogí el móvil y llamé a Euge.
— ¿Qué hay, jefa?
— Pregunta: ¿ha habido un terremoto en Santa Fe?
— ¿No te has enterado?
— La madre del cordero. ¿Dónde coño estaba?
— La madre del cordero la oveja. Tienes que ver las noticias más amenudo.
— No puedo.
— ¿Por qué?
— Porque me deprimo.
— Claro, porque andar por ahí con muertos es la monda.
Vaya, eso había estado fuera de lugar.
— Venga, ¿en serio? — insistí —. ¿Un terremoto?
— El primero de esa magnitud en más de un siglo.
Mierda.


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Chic@s ya está actualizado como en Wattpad así que subiré capítulos cuando los suba en Wattpad por si algun@ no me sigue soy @lalixshine en Wattpad.

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Capítulo 14

Capítulo 14


— No. Y sigue odiándome.
— Qué rollo.
— Sí, y la noche esa en que el tipo que me acechaba en la universidad decidió conocerme mejor mientras me ponía un cuchillo en el cuello, el Malo Malísimo también apareció.
— Eso no me lo habías explicado — me reprendió.
— Ya no me hablabas.
— No te hablaba porque me dijiste que no lo hiciera.
— Lo sé. Lo siento.
— ¿Alguna otra situación en que tu vida pendiera de un hilo?
— Ya lo creo, cientos de ellas. Una vez, el marido de una clienta, a la que maltrataba, sintió la necesidad de acabar con mi vida con una treinta y ocho milímetros cromada y apareció el Malo Malísimo. Y la lista sigue. Por eso, por mucho que lo he intentado, nunca he logrado llegar a entender por qué me aterrorizaba hasta tal punto. De pequeña, no le tenía miedo a nada. Y menos mal, porque llevo jugando con los muertos desde que nací, pero el Malo Malísimo siempre me ponía los pelos de punta. Lo cual me lleva a la razón por la que te he llamado.
— ¿Para conseguir que tuviera pesadillas el resto de mi vida?
— Ah, no, eso es de regalo. ¿Por qué le tenía tanto miedo?
— Cariño, para​ empezar era un ser gigantesco, poderoso y parecía hecho de humo negro.
— Entonces, ¿estás diciendo que soy racista? Más bien, ¿me estás llamando racista?
— No, Lali, claro que no solo estoy diciendo que posees el mismo un de supervivencia que cualquiera de nosotros y que por eso lo considerabas una amenaza. Y ya lo creo que estás conduciendo. ¿A dónde vas?
— ¿Podrías pensarlo y decirme algo? — pregunté, completamente insatisfecha con su respuesta. Ni una miserable teoría freudiana. Ni una sola mención a Jung o Erickson. Ni siquiera a Oprah, aunque fuera un simple apunte una mención de refilón —. Lo que me lleva a la segunda razón por la que te he llamado: voy a Santa Fe a verlo. ¿Recuerdas que lo encontramos hecho un guiñapo en el sótano de mi edificio hace un par de semanas?
Cande sabía que Peter estaba muy malherido, pero no por qué.
— Sí.
— Bueno pues resulta que ocurrió algo raro de camino hacia la eternidad. Unos demonios escaparon del infierno, en realidad varios de cientos, y se dedicaron a torturar su cuerpo terrenal para atraerme a donde estaban ellos.
— Demonios.
— Demonios.
— ¿Te refieres a demonios...?
— Sí, de los de llamas y azufre.
— Y ¿por qué querían atraerte hacia ellos? — preguntó, tras una larga pausa, con voz ligeramente temblorosa.
— Porque soy el ángel de la muerte, el portal hacia el cielo, y me buscan.
— Ya.
— Aunque Peter es el portal por el que salir del infierno y también lo buscan a él.
— Ajá...
— Lo sé, ¿vale? Y ¿recuerdas los tatuajes que llevaba aquella noche? Es un mapa hacia las puertas del infierno, aunque eso es otra historia. Total, que él va y me dice: «Así soy demasiado vulnerable. Voy a dejar morir mi cuerpo terrenal». Y yo voy y le digo: «No, no lo harás». Y él va y responde: «Sí, sí que lo haré». Y yo voy y respondo...
— Lali — me interrumpió bruscamente —, nada de lo que me estás contando es posible. Lo que dices...
— Tú sigue escuchando, ¿vale?
Olía el pánico asfixiante que empezaba a atenazar su voz. Sin embargo, era medio hermana, medio terapeuta, no había nadie más cualificado que ella con quién hablar de aquel asunto. La noche que había encontrado a los demonios torturando a Peter, también había descubierto una habilidad verdaderamente increíble con la que había conseguido acabar con todos ellos, pero lo que le habían hecho a él... Ni siquiera hacía falta que Candela conociera esa parte.
— Lo intento.
— Bueno, resumiendo — proseguí, acelerando antes de perderla —, para evitar que se suicidara, encadené su ser incorpóreo a su cuerpo físico.
— ¿Que hiciste qué?
— Lo sé, pero es que estaba desesperada. Iba a suicidarse. Si vieras cómo maneja esa espada... Ah, ¿había mencionado que tiene un espadón? Y no, no es una metáfora. Aunque debo decir que...
— Lali, espera — me cortó, interrumpiéndome de nuevo —. ¿Lo encadenarse? Y eso, ¿qué significa exactamente?
— Sueles ser más avispada.
— ¡Está a punto de darme un ataque! — me chilló al oído, exagerada como ella sola. Pero comprendí que tendríamos que haber mantenido aquella conversación cara a cara.
No podía sentir sus emociones por teléfono. La verdad, Cande debería de haberlo tenido en cuenta.
— Lo sé, disculpa. — Quizá debería explicarme mejor —. Bueno, dicho de otra manera, no puede abandonar su cuerpo físico porque está encadenado a él. Y ahora, Peter Lanzani, uno de los seres más poderosos del Universo, quiere hablar. — Se me encogía el estómago cada vez que pensaba en ello —. ¡Y...! — añadí, a punto de olvidar la mejor parte —, papá subió a la oficina esta mañana para decirme que lo deje.
— ¿Al hijo de Satán?
— No, la investigación privada.
— Ah, vale.
— ¿Tú qué opinas?
— ¿De papá?
— No, de​ papá ya me encargaré yo. — Aunque, tal vez debería preocuparme. La última vez que empezó a comportarse de manera extraña, un hombre me atacó con un cuchillo de carnicero. Me caló hondo. El cuchillo, no el hombre —. De Peter. Voy de camino a verlo mientras hablamos.
— Lali, apenas entiendo nada y mi cita de las nueve ya ha llegado.
— ¿En serio? ¿Vas a dejarme ahora?

Capítulo 13

Capítulo 13


Que buena era. Cuando Candela y yo íbamos al instituto, una noche la acompañé a la zona más peligrosa de la ciudad para echarle una mano con un proyecto de clase. Candela quería grabar la vida en las calles para un vídeo sobre la parte más dura de Buenos Aires. Estábamos agachadas en un colegio abandonado, haciendo poco más que congelarnos el puto trasero, cuando vimos movimiento en una ventana de un pequeño apartamento. Horrorizadas, comprendimos que se trataba de un hombre golpeando a un adolescente, y de pronto y sin saber cómo ni por qué, solo pude pensar en salvarlo. Llevada por la desesperación, lancé un ladrillo a la ventana del apartamento y funcionó. El hombre dejó de pegar al chico y salió disparado hacia nosotras. Cande y yo echamos a correr por un oscuro callejón, y estábamos buscando algún agujero en la valla que nos cortaba el paso, cuando me di cuenta que el chico también había conseguido escapar. Lo vi doblado sobre sí mismo, en el suelo, tosiendo e intentando respirar a pesar de lo doloroso que le estaba resultando.
Retrocedimos con paso inseguro, y cuando levantó la vista, vimos que tenía la cara llena de sangre y que le goteaba de la boca, una boca realmente fascinante. Intentamos ayudarle, pero él no quiso aceptar la ayuda que le ofrecíamos e incluso llegó a amenazarnos si no nos íbamos.
No pudimos hacer nada más. Lo dejamos allí todo magullado y sangrando, pero al día siguiente volví y me enteré gracias a la casera que la familia se había ido en mitad de la noche y le había dejado a deber dos meses de alquiler. También me dijo cómo se llamaba el chico: Peter, pero no conseguí averiguar más. Durante años me aferre a aquel nombre como a un clavo ardiendo y cuando por fin di con él, más de diez años después, no puede decirse que me sorprendiera descubrir que había pasado la última década en la cárcel por el asesinato de aquel hombre.
Y esa noche, la noche que habíamos intentado salvarlo, me había llamado Holandesa.
— No puedo creer que lo hayas relacionado — dije —, a mi me costó años.
— Bueno soy más lista que tú. Entonces, ¿tienen algo que ver el uno con el otro?
— Sí. Ese ser y Peter Lanzani son uno y lo mismo.
— ¿Cómo es posible? — preguntó, al cabo de un momento, tras procesar la información.
— En fin, tendrías que saber algo más sobre él.
Aunque en raras ocasiones le había contado a nadie la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre Peter, salvo a unos​ pocos y selectos individuos cuya vida con toda probabilidad había puesto en peligro al hacerlo, Candela ya estaba al tanto de casi todo y la había mantenido alejada de mí demasiado tiempo. Nuestra madrastra, Malvina, había abierto una brecha entre nosotras que yo deseaba cerrar. Queria recuperar nuestra relación de antes. Quería volver a intimar con ella. Prefería estar a partirnos un piñón que a partirnos la cara.
— Antes de contártelo, necesito saber tres cosas — dije.
— De acuerdo.
— Una, ¿estás sentada?
— Sí.
— Dos, ¿qué tal tu estabilidad mental?
— Mejor que la tuya.
Aquello había estado fuera de lugar.
— Y tres, ¿cómo se escribe esquizofrenia?
— ¿Qué tiene que ver eso con todo lo demás?
— Nada. Solo quería saber si lo sabías.
Suspiro, irritada.
— Decías que...
— Vale, pero recuerda que te he avisado.
— No, un momento, no me has avisado nada.
— Sí, lo sé, ese era el​ aviso. «Recuerda que te he avisado» era el aviso.
— Ah, disculpa.
— ¿Ya estás?
— Sí.
— ¿Puedo seguir?
— Lali.
— Vale, allá va: Peter Lanzani es el hijo de Satán.
Vaya, lo había dicho. Ya lo había soltado. Había abierto mi corazón. Le había contado mi vida y milagros. Esperé. Y seguí esperando. Comprobé que el teléfono siguiera funcionando. Sí, funcionaba.
— ¿Cande?
— ¿Te refieres a Satán... al diablo?
— Sí.
— Porque tengo un cliente que una vez se cambió su nombre por el de Satán. ¿Estás segura de que no se trata del padre de Peter?
Reprimí una carcajada.
— No, Peter Lanzani es el guapísimo, cabezota e impredecible hijo de Satán, y hace muchos siglos escapó del infierno para estar conmigo. Esperó a que yo naciera, escogió una familia y él también nació en la Tierra. Aunque luego lo secuestraron y lo vendieron al hombre que acabó cruzándolo, Bartolomé Bedoya Agüero. Pero lo sacrificó todo para estar conmigo, Candela, consciente de que al nacer no recordaría ni quien era él ni quiénes éramos ninguno de los dos. Apenas hace unos años que ha empezado a recuperar recuerdos de su pasado, más o menos al mis o ritmo que yo me entero de las cosas. Lento como una tortuga en enero. — Adelanté un camión que transportaba vacas, las cuales me miraron con sus ojazos tristes al pase por su lado. Pobres —. ¿Me has colgado?
— Vale, el martes tengo un hueco a las cuatro. Te voy a reservar una sesión de dos horas, por si acaso.
— No estoy loca, Cande. Tú lo sabes.
Lanzó un suspiro, admitiéndolo a regañadientes.
— Ya se que no estás loca, pero es que nunca he creído en el demonio y ¿ahora vas tú y me dices que no solo es real, sino que además tiene un hijo? ¿Y que ese hijo ha estado acechándote desde que naciste?
— Sí. Bueno, más o menos. Y ha estado en la cárcel los últimos​ diez años por asesinar al hombre que lo crío, el hombre de aquella noche.
— La madre del cordero, ¿lo mató? Eso no suele ocurrir.
— Lo sé. Es raro que un niño maltratado se vuelva contra su agresor, pero a veces pasa.
— Entonces, ¿Peter es el ser que te perseguía?
— Sí. Por lo que he podido averiguar, de pequeño sufría pequeños ataques durante los cuales abandonaba su cuerpo y se convertía en ese ser, o en el Malo Malísimo, como solía llamarlo. Era esa presencia imponente que superaba toda realidad y que me salvaba la vida cuando me encontraba en peligro.
— ¿Fue él? Cuando tenías, ¿qué, cuatro o cinco años?
— No puedo creer que te acuerdes de eso. Siempre ha estado a mi lado. Cuando el pederasta convicto quiso jugar a las casitas conmigo, el Malo Malísimo apareció. Cuando un compañero de curso intentó atropellarle con el monovolumen de su padre en el instituto, el Malo Malísimo apareció.
— Ah, de eso también me acuerdo. Owen Vaughan intentó matarte.
— Sí, y el Malo Malísimo lo detuvo.
— Owen parecía un chico muy normal. ¿Alguna vez sospechaste que sería capaz de hacer algo así?