martes, 25 de octubre de 2016

Capitulo 4

Si tiene neumáticos o testículos, te dará problemas.
(Pegatina de parachoques)


Eché la llave después de cerrar la puerta y dejé al hijo de Satán en mi apartamento. Solo. Desconcertado. Y con bastante seguridad, sexualmente frustrado. Sin embargo, no dejaba de repetirme que esperaba no haberlo hecho enfadar. Sería un engorro que envolviera mi pisito de soltera en las llamas del infierno.

En cualquier caso, Peter estaba comportándose como un idiota. Como un verdadero idiota. Todo aquello me recordaba cuando iba a primaria y mi mejor amiga me decía: «Los niños dan asco, ¿vamos a tirarles piedras?».

La fría brisa atemperó el deseo abrasador que seguía atormentándome mientras atravesaba el aparcamiento a toda prisa, con la intención de atajar por el bar de mi padre para subir por la escalera interior. Mi padre había sido policía de Buenos Aires y, al igual que el tío Nico, había medrado en su profesión hasta alcanzar la categoría de inspector. Con mi ayuda, por descontado. Llevaba resolviéndoles crímenes desde los cinco años. Aunque, puede que exagere un poco. Digamos que llevaba confiándoles la información que me facilitaban los muertos para ayudarles a resolver crímenes desde los cinco años. Pese a que mi tío seguía en la nómina del Departamento de Policía de Buenos Aires, hacía varios años que mi padre se había jubilado y había comprado el bar junto al que yo trabajaba. Mi despacho se encontraba en el segundo piso. Además, vivía a dos pasos de la puerta trasera. No podía quejarme.

Mi padre había llegado más temprano de lo habitual. La luz de su despacho se colaba por debajo de la puerta y se diseminaba por la oscura sala. Fui sorteando las mesas, rodeé la barra y asomé la cabeza.

—Hola, papá —lo saludé.

Sobresaltado, el hombre dio un respingo al oír mi voz y se volvió de inmediato. Estaba absorto en una de las fotos colgadas en la pared del fondo. Con lo alto y delgado que era, parecía un pirulí vestido como el muñeco Ken, aunque con la ropa arrugada. Era evidente que había estado trabajando toda la noche. Había una botella de whisky canadiense abierta en la mesa y sostenía una copa medio vacía en una mano.

La intensidad de sus emociones me cogió desprevenida. Algo iba mal, como esa vez que un camarero me trajo un té helado cuando le había pedido un refresco bajo en calorías. El sabor inesperado tras el gesto completamente trivial de tomar el primer sorbo me provocó un cortocircuito. Aunque mi padre tenía malos días como todo el mundo, me supo distinto. Inesperado. Un profundo pesar mezclado con el peso abrumador de la desesperación se abalanzó sobre mí y me cortó la respiración.

Me puse tensa, repentinamente preocupada.

—Papá, ¿qué ocurre?

Un conato de sonrisa se dibujó con esfuerzo en el rostro de mi padre.

—Nada, cariño, solo estaba acabando el papeleo —mintió.

Su intento de ocultarme la verdad me dejó un regusto amargo; sin embargo, le seguiría el juego. Si no deseaba hablar de lo que fuera que le preocupaba, no insistiría. Por el momento.

—¿Has ido a casa? —pregunté.

Dejó la copa en la mesa y cogió la chaqueta de color beige del respaldo de la silla.

—Ahora mismo iba para allí. ¿Querías algo?

Dios, mentía fatal. Tal vez lo había heredado de él.

—No, nada. Saluda a Malvina de mi parte.
—Lali —me reconvino en tono desaprobador.
—¿Qué pasa? ¿Es que no puedo saludar a mi madrastra favorita?

Se puso la chaqueta con un suspiro de cansancio.

—Tengo que ducharme antes de que nos invadan las hordas del mediodía. Sammy debe de estar al caer, ya sabes, por si quieres desayunar algo.

Sammy, el cocinero de papá, preparaba unos huevos rancheros que estaban de muerte.

—Puede que de aquí a un rato.

Tenía prisa por irse. O, tal vez, por alejarse de mí. Pasó por mi lado sin mirarme, dejando tras de sí una desesperación que se desprendía de él como un vapor denso y enlodado.

—Volveré enseguida —dijo, tan animado como un paciente con tendencias suicidas sometido a vigilancia continua.
—Bien —contesté, con la misma alegría.

Olía a caramelo de miel y limón, el mismo olor que impregnaba su despacho. Una vez que se hubo ido, entré en la oficina y me volví hacia la foto que había estado mirando, en la que aparecía yo. Tendría unos seis años, llevaba el flequillo torcido y me faltaban los dos dientes de delante; sin embargo, estaba comiendo sandía. El agua que soltaba la fruta me corría por los dedos y la barbilla, pero lo que me llamó la atención, lo que había llamado la atención de mi padre, era la sombra que se cernía sobre mi hombro. La huella emborronada de un dedo en el cristal demostraba que mi padre había estado estudiando aquella mancha.

Bajé la vista hacia el mueble que se encontraba debajo de la exposición de alegres momentos familiares y sobre el que había dispuesto una hilera de fotografías mías con una sombra en el fondo.
 Todas tenían la huella emborronada de un dedo justo en el mismo sitio. Me pregunté qué se traería mi padre entre manos. Bueno, eso y qué significaba aquella sombra, porque yo tampoco lo sabía. ¿Sería consecuencia del angelmuertismo? O tal vez, solo tal vez, se trataba de y del Peter atisbo de una capa oscura que la cámara casi había conseguido capturar. Aquello me intrigó. Lo había visto en contadas ocasiones a lo largo de mi vida. ¿Sería posible que me hubiera acompañado más a menudo de lo que suponía? ¿Que hubiera estado vigilándome? ¿Protegiéndome?

Había dos hombres trajeados esperándome cuando llegué a la oficina y, efectivamente, vestían de azul oscuro. Se pusieron en pie y me tendieron la mano.

—Señorita Esposito —saludó uno.

Me enseñó su identificación y volvió a guardarla en el bolsillo interior de la chaqueta. Como en la tele. Qué pasada. En ese momento comprendí que si pretendía que alguna vez me tomaran en serio, necesitaba una chaqueta con bolsillo interior. Solía llevar mi licencia plastificada de detective privado en el bolsillo trasero de los vaqueros, por lo que estaba doblada, arrugada y medio rota.

El otro agente lo imitó, me estrechó una mano y al mismo tiempo me enseñó su identificación con la otra. Qué gran coordinación. Y parecían hermanos. Aunque uno le sacaba unos cuantos años al otro, ambos eran rubios, llevaban el pelo cortado al rape y tenían unos ojos azules que, en cualquier otra situación, no me habrían parecido ni remotamente tan inquietantes como me resultaban en esos momentos.

—Soy el agente Foster —se presentó el primero— y este es el agente especial Powers. Estamos investigando la desaparición de Ana Herrera.

Eugenia volcó un cubilete de lápices al oír el nombre de Ana. Y la cosa se habría quedado ahí de no haber intentado recuperarlo y haber tocado de refilón una lámpara. Mientras los lapiceros y otros adminículos similares salían volando por los aires, la lámpara se quedó colgando a medio camino del suelo sin llegar a estrellarse al conseguir atrapar el cordón a tiempo. Nerviosa por el jaleo que estaba armando, tiró demasiado fuerte del cordón y la lámpara retrocedió hasta chocar contra la parte trasera del monitor de su ordenador y derribar la figurita de cerámica de un perro salchicha que Rufina le había regalado por Navidad.

Cuánta discreción.

Tras aquel mini episodio de Mister Bean (con el que tendría para reírme durante meses) me volví hacia nuestros invitados.

—¿Me acompañan al despacho?
—Por supuesto —dijo el agente Foster, vigilando a Eugenia con el rabillo del ojo, como si sospechara que no estaba bien de la cabeza.

Mientras los conducía hacia el despacho, dirigí a Euge una mirada cargada de incredulidad. Ella bajó la suya. Gracias a Dios, el perro salchicha había aterrizado en la papelera, encima de un colchón de papeles, y no se había roto. Lo rescató, sin levantar los ojos en ningún momento.

—Lo siento, pero creo que nunca he oído hablar de ninguna Ana Heredia —aseguré, sirviéndome una taza de café mientras ellos tomaban asiento delante de mi mesa.

Euge era la mejor en tener siempre el café a punto y en dar calurosos abrazos. ¿O era en tener siempre el café caliente y en dar abrazos al punto? En cualquier caso, todos salíamos ganando.

—¿Está segura? —preguntó Foster. Parecía de los gallitos. Los gallitos no eran santo de mi devoción, pero estaba en pleno proceso de aprendizaje para no dejarme llevar por la primera impresión—. Hace cerca de una semana que no se tienen noticias de la señora Heredia y, en el momento de su desaparición, lo único que había sobre su escritorio era una libreta donde había anotado el nombre y el número de usted.

Debía de haberlos apuntado cuando habló con Euge. Me volví hacia ellos, removiendo el café con aire inocente.

—Si Ana Heredia lleva cerca de una semana desaparecida, ¿por qué vienen a verme ahora?

El mayor de los dos, Powers, pareció impacientarse, seguramente porque había contestado a una de sus preguntas con otra pregunta. Era evidente que estaba acostumbrado a recibir respuestas. Pobre iluso.

—No le dimos demasiada importancia a la nota hasta que supimos que usted era detective privado. Pensamos que podría haberla contratado.
—¿Para qué habría de contratarme? —pregunté, intentando sonsacarles información.

Se removió en su asiento.

—Eso hemos venido a averiguar.
—Entonces ¿no tenía problemas? ¿Tal vez con la empresa para la que trabaja?

Los hombres intercambiaron una mirada. En cualquier otra situación, habría gritado eureka. Al menos para mis adentros. Sin embargo, tuve la sensación de que acababa de entregarles la cabeza de turco perfecta. Sabían algo más y no pensaban contármelo.

—Hemos considerado ese extremo, señorita Esposito, pero le agradeceríamos que ese tipo de información quedara entre nosotros.

Entonces no era la empresa. Una cosa menos, solo quedaban veintisiete mil posibilidades más.

Aparentemente satisfechos, ambos se pusieron en pie. Foster me tendió una tarjeta de visita.

—Supongo que no es necesario que le recuerde su obligación de informarnos en el caso de que la señora Heredia intentara ponerse en contacto con usted —dijo, en un velado tono de amenaza.
Intenté no echarme a reír.
—Por supuesto —contesté, Euge y el mío—. Siento no haber podido serles de mayor ayuda y que tengan que irse.

Foster se aclaró la garganta, incómodo, al ver que me demoraba más de lo necesario.

—De acuerdo, está bien, volveremos a llamarla si necesitamos algo más.

Mientras seguían esperando a mis espaldas, giré el pomo despacio, lo sacudí ligeramente y abrí la puerta. Euge estaba escribiendo en el ordenador. Conociéndola, seguro que había estado escuchando nuestra conversación a través del intercomunicador.

—Señorita Esposito —dijo Foster, tocándose el ala de un sombrero invisible al pasar por mi lado.

Después de que los agentes se hubieran ido, Euge se volvió hacia mí con gesto exasperado.

—¿Haciendo girar el pomo? Muy sutil.
—Ya lo creo, y muy elegante. ¿No había nada más que pudieras tirar?

Se le bajaron los humos de inmediato.

—¿Crees que sospechan algo?

Varias respuestas acudieron a mi mente: «Ya te digo», «¿Tú qué crees?», «Habría que ser idiota».

—Sí —contesté, en cambio, aunque la falta de inflexión en mi voz dejaba a las claras todo lo anterior.
—Pero ¿no deberíamos colaborar con ellos en vez trabajar a sus espaldas? —preguntó.
—Yo creo que, lo que se dice ahora mismo, no.
—¿Por qué no?
—Básicamente porque no son agentes del FBI.

Ahogó un grito.

—¿Cómo lo sabes?
—¿De verdad me lo preguntas?

Lo último que me apetecía explicarle era cómo sabía que alguien mentía. Por enésima vez.

—De acuerdo —concedió, sacudiendo la cabeza—, disculpa. —Un nuevo grito ahogado—. ¿Sabías que no eran agentes del FBI?
—Tenía mis sospechas.
—Y, aun así, ¿los has dejado pasar a tu despacho? ¿A solas?
—Mis sospechas no siempre acaban confirmándose.

Reflexionó unos instantes sobre lo que acababa de decir y se tranquilizó.

—Cierto. ¿Recuerdas aquella vez que derribaste al cartero y...?

Alcé una mano para interrumpirla. Había cosas que era mejor no decirlas.

—No sigas con lo de la investigación de la empresa —dije, pensando en alto—. Me juego mi granja virtual a que no te llevará a ninguna parte. Concéntrate en averiguar qué une a Ana y Janelle York.
—¿Aparte del hecho de que fueran juntas al instituto? —preguntó.
—No. Empecemos por ahí. Hurga en el pasado de ambas, a ver si sale algo.

Justo en ese momento, el tío Nico entró en la oficina. O, mejor dicho, irrumpió en la oficina. Siempre iba muy estresado, así que tal vez había llegado el momento de tener «la charla». O se buscaba una novia o se buscaba un derrame cerebral. Tal vez con una muñeca hinchable fuera suficiente.

—Yo no tengo la culpa de que te hayas levantado con el pie izquierdo, así que si vienes en plan viejo cascarrabias, ya puedes dar media vuelta y volver por donde has venido —le advertí, señalándole la puerta.

Giré los dedos en el aire en un gesto inconfundible para que diera media vuelta, fuera a comprarse un bosque y se perdiera en él. Se detuvo en seco y me miró con una mezcla de desconcierto e irritación.

—No soy un viejo cascarrabias. —Parecía ofendido. Me hizo gracia—. Solo quiero saber en qué nuevo lío te has metido.

Ahora la ofendida era yo.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Por qué? Yo nunca...
—No estoy de humor para tus numeritos —me interrumpió, agitando un dedo. Me estaba bien empleado—. ¿De qué conoces a Lucas Heredia?

¡Joder! Las noticias corrían como la pólvora en el mundillo de la lucha contra la delincuencia.

—De esta mañana, ¿por qué?
—Porque quiere verte. No solo ha desaparecido su mujer, sino que anoche encontramos el cadáver de un tipo que se dedicaba a la compraventa de coches de segunda mano al que el señor Heredia había acosado y amenazado de muerte. Llámame tarado, pero creo que podría estar relacionado.

Hijo de puta, pensé, dejando escapar un hondo suspiro.

—En vez del típico tarado de toda la vida, ¿puedo llamarte Nico el Tarado?
—No.
—¿BT, para abreviar? —Al ver que solo obtenía una mirada muy poco amistosa por respuesta, añadí—: Bueno, entonces ¿puedo verlo?
—Ahora mismo están interrogándolo y seguramente pedirá un abogado dentro de nada. ¿Qué ocurre?

Euge y yo nos miramos y luego desembuchamos cual pelícanos.

Se lo contamos todo, hasta lo que no estaba escrito. El tío Nico sacó el móvil y ordenó a uno de sus subalternos que se pasara por la cafetería.

—Tendríais que haberme informado —dijo después de colgar, en tono reprobador.
—Como si me hubiera dado tiempo. Ya que ha salido el tema, también la buscan dos hombres que se hacen pasar por agentes del FBI. Y están desesperados.

Preocupado, el tío Nico (o Nicky, como me gustaba llamarlo, aunque casi nunca a la cara) anotó la descripción.

—Este asunto está poniéndose feo —comentó.
—Dímelo a mí. Tenemos que encontrar a Ana antes que ellos.
—Me pondré en contacto con los federales para decirles que anda por ahí una pareja de impostores. 

De todas maneras, tendrías que habérmelo contado antes.

—Bueno, tampoco creía que fuera necesario, teniendo en cuenta que estás haciéndome seguir y eso.

Se quedó boquiabierto, completamente descolocado. Lanzó un profundo suspiro, se acercó a mí y me levantó la barbilla con suma delicadeza.

—Peter Lanzani es un asesino convicto, Lali. Es por tu bien. Si se pusiera en contacto contigo, te agradecería que me lo dijeras.
—¿Retirarás la vigilancia? —pregunté. Al ver que vacilaba y acababa sacudiendo la cabeza, añadí—: Entonces que gane el mejor detective.

Salí muy ufana por la puerta, consciente de lo ridículo que había sonado aquello teniendo en cuenta que el tío Nico, inspector veterano del Departamento de Policía de Buenos Aires, era un hacha en el campo de la investigación. Yo no pasaba de navajita suiza.

De camino a la tienda de tatuajes de mi amiga Pari, al final de la manzana, eché un vistazo a mi alrededor en busca de la sombra que Nicky me había asignado, sin suerte. Quienquiera que fuera era bueno. El tío Nico no habría enviado a un novato.

Me detuve delante de la tienda de Pari, aunque no porque necesitara un tatuaje, sino porque Pari podía ver las auras. Yo también poseía aquella capacidad, pero se me había ocurrido que tal vez se me hubiera escapado algo en todos esos años. ¿Cómo era posible que pudiera ver auras, difuntos, hijos de Satán y, aun así, no hubiera visto un solo demonio en toda mi vida? Diantre, ni siquiera sabía que los demonios existían hasta que Peter me lo había dicho, y mucho menos que estaban dispuestos a luchar a brazo partido para llegar hasta mí. Para pasar a través de mí. En ese momento me quedé sin respiración: si los demonios existían, caray, si Satán existía, entonces también tenían que existir los ángeles. En serio, ¿cómo era posible que viviera tan en la inopia?

Con un poco de suerte, Pari sabría algo que yo no, algo que no fuera qué correa de distribución correspondía a un Plymouth Duster del setenta con un motor Big Block 440 sobrealimentado. Ni siquiera sabía que los coches tuvieran problemas de sobrealimentación. Todavía era temprano para el huso horario de la tienda de tatuajes, por lo que me sorprendió que la puerta estuviera abierta. Entré.

—Necesito luz —pidió alguien al fondo.
—Estoy en ello —contestó una voz masculina.

Oí jaleo en la trastienda a medida que me acercaba a Pari, a quien tenía de espaldas. Estaba agachada debajo de un sillón de dentista restaurado, con una montaña de cables junto a las rodillas.

—Gracias —dijo, mientras seguía separando los hilos.
—¿Qué? —preguntó el tipo de la trastienda.

Sobresaltada, Pari se enderezó de pronto y se golpeó la cabeza contra el asiento de la silla antes de volverse hacia mí.

—Maldita sea, Lali —protestó, llevándose una mano a los ojos para protegerse de la luz y la otra al lugar donde se había golpeado—. No puedes entrar a hurtadillas. Eres como uno de esos focos en el techo de un coche patrulla encendido en medio de la noche.

Ahogué una risita mientras Pari buscaba sus gafas de sol a tientas.

—Has dicho que necesitabas luz.

Pari era diseñadora gráfica, pero se había decantado hacia el arte corporal para mantener a los acreedores a raya. Por fortuna, había encontrado su vocación, y hacía honor a su profesión llevando los brazos completamente tatuados con líneas elegantes, azucenas y flores de lis. Además de un par de calaveras para impresionar a la clientela.

Ella era quien había diseñado el ángel de la muerte que adornaba mi omóplato izquierdo, una criatura diminuta de ojos enormes y mirada inocente, ataviada con una túnica vaporosa que parecía hecha de humo. Para mí era un misterio cómo conseguía aquel efecto solo con tinta.

Se colocó las gafas y se volvió hacia mí, lanzando un suspiro.

—He dicho que necesitaba luz, no una explosión sideral. Te lo juro, un día de estos me dejarás completamente ciega.

Como ya he dicho, Pari podía ver las auras y la mía brillaba bastante.

Recogió una botella de agua del mostrador y se sentó en el maltrecho sillón de dentista. Apoyó las botas en sendos cajones de embalaje que tenía a ambos lados y descansó los codos en las rodillas. Saqué otra botella de agua de una pequeña nevera y me volví hacia ella, tratando de no soltar una carcajada ante una postura tan poco decorosa.

—Bueno, ¿qué te cuentas, ángel de la muerte?
—¡No encuentro la linterna! —anunció el tipo de la trastienda a voz en grito.
—No importa —contestó Pari, volviéndose hacia mí con una sonrisa—. Muy guapo, pero sin cerebro. —Asentí. Admiraba la belleza. ¿Quién no?—. Vale, finges que estás tranquila y relajada —prosiguió, escudriñándome con ojo experto—, pero te veo tan relajada como un pollo en el tajo. ¿Qué ocurre?

Mierda, era muy buena, así que decidí andarme sin rodeos.

—¿Alguna vez has visto un demonio?

Su respiración se hizo más acompasada mientras meditaba la respuesta.

—¿Te refieres a uno de esos rodeado de llamas y azufre?
—Sí.
—¿Tipo siervo del infierno?
—Sí —respondí, de nuevo.
—¿Cómo esos...?
—Sí —repetí por tercera vez.

Aquel tema me revolvía el estómago. Y pensar que uno de ellos podía estar torturando a Peter en esos momentos... No era que el cabroncete no se mereciera que lo torturaran un poquitín, pero aun así...

—Entonces ¿existen de verdad?
 —Interpretaré eso como un no —dije, al tiempo que se desvanecían todas mis esperanzas—. Es que tengo la impresión de que van a por mí y esperaba que tú supieras algo que yo ignorara.
—Mierda. —Bajó la vista al suelo, pensativa, pero no tardó en alzarla de nuevo hacia mí. Al menos eso supuse. Era difícil saberlo con las gafas puestas—. Un momento, ¿te persiguen unos demonios?
—Más o menos.

Tras una prolongada mirada, lo bastante larga para considerarla indiferente a las normas culturales y de educación establecidas, asintió.

—Nunca he visto un demonio —dijo con toda tranquilidad—, pero sé que ahí fuera hay algo, algo que recorre las calles en medio de la noche. Y no me refiero a la típica prostituta, sino a algo aterrador. A algo imposible de olvidar.

Ladeé la cabeza, intrigada.

—¿A qué te refieres?
—Cuando tenía catorce años, un grupo de amigas y yo hicimos una fiesta de pijamas y, como suelen acabar haciendo casi todas las adolescentes de catorce años, decidimos celebrar una sesión de espiritismo.
—Ya.

Aquello tenía pinta de que no iba a acabar bien.

—En fin, bajamos al sótano y estábamos en plena sesión, entonando cánticos y conjurando a los espíritus del más allá, cuando sentí algo. Como una presencia.
—¿Un fantasma?
—No. —Sacudió la cabeza, pensativa—. Bueno, creo que no. Los fantasmas son fríos. Aquel ser simplemente estaba allí. Sentí su roce al pasar junto a mí, como si se hubiera tratado de un perro. —Se llevó una de las manos al brazo contrario, absorta en sus recuerdos. Un leve escalofrío le recorrió el cuerpo—. Fui la única que lo sintió, claro, hasta que lo dije. —Se volvió hacia mí con una mirada alarmada—. Si en algo aprecias tu vida, jamás le digas a un grupo de adolescentes en un sótano a oscuras y en plena sesión de espiritismo que has notado que algo te rozaba.

Reprimí las ganas de echarme a reír.

—Lo prometo. ¿Qué ocurrió?
—Se pusieron en pie de un salto, gritando, y corrieron hacia la escalera. Me asusté bastante así que, naturalmente, yo también eché a correr.
—Naturalmente.
—Solo quería alejarme de lo que fuera que se había materializado en el sótano, de modo que corrí como si me fuera la vida en ello, a pesar de mis tendencias suicidas.

Pari había sido gótica cuando ser gótico no estaba de moda. Más o menos como en esos momentos.

—Creí estar a salvo en cuanto puse un pie en lo alto de la escalera, pero en ese instante oí un gruñido, profundo, gutural, y de pronto, sin saber cómo, caí rodando hasta la mitad de los escalones, con lo que me torcí la muñeca y me magullé las costillas. Me puse en pie como pude y empecé a gatear para salir de allí, sin mirar atrás. Tardé un poco en comprender que no me había caído, sino que algo había tirado de mis piernas y me había arrastrado de vuelta al sótano. —Se arremangó una pernera y bajó la cremallera de las botas, que le llegaban hasta la rodilla, para enseñarme la cicatriz irregular que le recorría la pantorrilla. Parecían marcas de garras—. Nunca he tenido tanto miedo.
—Joder, Par. ¿Qué ocurrió después?
—Cuando mi padre consiguió desentrañar por qué estábamos gritando, se echó a reír y bajó al sótano para demostrarnos que allí no había nada.
—¿Y?
—No había nada —contestó, encogiéndose de hombros.
—¿Le enseñaste la herida?
—¿Qué dices? Claro que no. —Sacudió la cabeza como si le hubiera preguntado si comía niños para desayunar—. Ya me habían colgado el cartelito de rarita. No tenía la más mínima intención de confirmar sus sospechas.
—Joder, Par —repetí.
—Dímelo a mí.
—Y ¿qué te hace creer que se trataba de un demonio?
—Nada, no era un demonio. O, bueno, no creo que fuera un demonio. Era otra cosa.
—¿Cómo lo sabes?

Retorció las pulseras de cuero que llevaba en una muñeca.

—Básicamente porque sé cómo se llamaba.

Me quedé de piedra.

—¿Podrías repetir eso? —conseguí decir al cabo de unos instantes.
—¿Te acuerdas del accidente del que te hablé?

Me miró, con el ceño fruncido.

—Sí, por supuesto.

Pari había muerto en un accidente de tráfico cuando tenía seis años. Gracias a Dios, un diligente sanitario de urgencias consiguió reanimarla. Después de aquello, Pari podía ver las auras, incluidas las de los fallecidos. Con el tiempo aprendió que las auras de tono grisáceo que veía y que no podía atribuir a ningún cuerpo correspondían a las almas de los fallecidos. A un fantasma.

—Cuando morí, mi abuelo estaba esperándome.
—Lo recuerdo —dije— y menos mal que te devolvió a este mundo. Le debo una cesta de fruta cuando vaya al cielo.

Adelantó el cuerpo y me apretó la mano en una rara muestra de aprecio. Un poco embarazoso.

—Solo lo había visto una vez —dijo, rodeando el botellín de agua con ambas manos—. Lo único que recordaba de él era que tenía grandes daneses más altos que yo, pero aun así supe sin ningún tipo de duda que era mi abuelo. Y cuando me dijo que todavía no me había llegado la hora, que tenía que volver, lo último que deseé hacer fue apartarme de él.
—Bueno, pues yo me alegro de que te mandara de vuelta con viento fresco. Tu vida habría sido un calvario en el cielo.

Sonrió.

—Puede que tengas razón, pero nunca te he contado lo más raro.
—La mayoría de la gente considera bastante raras las experiencias cercanas a la muerte.
—Cierto —admitió con una sonrisa.
—¿Es más raro aún?
—Bastante más. —Vaciló unos instantes antes de seguir, tomó aire y me miró fijamente—. En el camino de vuelta, ya sabes, a la Tierra, oí cosas.

Aquello era nuevo.

—¿Qué tipo de cosas?
—Voces. Oí una conversación.
—¿Escuchaste a escondidas? —pregunté, ligeramente sorprendida de que aquello fuera posible—. ¿A criaturas celestiales?
—Supongo que podría decirse así, pero no lo hice a propósito. Oí una conversación entera en un solo instante, como si hubiera aparecido de pronto en mi cabeza. Sin embargo, supe de inmediato que no tendría que haberla oído, que la información que contenía era muy delicada. Me enteré del nombre de un ser con suficiente poder para provocar el fin del mundo.
—¿El fin del mundo? —repetí, tragando saliva.
—Ya sé que parece una locura, créeme, pero hablaban sobre un ser que había escapado del infierno y que había nacido en la Tierra.

El pulso se me aceleró de manera tan repentina que sentí un ligero vacío en el estómago.

—Decían que podía destruir el mundo, que podía causar el Apocalipsis si se lo proponía.

Solo conocía un ser que hubiera escapado del infierno. El mismo que había nacido en la Tierra. Y aunque sabía que era poderoso, jamás habría imaginado que pudiera llegar a causar el puto Apocalipsis. Aunque, ¿de qué iba el Apocalipsis? Tendría que haber prestado más atención en las clases de catecismo.

—De modo que la noche de la sesión de espiritismo, con esa gran sensatez que siempre va unida a la adolescencia, decidí invocarlo.

La miré boquiabierta. Bueno, solo ligeramente boquiabierta.

—Claro, porque ¿quién no querría invocar al único ser que puede acabar con todo bicho viviente sobre la faz de la Tierra?
—Exacto —dijo, cargándose mi sarcasmo—. Pensaba que tal vez podría convencerlo para que no lo hiciera. Ya sabes, hacerle entrar en razón.
—Y ¿qué tal te fue?

Se detuvo y frunció los labios.

—Tenía catorce años, sabelotodo.

Estuve a punto de soltar una risotada, pero esta no consiguió superar el nudo que se me había formado en la garganta.

—Vale, entonces, ¿va en serio? ¿Ese ser va a causar el Apocalipsis?
—No, no me escuchas. —Frunció los labios en una fina línea antes de proseguir—. Lo que yo he dicho es que ese ser posee suficiente poder para desencadenar el Apocalipsis.
—Bien, vale, un punto a su favor. Nada de profecías sobre destrucciones masivas—. Y por eso lo invoqué esa noche durante la sesión de espiritismo. Por su nombre.

Un escalofrío me recorrió las piernas y los brazos, temiéndome lo que vendría a continuación. O bien era eso o el Muerto del Maletero había vuelto a dar conmigo. Miré a mi alrededor, por si acaso.

—Pero como ya he dicho —prosiguió—, no es lo que crees. No es un demonio.
—Bueno, entonces ya podemos respirar tranquilos.
—Por lo que pude captar de la conversación, es muchísimo más que eso.

Era lo más, de acuerdo.

—Pari —dije, empezando a perder la paciencia—, ¿cómo se llama?
—No pienso decírtelo de ninguna de las maneras —aseguró, con un brillo socarrón en la mirada.
—Pari.
—Lo digo en serio. —Se puso muy seria—. Desde ese día, no he vuelto a pronunciar su nombre en alto. Nunca. Jamás.
—Ah, bien. Bueno...

No me dejó continuar, tomó un trozo de papel y escribió algo en él a toda prisa.

—Aquí lo tienes, pero no lo leas en alto. Tengo la impresión de que no le gusta que lo invoquen.

Acepté el pedazo de papel con mano temblorosa, más de lo que me habría gustado, y se me cortó la respiración cuando leí el nombre: «Pety'aziel». Pety'az... Peter. El hijo de Satán.

—Significa «el Hermoso» —dijo, mientras yo lo leía una y otra vez—. No sé qué es —prosiguió, ajena a mi estupor—, pero la armó buena en el otro lado, no sé si me entiendes. Caos. Agitación. Pánico.

Sí. Así era Peter. Maldita fuera.

jueves, 20 de octubre de 2016

Capitulo 3

Unos grandes pechos conllevan una gran responsabilidad.
(Camiseta)


—Este tarado está para que lo encierren.

Me encontraba en la ducha, el agua salía hirviendo y aun así tenía la piel de gallina, lo que solía ocurrirme cuando a algún muerto le daba por ducharse conmigo. Miré a los ojos vacíos del sin techo del maletero de Eugenia. El pelo, de color aguachirle, le llegaba hasta los hombros, la barba era una maraña apelmazada y tenía unos ojos de color castaño verdoso. Era como un imán para aquellos tipos.

Mi aliento empañaba el aire y el vapor rebotaba contra las paredes de la ducha. Resistí la tentación de alzar la vista hacia los cielos y levantar los brazos lentamente mientras las nubes de vapor se elevaban a nuestro alrededor, pero no habría estado mal fingir que era una diosa del mar. Incluso podría haber cantado un poco de ópera para darle mayor efectismo.

—¿Vienes mucho por aquí? —acabé preguntándole, aunque fui la única a quien le hizo gracia. Suficiente, por otro lado.

Al ver que no respondía, comprobé su grado de lucidez dándole unos golpecitos en el pecho con el dedo. La punta tocó su abrigo hecho jirones, para mí tan sólido como las paredes de la ducha que nos rodeaban, pero las gotas que resbalaban por mi dedo lo atravesaron y se estrellaron contra el suelo junto con las demás. Mis impertinencias no provocaron ninguna reacción. Su mirada vacía me traspasaba. Aquello era muy raro. Me había parecido bastante cuerdo cuando lo vi ovillado en el maletero de Eugenia.

A regañadientes, incliné la cabeza hacia atrás para aclararme el pelo, aunque manteniendo los ojos bien abiertos, viendo cómo me miraba. O lo que fuera que hiciera.

—¿Has tenido alguna vez uno de esos días que empiezas atiborrándote de fibra como un loco y a partir de ahí todo va cuesta abajo?

Fiel al arquetipo de chalado taciturno, no contestó. Me pregunté cuánto tiempo llevaría muerto. Tal vez hacía tanto que vagaba por la Tierra que había perdido la chaveta. Lo había visto en una peli. Claro que, si ya era un sin techo cuando falleció, puede que la locura hubiera sido un factor determinante en su vida.

Levantó la vista cuando cerré el agua. Yo hice otro tanto. Básicamente porque él lo había hecho.

—¿Qué ocurre, grandullón?

Cuando volví a mirarlo, se había ido. Había desaparecido como acostumbran hacerlo los difuntos. Sin un adiós. Sin un hasta la vista.

—Suerte, campeón.

Malditos muertos.

Aparté la cortina para coger una toalla cuando me percaté de que unas gotas de color rojo intenso resbalaban por mi brazo. Levanté la vista hacia el techo y descubrí un círculo rojo oscuro cada vez mayor, como el charco que se esparce si uno se desangra. No me dio tiempo ni a blasfemar cuando alguien lo atravesó. Alguien grande. Y pesado. Que aterrizó de lleno sobre mí.

Caímos al suelo de la ducha, hechos un ovillo. Por desgracia, acabé aplastada bajo una persona que parecía hecha de acero puro, aunque hubo algo que reconocí de inmediato: el calor que desprendía, su sello de identidad, el heraldo que anuncia su llegada. Conseguí salir de debajo de uno de los seres más poderosos del universo, Peter Lanzani, y descubrí que estaba cubierta de sangre de los pies a la cabeza. De su sangre.

—Peter —lo llamé, preocupada. Estaba inconsciente e iba vestido con una camiseta y unos vaqueros empapados de sangre—. Peter —insistí, sosteniéndole la cabeza entre las manos.

Tenía el pelo mojado. Unos enormes arañazos le atravesaban el rostro y el cuello, como si lo hubieran atacado a zarpazos, pero la mayor parte de la sangre procedía de las heridas, profundas y mortales, del pecho, la espalda y los brazos. Había estado defendiéndose, pero ¿de qué?

El corazón pugnaba por salírseme del pecho.

—Peter, por favor —musité.

Le di unas palmaditas en la cara y sus pestañas, teñidas de rojo oscuro, se agitaron. Un instante después, recuperó la conciencia. Lanzó un gruñido y la capa negra se materializó a su alrededor, a nuestro alrededor. Acto seguido, una mano salió disparada hacia mi cuello, sobre el que se cerró. En el tiempo que tardó mi corazón en recuperar el latido, me encontré arrojada contra la pared de la ducha, con una hoja reluciente y extremadamente afilada ante mi cara.

—Peter —dije con un hilo de voz, empezando a perder la consciencia a causa de la presión precisa y exacta que ejercían sus dedos alrededor de mi cuello.

Su rostro se desdibujó y lo vi todo negro. De pronto, su cara desapareció bajo la negra y ondulante capa, una prolongación de él mismo que protegía su identidad incluso de mí. Todo a mi alrededor se volvió borroso y comenzó a dar vueltas. A pesar de la brida de acero que me asfixiaba, intenté zafarme, pero por mucha resistencia que creí oponer, tuve la sensación de que las piernas me flaqueaban casi de inmediato, demasiado débiles para sostenerme en pie.

Acabé comprimida entre su pecho y la pared al tiempo que me sobrevenía un lento eclipse total. Oí su voz, que se ovilló a mi alrededor como una columna de humo envolvente.

—Aléjate del animal herido.

Acto seguido, desapareció y la gravedad reclamó su lugar. Me desplomé una vez más en el suelo de la ducha, en esa ocasión de bruces, y en lo más profundo de mi ser supe que aquello iba a doler.

Lo más raro que me ha ocurrido en la vida sucedió el día de mi nacimiento. Una figura oscura me esperaba junto al vientre materno. Vestía una capa encapuchada, que se agitaba a su alrededor y llenaba la sala de partos de ondas negras y majestuosas, como el humo llevado por la brisa. Aunque no pude verle la cara, sé que miraba cuando el médico cortó el cordón umbilical. Aunque no sentí sus dedos, sé que me acariciaba mientras las enfermeras me aseaban. Aunque no oí su voz, ronca y profunda, sé que susurró mi nombre.

Era muy poderoso, su mera presencia me debilitaba, casi me impedía respirar, y lo temía. Con el paso de los años, acabé comprendiendo que solo lo temía a él. Nunca había padecido las fobias típicas de los niños, algo que debo agradecer, teniendo en cuenta que los muertos solían seguirme a todas partes. Pero él, él me aterraba. Y eso que solo aparecía en casos de extrema necesidad. Me había salvado la vida en más de una ocasión, por tanto ¿por qué me aterrorizaba? ¿Por qué de pequeña lo había apodado el Malo Malísimo cuando parecía ser justo lo contrario?

Tal vez se debiera al poder que emanaba de él y que parecía absorber parte de mí cuando estaba cerca.

Remontémonos en el tiempo hasta una noche helada de hace quince años en las calles de Baires, a la primera vez que había visto a Peter Lanzani. Mi hermana mayor, Candela, y yo habíamos salido de reconocimiento como parte de un proyecto de clase y nos encontrábamos en una zona bastante deprimida de la ciudad cuando algo nos llamó la atención en una ventana de un pequeño apartamento. Horrorizadas, descubrimos que un hombre estaba dando una paliza a un adolescente. En ese momento, lo único en que pensé fue en ayudarlo. Como fuera. A toda costa. Llevada por la desesperación, lancé un ladrillo contra aquella ventana y funcionó: el hombre dejó de pegarle, pero, por desgracia, vino a por nosotras. Echamos a correr por un callejón oscuro y estábamos buscando un agujero en una valla por el que colarnos cuando descubrimos que el chico también había escapado. Nos lo encontramos doblado sobre sí mismo, detrás del edificio de apartamentos.

Retrocedimos y nos acercamos. La sangre le corría por la cara y le goteaba de una boca irresistible. Nos dijo que se llamaba Juan Pedro. Quisimos echarle una mano, pero rechazó nuestra ayuda, llegando incluso a amenazarnos si no nos íbamos de allí. Aquella fue mi primera lección sobre las incoherencias de la mente masculina. Sin embargo, gracias a aquel incidente, no me sorprendió descubrir más de una década después que Peter había pasado los últimos diez años en la cárcel por haber matado a aquel hombre.

Aunque ese solo era uno de los muchos detalles de su vida de los que me había enterado hacía poco, no siendo el menos importante que Peter y el Malo Malísimo, el ser misterioso que había estado siguiéndome y observándome desde el día de mi nacimiento, eran uno y lo mismo. Peter era eso que me había salvado la vida repetidamente. Eso que me había vigilado entre las sombras, una más entre ellas, y me había protegido a distancia. Lo que siempre había temido. Mierda, lo único que había temido en toda mi vida.

Era muy desconcertante descubrir que el ser de humo de mi infancia era un hombre de carne y hueso y que, aun así, podía abandonar su cuerpo y viajar a través del tiempo y del espacio en su forma incorpórea. Un hombre que podía desmaterializarse en un decir amén. Que podía desenfundar una espada y cercenar la columna de un ser humano en un abrir y cerrar de ojos. Que podía fundir los casquetes polares con solo entornar los párpados.

Sin embargo, cada nueva revelación llevaba a más preguntas. No hacía ni una semana que había descubierto de dónde emanaban sus poderes sobrenaturales. Había atisbado su mundo después de que sus dedos recorrieran mi brazo en una caricia, después de que su boca incendiara mi piel y él se hundiera en mí. La imparable acometida del orgasmo había descorrido el cerrojo de su pasado y abierto las cortinas ante mí. Vi el universo nacer ante mis ojos cuando su padre (su verdadero padre, el ángel más hermoso de la creación) fue expulsado de los salones celestiales. Lucifer contraatacó secundado por un vasto ejército y, en medio de aquellos tiempos convulsos, nació Peter. Forjado en el calor de una supernova, no tardó en abrirse camino entre las filas hasta convertirse en un mariscal respetado. Únicamente superado por su padre, dirigía millones de soldados, un general entre ladrones, incluso más hermoso y poderoso que su progenitor, con la llave de las puertas del infierno gravadas en el cuerpo.

Sin embargo, el orgullo de Lucifer no tenía límites. Codiciaba el cielo. Codificaba el control absoluto de todos los seres vivos del universo. Codiciaba el trono de Dios. Peter acataba sus órdenes sin titubeos y por ello se mantuvo vigilante, a la espera de que naciera un portal en la Tierra, un camino directo al cielo, una salida del infierno. Rastreador de habilidad y sigilo sin par, se abrió paso a través de las puertas del inframundo y encontró los portales en los confines más alejados del universo, una miríada de luces idénticas en tamaño y forma. Una miríada de ángeles de la muerte a la espera de ser merecedores del privilegio de servir en la Tierra.

Pese a todo, Juan Pedro siguió buscando y encontró uno de cabellos dorados, una hija del sol, radiante y resplandeciente. Yo. Me volví, lo vi y le sonreí. Y Peter estuvo perdido.

Desafió los deseos de su padre y no regresó al infierno para informar de nuestro paradero, esperó durante siglos a que me enviaran a la Tierra, donde él también nació, renunciando así a todo lo que conocía, por mí. Porque el día que nació con forma humana fue el día que olvidó quién era, qué era. Y lo más importante de todo: de qué era capaz. Lo sacrificó todo para estar conmigo, pero un cruel giro del destino lo arrojó a los brazos de un monstruo y Peter creció con un ave de rapiña de la peor calaña, que acabó dictando todos sus pasos. Poco a poco, empezó a recordar su pasado. Quién era. Qué era. No obstante, para entonces ya había sido encarcelado por matar al hombre que lo había criado.

Me desperté sobresaltada en el suelo de la ducha y me incorporé rápidamente. Al ser la superficie del plato dura y resbaladiza como era, es decir, básicamente dura y resbaladiza, se me escurrieron las manos y volví a resbalar con la misma celeridad. Me di un buen golpe y de ahí que en el segundo intento me lo tomara con más calma, mientras buscaba a Peter a mi alrededor y me prometía comprar pegatinas para evitar las caídas en el baño.

No había sangre. Ni señales de lucha. Y menos de Peter. ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué le habría causado unas heridas tan graves? Intenté apartar aquella imagen de mi mente, sobre todo porque me sentía muy débil solo de imaginarlo. Estaba mareada.

En ese momento recordé lo que me había dicho: «Aléjate del animal herido». Solo que lo había dicho en arameo, una de tantas miles de lenguas que conocía de manera innata desde el momento en que nací. Su voz apenas había superado el umbral de un gruñido grave, traspasado de dolor. Tenía que encontrarlo.

Después de ponerme unos vaqueros y un suéter a toda prisa, me calcé unas botas y me recogí el pelo en una coleta. Tenía muchas preguntas. Muchas preocupaciones. En el último mes, Peter había estado en coma. Un celador lo había alcanzado al realizar un disparo de advertencia cerca de un grupo de presos que parecían estar preparando un motín. El día que el Estado iba a retirarle la respiración asistida, Peter se había despertado como por arte de magia y había salido andando la mar de tranquilo de la unidad de enfermos crónicos de Cordoba. De aquello hacía una semana y desde entonces nadie lo había visto ni había oído nada de él. Ni siquiera yo. Hasta ahora.

¿Seguiría vivo? ¿Qué lo había atacado? ¿Qué se había atrevido a atacarlo? Joder, era el hijo de Satanás. ¿Quién tenía arrestos para arriesgarse a algo así? Tocaría un par de teclas, a ver qué conseguía averiguar. Estaba a punto de salir del apartamento cuando sonó el teléfono.

—Rapidito —dije al descolgar.
—Vale. Aquí hay dos hombres del FBI —me informó Eugenia.

Rápido.

Mierda.

—¿Hay dos hombres de negro en el despacho?
—Bueno, sí, aunque en realidad visten más de azul marino.

Mierda, mierda, mierda. No tenía tiempo para aquellos tipos. Vistieran del color que vistiesen.

—Vale, dos preguntas: una, ¿parecen enfadados? y dos, ¿están buenos?
—Una, no mucho —contestó al final de una larguísima pausa—. Dos, prefiero no hacer comentarios en este momento. Y tres, estás hablando por el manos libres.
—Pues vale, entonces. Me planto ahí en un santiamén.

Sin darme tiempo a hacerlo yo misma, un brazo asomó por encima de mi hombro y finalizó la llamada. Peter estaba detrás de mí. El calor que siempre desprendía penetró en mis ropas y me sentí envuelta en llamas. Se acercó un poco más y pegó su cuerpo a mi trasero. La adrenalina empezó a correr por mis venas en respuesta a su proximidad y, al bajar la cabeza hacia mí y sentir su aliento acariciándome la mejilla, creí que me desplomaría, traicionada por mis piernas.

—Bonito acople, Holandesa —dijo con una voz tan suave como un arrullo.

Un torrente de placer me recorrió la columna vertebral y desembocó en mi abdomen. Peter me llamaba Holandesa desde el día que nací y todavía no había averiguado por qué. Era como el desierto, agreste y hermoso, duro e implacable, que te tentaba con la promesa de un tesoro detrás de cada duna, con el espejismo de un manantial.

Me volví para mirarlo de frente. Él se negó a ceder ni un solo milímetro de territorio conquistado y tuve que recostarme en él para poder verle la cara, para empaparme de él. El cabello oscuro le caía ligeramente desordenado sobre la frente y se le rizaba tras las orejas. Las pestañas (tan espesas que siempre parecía que acabara de levantarse) ensombrecían unos ojos castaños de mirada límpida. Sin embargo, un brillo travieso los animaba mientras se paseaban sin prisas por mi piel, demorándose en mi boca para acabar zambulléndose en el valle que corría entre Peligro y Will Robinson. En el momento en que nuestras miradas se encontraron, comprendí el verdadero significado de la perfección.

—Tienes mejor aspecto —dije, casi sin aliento.

Las heridas profundas y mortales habían desaparecido por completo. La cabeza me daba vueltas, dividida entre el alivio y la preocupación.

Me hizo levantar la barbilla y sus dedos recorrieron mi cuello, acariciando la hinchazón que el episodio de enajenación mental transitoria de la ducha me había dejado de recuerdo. Menudo genio se gastaba.

—Lo siento.
—¿Te importaría explicarte?

Bajó la cabeza.

—Creía que eras otra persona.
—¿Quién?

En lugar de contestar, tocó mi piel con la yema de los dedos, buscando el pulso, y el gesto, la constatación de que la vida corría por mis venas, pareció deleitarlo.

—¿Se trata de los demonios de los que me hablaste? —pregunté.
—Sí.

Por la calma y la tranquilidad con que había contestado, cualquiera habría dicho que era algo habitual que unos demonios quisieran matarlo. Me había hablado de ellos la semana anterior, poco después de descubrir quién era Peter realmente. Según él, en realidad iban tras de mí, pero para alcanzarme, primero tendrían que pasar por encima de su cadáver. En aquel momento, supuse que hablaba metafóricamente. Por lo visto, no era así.

—¿Están...? —Me detuve a media frase y tragué saliva—. ¿Estás bien?
—Inconsciente —contestó, acercándose un poco más, pasándose la lengua por sus carnosos labios.

El estómago me dio un vuelco, aunque no toda la culpa la había tenido aquel gesto.

—¿Estás inconsciente? ¿Qué quieres decir?

Peter había apoyado las manos en la encimera, a ambos costados de mis caderas, y había quedado atrapada entre sus fornidos brazos.

—Quiero decir que no estoy despierto —contestó, un instante antes de mordisquearme el lóbulo de una oreja. La leve presión de sus dientes estremeció la capa más superficial de mi piel.

Su voz grave y profunda reverberó a través de mis huesos y los licuó desde la médula. Hice todo lo posible por concentrarme en sus palabras y apartar mi atención de la agitación que provocaba cada sílaba, cada roce. Era como un chute de heroína recubierto de chocolate, y yo, una auténtica adicta.

Lo había tenido dentro de mí. Había conocido el cielo durante un breve instante y la experiencia había traspasado de tal modo los límites de la realidad, había sido tan demoledora que estaba segura de que jamás podría estar con otro hombre.

Porque, vamos a ver, ¿quién iba a competir con un ser creado de belleza y pecado y forjado en el fuego abrasador de la sensualidad? Era un dios entre los hombres. Maldita fuera.

—¿Por qué no estás despierto? —pregunté, tratando de reconducir mis pensamientos—. Peter, ¿qué ha ocurrido?

Parecía demasiado ocupado abriéndose paso a pequeños mordiscos hacia mi clavícula. Sus labios ardientes provocaban actividad sísmica en cada punto de contacto.

No quería interrumpir, pero...

—Peter, ¿estás escuchándome?

Levantó la cabeza con una sonrisa sensual revoloteando en la comisura de sus labios.

—Estoy escuchando —aseguró.
—¿El qué? ¿Cómo se concentra la sangre en tus partes pudendas?
—No —contestó, ahogando una risita ronca que me produjo un cosquilleo en todo el cuerpo—. El latido de tu corazón.

Volvió a bajar la cabeza y retomó el ataque aéreo.

—Peter, en serio, ¿cómo te has hecho todas esas heridas?
—Con mucho dolor —me susurró al oído.

Su respuesta me encogió el corazón.

—Tiempo —pedí, al tiempo que cerraba los dedos sobre la muñeca de una mano que estaba haciendo cosas increíbles en mis partes femeninas.

La giró y entrelazó sus dedos con los míos.

—¿Estás castigándome?
—Sí —afirmé, y dejé escapar un suspiro tembloroso entre los labios.
—Si desobedezco, ¿me darás unos azotitos?

Sin poder reprimirme, lancé una risotada.

—Peter, tenemos que hablar —dije, intentando sonar seria.
—Pues habla —me animó, mientras me acariciaba la muñeca con el pulgar.

Coloqué un dedo en su hombro y lo empujé ligeramente.

—Perdón, mejor dicho: tienes que hablar. Dime qué ha ocurrido, por favor. ¿Por qué estás inconsciente?

Se enderezó lanzando un lento suspiro y me miró fijamente con sus cristalinos ojos castaños.

—Ya te lo dije la semana pasada: me han encontrado.
—Los demonios.
—Sí.
—¿Qué quieren?
—Lo mismo que yo —contestó, paseando su mirada por mi cuerpo—, aunque por razones distintas.

Ya me había explicado que me buscaban a mí, el portal, el camino hacia el cielo, pero nunca imaginé que estuvieran dispuestos a llegar tan lejos para conseguirlo.

—¿Sigues vivo?
—Mi cuerpo terrenal es como el tuyo. Es más resistente, mucho más, comparado con el de la mayoría de los humanos.

Una sensación de alivio invadió hasta la última molécula de mi ser.

—Dime qué está ocurriendo —dije al fin, respiré hondo—. Exactamente.
—Exactamente. De acuerdo, están esperando que ocurran, exactamente, un par de cosas.
—Que son...
—Que mi cuerpo expire para poder devolverme al infierno o que tú me encuentres. Una de ellas les proporcionaría la llave —dijo, señalando con la cabeza las suaves y fluidas líneas de sus tatuajes, un mapa que conducía a las puertas del infierno. Sin él, el peligroso viaje a través del vacío de la eternidad rara vez acababa bien para quien intentara huir—. Y la otra les daría libre acceso al cielo. —Me miró a los ojos—. Cualquiera de las dos los haría inmensamente felices.
—Entonces dime dónde está tu cuerpo y así podríamos... No sé, esconderte.

Sacudió la cabeza, como si lo lamentara.

—Lo siento, pero no puedo.

Fruncí el ceño.

—¿Qué quieres decir con que no puedes? Peter, ¿dónde estás?

Esbozó una sonrisa amarga.

—En un lugar seguro.
—¿Estás a salvo de los demonios? —pregunté, esperanzada.
—No —contestó—. Tú estás a salvo de los demonios.

Al ver que volvía a concentrarse en mi yugular, me separé de él.

—Entonces ¿ellos saben dónde estás? ¿Quieren matarte?

Lo que Peter insinuaba se parecía bastante a la peor de mis pesadillas: encontrarme en cualquier sitio herida e indefensa, mientras me perseguía un chiflado decidido a acabar conmigo. Jamás se me habría ocurrido convertir al culpable de mis pesadillas en un ser demoníaco, pero ahora que disponía de material nuevo, estaba convencida de que mis sueños recurrentes actualizarían el software para incorporar una presencia maligna. Maravilloso.

Peter suspiró hondo, retrocedió y se dejó caer en una silla antes de subir las piernas al escritorio y cruzarlas a la altura de los tobillos.

—¿En serio tenemos que hacer esto ahora? Puede que no me quede mucho tiempo.

Se me paró el corazón y me pregunté cuánto le quedaría. Cuánto nos quedaría. No tenía mesa y sillas de comedor, pero sí una barra y un par de taburetes. Ocupé uno y me volví hacia él.

—¿Por qué no quieres decirme dónde estás?
—Por muchas razones.

Paseó sus ojos por todo mi cuerpo, como si me impusiera un velo de fuego. Era capaz de encender mis deseos más íntimos con una simple mirada. En ese mismo momento decidí que se había acabado aquello de leer novelas románticas a la luz de las velas.

—¿Vas a decirme cuáles son esas razones o tengo que adivinarlas?
—Dado que es muy probable que no pueda quedarme todo el día, será mejor que te las diga.
—Por fin estamos sacando algo en limpio.
—La primera es porque se trata de una trampa, Holandesa, dispuesta única y exclusivamente para ti. ¿Por qué crees que no me han matado todavía? Quieren que me busques y que me encuentres. Recuerda: si tú no los ves, ellos no te ven.

No era la primera vez que lo mencionaba, aunque el significado se me antojaba un poco enigmático. Por no decir inquietante.

—¿Y si los viera? —pregunté.

Su mirada volvió a vagar sobre mí.

—Digamos que sería difícil que pasaras desapercibida.
—Pues lo haremos de incógnito. Ya sabes, como los marines o las fuerzas especiales.
—No funciona así.
—Con eso no me basta. —Cerré las manos en un puño—. Hay que intentarlo. No podemos dejar que te maten.
—No has oído la segunda razón.

El tono que había empleado no auguraba nada bueno.

—Muy bien, adelante, ¿de qué se trata?

Me crucé de brazos y esperé.

—No te gustará.
—Ya soy mayorcita —contesté, alzando ligeramente la barbilla—, podré soportarlo.
—Vale, como quieras. Voy a dejar que mi parte humana muera. —Me quedé de piedra—. No es que me guste la idea —prosiguió, encogiéndose de hombros con absoluta tranquilidad—, pero me vuelve más lento y, como has visto con tus propios ojos, también vulnerable.
—Pero desapareciste ante la cámara cuando te despertaste del coma. Desmaterializaste tu cuerpo humano.
—Holandesa —dijo, al tiempo que me dirigía una mirada reprobadora bajo sus oscuras pestañas—, ni siquiera yo puedo hacer eso.
—Entonces ¿cómo desapareciste? Vi la cinta.
—Puedo interferir los aparatos eléctricos cuando me apetezca. Igual que tú, si te concentras.

No lo sabía.

—Pensaba que...
—Pues no —me interrumpió de manera tajante. Se ponía un poco quisquilloso cuando lo torturaban.
—De acuerdo, estaba equivocada. No es que lo de ser sobrenatural venga con un manual de instrucciones.
—Cierto.
—Pero esa no es razón para dejar que te maten. Porque, vamos a ver, ¿qué te ocurrirá luego? Acabas de decir que si falleces, te devolverán al infierno.
—Ni siquiera ellos saben si pueden arrastrarme de vuelta, únicamente confían en que así sea. Supongo que solo hay un modo seguro de saberlo —dijo, enarcando las cejas al imaginar a qué habría de enfrentarse.
—Un momento, ¿no sabes qué ocurrirá? ¿No sabes si pueden hacerte volver?

Se encogió de hombros.

—No tengo la más mínima idea, pero lo dudo.
—Vale, pero ¿y si pudieran? ¿Y si consiguieran que volvieras?
—Es muy poco probable que ocurra —insistió—, ¿quién está cualificado para hacerlo?
—Oh, por favor. No puedo creer que estés dispuesto a correr ese riesgo.
—Es mucho más arriesgado permanecer aquí con vida, en la Tierra, Holandesa —replicó, revelándose cierta irritación en su voz—. Y es un riesgo que ya no estoy dispuesto a seguir asumiendo.
—Más arriesgado, ¿para quién?
—Más arriesgado para ti.

Su respuesta me dejó aún más confusa.

—No lo entiendo. ¿Por qué es más arriesgado para mí?

Se pasó las manos por el pelo. El cabello así alborotado le dio un aire tan sensual que tardé unos segundos en recuperarme de la impresión.

—Son demonios, Holandesa, y solo hay una cosa en este universo que deseen más que las almas humanas.
—¿Los burritos de Macho Taco?

Se levantó y se quedó de pie, delante de mí, imponente.

—Te quieren a ti, Holandesa. Necesitan el portal. ¿Sabes qué ocurriría si te encontraran?

Me mordí los labios y me encogí de hombros.

—¿Que tendrían vía libre hacia el cielo?
—No permitiré que eso ocurra.
—Vale —dije, con voz apática—. Lo había olvidado, tendrías que matarme.

Se acercó un poco más y bajó la voz.

—Y si tuviera que hacerlo, lo haría, Holandesa. Sin pensármelo dos veces.

Genial. Era conmovedor saber que alguien me cubría las espaldas.

—¿Te has molestado? —preguntó, levantándome la barbilla con los dedos.
—Deja de leerme la mente —contesté, a la defensiva.
—No puedo leerte la mente. Soy como tú, percibo las emociones, los sentimientos. Y sé que estás dolida.
—Para empezar, ¿cómo es posible que un demonio encuentre el camino hasta este plano? —pregunté, separándome de él. Me puse en pie y empecé a caminar por el piso. Él volvió a tomar asiento y a descansar las piernas sobre el escritorio. No me había fijado en sus botas hasta ese momento. Eran negras, una mezcla de estilo vaquero y motero. Me gustaban—. Creía que era casi imposible que los demonios pudieran cruzar las puertas.
—Sí, tú lo has dicho, casi imposible. De vez en cuando, uno desafía el vacío y busca el camino para salir del laberinto. Es peligroso y pocas veces lo consiguen. Casi todos se pierden y jamás vuelve a saberse de ellos.

Le dio un golpecito al ratón sin querer y el ordenador volvió a la vida. Lo que significa que apareció el fondo de escritorio. Lo que significa que apareció la foto de Peter, la del expediente de arresto, la única que tenía de él. Frunció el ceño.

Resistí la tentación de esconderme debajo del taburete. De todas maneras, lo más probable era que aun así me viera.

—Decías...
—Sí, bien —dijo, devolviéndome su atención—. Aunque por algún milagro uno de ellos consiguiera atravesar las puertas, todavía le quedaría mucho camino hasta llegar aquí. Tiene que entrar a cuestas del alma de un recién nacido. No disponen de otro modo de acceder a este plano. El plano en el que resulta que estamos tú y yo —me recordó.
—Pero eso no fue lo que hiciste tú cuando escapaste del infierno. Tú no tuviste que entrar a cuestas de nadie.
—Yo soy distinto. Una vez que conseguí escapar, pude navegar entre los planos con la misma facilidad con que tú atraviesas los umbrales de las puertas.
—¿Cómo es posible?
—Lo es y ya está —contestó con evasivas—. Soy diferente. Me crearon por una razón concreta. 

Cuando expulsaron del cielo a los caídos, los desterraron de la luz, por eso me necesitaban. Soy un instrumento, un medio para un fin. Aunque admito que nacer en la Tierra tal vez no sea la mejor decisión que he tomado en mi vida. Mi cuerpo me ha hecho demasiado vulnerable y debo acabar con él. Tengo que ocultar las pruebas físicas de la existencia de la llave.

Cuando Peter nació con forma humana, la llave, el mapa hacia el infierno grabado en su cuerpo en el momento de su creación, también apareció en su cuerpo humano. Me habría gustado saber qué pensaron sus padres humanos al ver aquello. Y los médicos. Un recién nacido cubierto de tatuajes. 

No estaba segura de cómo funcionaba el asunto, pero, por lo visto, el tatuaje era el medio con que contaba Satán para salir del infierno. En cualquier caso, el príncipe de las tinieblas no tenía intención de escapar y volverse vulnerable antes de que naciera un portal, así que envió a su hijo a este plano a la espera de dicho acontecimiento. Se suponía que, cuando aquello sucediera, Peter guiaría a Satán y a todos sus ejércitos. Sin embargo, él también había nacido en la Tierra. Para estar conmigo. Para crecer conmigo. Aunque se lo arrebataron a sus padres humanos mucho antes de que su sueño pudiera hacerse realidad.

—Si esos demonios consiguen regresar con la llave a través de las puertas —prosiguió—, mi padre podrá escapar. Y te aseguro que lo hará. —Se repantingó en la silla y unió las manos detrás de la nuca—. Podría decirse que la gente lleva profetizando el fin del mundo desde el principio de los tiempos, ¿verdad?
—Sí —contesté. Algo me dijo que el dato anecdótico no iba a acabar bien.
—Pues no tienen ni idea del infierno que les espera si mi padre consigue la llave. —Bajó las manos y se inclinó hacia delante—. Y lo primero que hará es ir a por ti.
—No me importa.

Por su mirada reprobadora, deduje que no me había creído.

—Claro que te importa.
—No, no me importa. No puedes dejar que tu cuerpo muera. No sabemos con certeza qué ocurrirá. 

¿Y si consiguieran derrotarte incluso después de haberte deshecho de tu cuerpo?

—Pongamos por caso que dejaran de ser una amenaza, que tú fueras capaz de vencerlos a todos.
—¿Yo?
—Seguiría existiendo un pequeño problemilla al que llamo «vivir tras los barrotes». No pienso volver a la cárcel, Holandesa.

¿Qué? ¿Aquello le preocupaba?

—No lo entiendo. Puedes abandonar tu cuerpo a tu antojo. Esos barrotes no te retienen.
—No es tan sencillo.

Ya volvía a mostrarse evasivo. Había algo que no quería contarme.

—Peter, por favor, dime la verdad.
—No es importante.

Adelantó el cuerpo y apagó la pantalla del ordenador, como si de pronto le molestara.

—Peter. —Le puse una mano en el brazo, obligándole a volverse hacia mí—. ¿Por qué no es tan sencillo?

Abrió la boca con intención de decir algo y se miró las botas.

—Tiene... efectos secundarios.
—¿Abandonar tu cuerpo?
—Sí. Cuando me separo de él, es como si mi cuerpo entrara en coma. Si lo hago demasiado a menudo, los médicos de la prisión me inyectan medicamentos para prevenir los ataques.

Medicamentos que tienen unos efectos secundarios intolerables. —Nuestras miradas volvieron a encontrarse—. No me permiten abandonar mi cuerpo, por lo que yo acabo atrapado en la cárcel y tú eres completamente vulnerable.

Ah.

—Bueno, pues entonces continúa huido, yo te ayudaré, pero por ahora deja que te busque atención médica. Tengo un amigo que es médico y conozco un par de enfermeras. Ellos se ocuparán de ti y no nos entregarán, te lo prometo. Dime dónde estás. Ya tendremos tiempo luego de preocuparnos de la cárcel.

—Si tú me encuentras, él me encuentra. Y yo vuelvo a la cárcel, por muchos contactos que tengas.

¿Ya estábamos otra vez con los misterios?

—¿Quién te encuentra?
—El tipo que tu tío te ha pegado a los talones.

Aquello me cogió por sorpresa.

—¿De qué estás hablando?
—Tu tío te ha hecho seguir, imagino que con la esperanza de que yo aparezca.
—¿El tío Nico me ha hecho seguir? —repetí, atónita.
—¿No se supone que deberías percatarte de ese tipo de cosas? ¿No es parte de tu trabajo?

Me guiñó un ojo con socarronería.

—Estás cambiando de tema —protesté, intentando recuperarme del guiño.
—Lo siento. —Se puso serio—. De acuerdo, veamos, quieres que siga vivo porque existe la lejana posibilidad de que puedan enviarme de vuelta al infierno. Más o menos, eso lo resume todo, ¿no es así?
—Peter, escapaste de allí. Nada más y nada menos que el ser que fue creado con el mapa de las puertas del infierno grabado en su cuerpo. Eres la llave de su libertad y te fugaste con ella. Eras su general, el más poderoso de sus guerreros, y los traicionaste. ¿Qué crees que te ocurrirá si consiguen enviarte de vuelta? Sin mencionar el hecho de que si regresas, tu padre, que, mira tú por dónde, resulta ser Satán, tendrá la llave para escapar del infierno.
—Tú lo has dicho, «si».
—Un «si» por el que no estoy dispuesta a correr riesgos. Seguro que el infierno es suficientemente atroz sin necesidad de ser el enemigo público número uno del inframundo. Además, ¿cómo vamos a arriesgarnos a dejar salir a Satán? —Crucé los brazos—. Dime dónde estás.
—Holandesa, no me busques. Aunque pudieras vencerlos a todos...
—¿Por qué no dejas de repetir eso? —pregunté, exasperada—. Soy una luz brillante que atrae a los muertos para que puedan cruzar a través de mí. Pensándolo bien, soy como uno de esos atrapa insectos eléctricos. Y estoy bastante segura de que Azote de Demonios no acaba de encajar con lo que hago.

La leve sonrisa que se dibujó en su hermoso rostro estuvo a punto de licuarme las rótulas.

—Si tan solo tuvieras una vaga idea de lo que eres capaz de hacer, el mundo sería un lugar bastante peligroso.

No era la primera vez que oía algo por el estilo, y expresado con la misma vaguedad.

—Muy bien, entonces ¿por qué no me iluminas? —pregunté, sabiendo que no lo haría.
—Si te dijera de lo que eres capaz, estarías en situación de ventaja, y no pienso exponerme a eso.
—¿Qué demonios crees que te haría?

Se levantó y me atrajo hacia él, con un gruñido.

—Dios, qué cosas preguntas, Holandesa.

Me envolvió el cuello entre sus largos dedos y me hizo levantar la barbilla apenas un instante antes de que su boca se abalanzara sobre la mía. Lo que empezó con una leve vacilación se convirtió en una exigencia irrefrenable en cuestión de segundos. Su lengua se abrió camino en el interior de mi boca y el sabor de su piel, el olor a tierra húmeda, hizo que perdiera el mundo de vista. Me abandoné en sus brazos, ladeé la cabeza en un gesto que aumentó la pasión del beso y me aferré a sus anchos hombros con desesperación.

Me rodeó la nuca con una mano y me estrechó contra él con la otra al tiempo que me hacía retroceder hasta la pared. A continuación, me cogió ambas manos con una sola suya y las sujetó por encima de mi cabeza mientras la otra exploraba a su antojo. La ahuecó sobre Peligro y acarició la cúspide hasta que se endureció bajo su palma, arrancándome un débil gemido.

Sonrió, bajó la cabeza y posó sus labios ardientes sobre mi pulso. La lava incandescente que se arremolinó en mi estómago desató sensuales temblores por todo mi cuerpo. Traté de encontrar las fuerzas para detenerlo. En serio, aquello era ridículo. Mi absoluta falta de control cuando se trataba de Peter rayaba en lo lamentable. ¿Qué más daba que fuera el hijo de Satán, según se decía la criatura más bella que jamás hubiera pisado los cielos? ¿Qué más daba que se hubiera forjado en el calor de un millar de estrellas? ¿Qué más daba que me fundiera las entrañas?

Tenía que encontrar algo a lo que aferrarme para no perder el control. Y tenía que ser algo distinto al miembro viril de Peter.

—Espera —dije, cuando su lengua hizo estremecer lo más profundo de mi ser—, tengo que hacerte una justa advertencia.
—¿Ah, sí?

Se enderezó y me dirigió una mirada lánguida y voluptuosa.

—No voy a permitir que dejes morir tu cuerpo.
—¿Vas a detenerme? —preguntó, con cierto escepticismo.

Lo empujé para apartarlo de mí, recogí mi bolso y me dirigí hacia la puerta.

—Voy a encontrarte —aseguré, antes de cerrarla, volviéndome hacia él.