lunes, 15 de mayo de 2017

Capítulo 2

El corazón se me aceleró a causa del miedo y la expectación cuando percibí sus dientes más y más cerca de mi piel desnuda. Siempre aborrecía esta última sensación, pero no era fácil de evitar y no conseguía deshacerme de esa debilidad.

Los colmillos me mordieron con dureza y grité ante el repentino y doloroso pinchazo. El dolor desapareció enseguida y fue reemplazado por un goce potente y maravilloso que se extendió por todo mi cuerpo. Era mucho mejor que cualquier cosa que hubiera experimentado estando borracha o colgada. Era incluso mejor que el sexo, o al menos eso me imaginaba yo, pues hasta ahora no lo había practicado. Se trataba de un placer completo, puro y refinado: me envolvía y me hacía sentir que todo iba bien en el mundo. Y seguía y seguía. Los elementos químicos de su saliva me inyectaron un chute de endorfinas y yo perdí la cuenta del mundo y hasta de mí misma.

Y entonces, por desgracia, se acabó de pronto. No había durado más de un minuto.

Ella se retiró, pasándose la mano por los labios mientras me estudiaba.

— ¿Estás bien?
— Yo… sí — me dejé caer de espaldas en la cama, algo mareada debido a la pérdida de sangre —. Sólo necesito dormir un poco. Estoy bien.

Sus pálidos ojos color verde jade me observaron con preocupación. Se levantó.

— Voy a traerte algo para que comas.

Las protestas apenas consiguieron alcanzar perezosamente mis labios, porque ella se marchó antes de que fuera capaz de articular palabra. La excitación provocada por el mordisco se había aminorado algo cuando ella rompió el contacto, pero por las venas todavía circulaba un remanente de endorfinas, por lo cual mi rostro mostraba una especie de sonrisa estúpida. Volví mi cabeza y la alcé para mirar a Óscar, todavía sentado en el alféizar de la ventana.

— No sabes lo que te pierdes — le comenté.

El animal tenía la atención​ puesta en el exterior. Se agazapó, formando una bola con el erizado pelo negro como la tinta, y empezó a retorcer la cola.

Dejé de sonreír e hice un gran esfuerzo para incorporarme. El mundo comenzó a dar vueltas y esperé a que cesara el vértigo antes de intentarlo de nuevo. Cuando lo conseguí, volví a marearme y está vez no me dejó en paz. Aún así, me sentí con fuerzas suficientes para alcanzar el alféizar a trompicones y observar la calle a través de la ventana. Óscar me miró con cautela, echó una ojeada por los alrededores y luego centró su interés en lo que le había llamado la atención.

Una brisa cálida, de una temperatura poco frecuente en el otoño de Portland, jugó con mi pelo cuando me asomé por la ventana. La calle estaba oscura y bastante tranquila. Eran las tres de la mañana, justo el momento en que un campus de facultad suele estar más o menos en paz. La casa donde habíamos alquilado una habitación durante los últimos ocho meses se hallaba en una calle residencial con buenas casonas de estilos distintos. Al otro lado de la calzada titilaba una farola casi a punto de apagarse, aunque arrojaba la luz suficiente para poder distinguir los contornos de coches y edificios. Incluso era capaz de percibir las formas de los árboles y arbustos de nuestro patio.

Y la de un hombre que me observaba.

Di un salto hacia atrás ante la sorpresa de descubrir la silueta de un fisgón al lado de un árbol, a unos diez metros de distancia, desde donde podía mirar dentro de la casa con facilidad. Se encontraba tan cerca que probablemente podría haberle arrojado algo con muchas posibilidades de acertarle de lleno, y desde luego estaba lo bastante próximo para haber visto lo que acabábamos de hacer Mery y yo.

Las sombras le cubrían con tanta facilidad que incluso con mi vista mejorada no lograba distinguir ninguno de sus rasgos, excepto su estatura. Era alto, muy alto, en realidad. Permaneció allí durante apenas unos momentos, casi indiscernible entre las sombras proyectadas por los árboles del lado más lejano del patio, hacia las que dio un paso, desapareciendo de la vista. Estaba casi segura de haber visto a alguien más moverse cerca de él y unírsele antes de que la oscuridad se los tragara a ambos.

Fueran quienes fueran esas figuras, a Óscar no le gustaron. Solía llevarse bien con casi todo el mundo, si omitíamos mi caso, y sólo se sentía molesto cuando alguien suponía un peligro inmediato. El tipo de ahí fuera no había hecho ningún gesto amenazador hacia el felino, pero él había notado algo que le había puesto nervioso.

Algo idéntico a lo que siempre percibía en mí.

Un miedo helado me recorrió con rapidez, erradicando casi, aunque no del todo, el goce encantador del mordisco de Mery. Me retiré de allí e intenté embutirme en unos vaqueros que encontré tirados por el suelo, y estuve apunto de caerme en el proceso. Una vez que los tuve puestos, agarré mi abrigo y el de Mery, junto con nuestras carteras. Metí los pies en los primero zapatos que vi y salí disparada hacia la puerta.

La hallé en la planta baja, trasteando en el frigorífico de la atestada cocina. Uno de nuestros compañeros de piso, Jerónimo, estaba sentado a la mesa con la mano apoyada en la frente mientras contemplaba con tristeza un libro de cálculo. Mery me miró sorprendida.

— No deberías haberte levantado.
— Debemos irnos. Ya.

Se le dilataron los ojos y justo un momento más tarde, comprendió qué quería decirle.

— ¿Estás… segura? ¿Segura del todo?

Asentí. No podía explicarle la razón de tanta certeza. Simplemente, era así.

Jerónimo nos observó con curiosidad.

— ¿Pasa algo?

Se me ocurrió una idea en ese momento.

— Mery, cógele las llaves del coche.

Él desplazó la mirada de una a otra alternativamente.

— ¿Qué es lo que…?

Merysin vacilar, camino hacia él. Su miedo se infiltró en mí a través de nuestra conexión psíquica, pero también había algo más: su fe absoluta en que yo me haría cargo de todo y en que estaríamos a salvo. Como siempre, yo esperaba poder estar a la altura de ese tipo de confianza.

Exhibió una gran sonrisa y le miró directamente a los ojos. Durante un momento, Jerónimo se limitó a devolver la mirada con gesto de cierta confusión, mas enseguida me di cuenta de cómo ella le sometía. Los ojos del joven se vidriaron y poco después la contemplaba con total adoración.

— Necesitamos que nos prestes el coche — le dijo con voz dulce —. ¿Dónde has puesto las llaves?

Él sonrió y me estremecí. Yo tenía una gran resistencia a la coerción, pero podía notar sus efectos cuando se dirigía hacia otra persona. Por otro lado, durante toda mi vida me habían enseñado que usarla estaba mal. Jerónimo se llevó la mano​ al bolsillo y sacó del mismo un juego de llaves colgado de un gran llavero rojo.

— Gracias — repuso Mery —. ¿Y dónde lo has aparcado?
— En la calle, más abajo — contestó con voz soñadora —. En la esquina. Cerca de Brown — eso estaba a unas cuatro manzanas de distancia.
— Gracias — repitió ella, mientras retrocedía —. En cuanto nos marchemos, quiero que te pongas a estudiar de nuevo. Olvídate de que nos has visto esta noche.

Él asintió cortésmente. Tenía la impresión de que, bajo su poder, se habría tirado por un acantilado si ella se lo hubiera pedido. Todos los humanos son susceptibles a la coerción, pero éste parecía más vulnerable que la media, lo cual había venido de perilla en ese preciso momento.

— Vamos — la apuré —. Tenemos que ponernos en marcha.

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