martes, 9 de mayo de 2017

Capítulo 37

Capítulo 37


— Llévate el Jeep — dije preguntándome cómo era posible que me intimidara de aquella manera.
Sí, de acuerdo, nunca había tenido miedo de nada, salvo de él, aunque hiciera poco que hubiera averiguado que era justamente él aquello que siempre había temido.
Entrecerró los ojos. Se inclinó sobre mí y estudió mi rostro sin prisas. Quise apartarme de él, pero me resultó imposible. No, después de lo que habíamos hecho aquellas últimas semanas. No, después de lo que era capaz de hacerme sentir. Y ahora me encontraba allí, con un cuchillo en la garganta, amenazada por el mismísimo hombre cuyo nombre gritaba en sueños.
— Es tuyo — insistí —. Llévatelo. No llamaré a la policía.
— Eso es justo lo que pienso hacer.
En cierto modo, aquello se alejaba diametralmente de nuestros encuentros anteriores, sobre todo porque se trataba de él, de Juan Pedro Lanzani, de Pitt'aziel, del hijo de Satán en persona. Aparte de esa misma mañana, nunca había tratado con aquella parte de él, con una bestia capaz de hacer trizas a un hombre durante los anuncios, según lo que Nico Riera me había contado.
Consultó la hora del reloj de pulsera aprovechando el estallido de luz de un nuevo relámpago. Solo entonces me percaté de la tensión que se acumulaba en sus músculos, como si le doliera algo.
— Llegamos tarde — dijo con sequedad, mientras el atisbo de una sonrisa ladeada se esbozaba levemente en su rostro. Esa sonrisa compradora como yo le había apodado —. ¿Por qué has tardado tanto?
Fruncí el ceño.
— ¿Tarde?
Su sonrisa vaciló y rechinó los dientes, inclinándose hacia delante​y volviendo a apoyar su frente contra la mía. Entonces comprendí que estaba herido. Sentí que se desmayaba medio segundo sobre mi, como si por un momento hubiera quedado inconsciente. Sacudió la cabeza con brusquedad, obligándose a mantenerse despierto y asió el volante en busca de apoyo antes de volver a concentrarse en mí.
De pronto tuve la sensación de que la historia se repetía en mi cabeza y regresaba a aquella noche en que un adolescente caía al borde del desmayo por culpa de la paliza que estaba recibiendo, con los brazos alzados en un intento inútil de protegerse de su agresor. La imagen arrastró consigo la empatía, la necesidad acuciante de ayudarlo.
Les hice frente. Ya no se trataba de un adolescente, sino de un hombre, de un ser sobrenatural que apretaba un cuchillo contra mi cuello. De un hombre que llevaba más de una década en la cárcel, modelado, templado y endurecido por el odio y la rabia que se engendran en esos sitios. Como si crecer en el infierno no hubiera alimentado suficiente aquellos sentimientos. Si no era un caso perdido antes de ingresar en prisión, ahora seguro que sí. No podía dejarme llevar por la compasión, a pesar de lo que hubiera pasado entre nosotros. Los chicos buenos no utilizaban cuchillos para salir con chicas. Tal vez si era digno hijo de su padre.
Miré de reojo la mano con que se aferraba al volante como si su vida dependiera de ello y en la que empuñaba el cuchillo de confección casera. Su estado me recordó algo que me había dicho hacía un tiempo: «Cuídate del animal herido».
— ¿Por qué lo haces? — pregunté.
— Porque de otro modo huirías — contestó con toda la naturalidad del mundo, abriendo los ojos.
— No, me refiero a que... ¿por qué has escapado?
Frunció el ceño.
— Era la única forma de salir de allí.
De nuevo torció el gesto, atravesado por el dolor.
Bajé la vista. El mono oscuro estaba empapado de sangre y se me escapó un grito ahogado.
— Peter...
Alguien llamó a la puerta de mi lado con tanta brusquedad que ambos dimos un respingo. Volví a sentir la hoja del cuchillo en la garganta al instante. Un auténtico animal herido.

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