miércoles, 24 de mayo de 2017

Capítulo 51

Capítulo 51


Al volverme, me encontré con una mujer envuelta en un abrigo marrón, a conjunto con los mocasines, prácticos pero feos.

— Depende de quién lo pregunté.

Se acercó a mí, sin dejar de mirar a su alrededor. Tenía el pelo largo y oscuro, aunque lo llevaba un tanto descuidado, y unas enormes gafas de sol le ocultaba la mitad del rostro. Era la misma mujer del Buick de la mañana anterior. El mismo pelo. Las mismas gafas de sol. Las misma tristeza filtrándose hacia la superficie. Sin embargo, su aura era calidad y desprendió una luz suave, similar al resplandor de una vela, como si no se atreviera a brillar con demasiada intensidad.

— Señorita Esposito. — Me tendió la mano —. Me llamo Mónica Dean. Soy la hermana de Teresa Kyost.
— Señorita Dean. — Se la estreché. Pase lista las emociones propias de una mujer que desconoce el paradero de su hermana y no faltaba ninguna. Estaba asustada, atravesada por el dolor, con el corazón en un puño —. He estado buscándola.
— Lo siento. — Se subió las gafas con un gesto nervioso —. Mi hermano me dijo que no hablara con usted.
— Ya, creo que no le gustó mi visita de ayer. ¿Quiere que entremos?

Le indiqué la parte trasera del bar de mi padre. Se me había metido el frió en los huesos y no parecía dispuesto a soltarme, como un chihuahua puesto de esteroides.

— Sí, claro — dijo envolviéndose un poco más en su abrigo —. Su visita dejó muy desconcertado a mi hermano. Le causó buena impresión.
— ¿De verdad? — Eché a andar hacia el bar —. Pues yo tuve la sensación de que quería hacerme una llave de estrangulación hasta que le suplicara clemencia. — ¡Eso era! ¡Luchadora profesional! —. Siento mucho lo de su hermana — añadí, redirigiendo mis pensamientos hacia el tema que nos ocupaba.

Aunque, en serio, lo haría de fábula. Si bien primero tendría que pillarme un buen bronceado. Y puede que uno músculos ocurridos de venas.

— Gracias.

Tampoco estaría de más un seguro médico.

Encendí las luces nada más entrar en el local de mi padre, aunque al ver el resplandor que se proyectaba desde la cocina supuse que Sammy ya había llegado y que estaba disponiéndolo todo para el turno del mediodía. El bar se encontraba a medio camino entre un pub irlandés y un burdel victoriano. El espacio principal tenía un techo catedralicio de madera oscura y forja centenaria que coronaba las paredes como si de antiguas molduras se tratarán, trayendo la vista hacia la pared más occidental, donde se alzaba magnífico imponente ascensor de hierro forjado, de esos que ya solo se ven en algunos viejos hoteles y en las películas antiguas, de esos cuya maquinaria y poleas quedan a la vista de todo el mundo, de esos que tardaban una eternidad en trasladar a sus ocupantes a la segunda planta.  Fotos enmarcadas, medallas y banderines que conmemoraban diversas celebraciones de las fuerzas del orden asfixiaban en las paredes. La barra original, de caoba, caía nuestra derecha.

— ¿Le apetece un​ café? — pregunté, invitándola a tomar asiento den uno de los reservados del Rincón. Mónica parecía medio muerta de hambre, incapaz de detener el temblor de las manos causado por la angustia y el cansancio. Pensé que si nos sentamos en una mesa, tal vez a Sammy no le importaría prepararnos algo rápido —. Si desea acompañarme, estaba a punto de almorzar.

La puerta trasera se abrió de golpe y un hombre con pinta de no estar muy alegre llamado Luther Dean irrumpió en el bar.

— Esto no irá en serio, ¿verdad? — dijo fulminando a su hermana con la mirada.

Mónica se dejó caer en una silla y lanzó un hondo suspiro que arrastró consigo una tristeza tan profunda y abisal que llegó a asfixiarme. Llené los pulmones de aire para aligerar la carga y pase por debajo de la barra para preparar el café.

— Me he informado — se defendió —, es muy buena en su trabajo.

Luther Dean volvió la vista hacia mí por encima de un hombro hercúleo.

— Pues muy buena no parece. Tiene un ojo morado.
— ¿Disculpe? — protesté fingiendo sentirme ofendida. Qué gracioso.
— Luther siéntate — Mónica se quitó las gafas de sol y le dirigió una mirada de pocos amigos al ver que se negaba a dar su brazo a torcer —. Ya te lo dije, ella puede ayudarnos, así que, o te comportas, o te vas. Tú mismo.

El hombre cogió una silla de la mesa de al lado con un gesto brusco y se sentó.

— Me llamó imbécil.
— Es que eres imbécil.

Sonríe y lleve tres tazas de café, debiendo lo divertida que iba a ser aquella conversación. Treinta minutos después, estamos dando cuenta de un impresionante plato de huevos rancheros con guarnición de enchiladas de chile verde. Dios, adoraba a Sammy. Había pensado en casarme con él, pero su mujer sorprendido cuando le pide la mano.

— ¿Qué la hace tan digna de confianza? — preguntó Luther, dirigiéndome una durísima mirada glacial. Aquello le daba un nuevo significado al escepticismo —. Me explicó que trabaja para Naithan. ¿Por qué deberíamos creer nada de lo que diga?
— En realidad, no trabajo para él — intervine, esperando que me creyeran —. Además ¿por qué no confía en el marido de su hermana?

Lo cierto era que todavía no habíamos hablado del caso, así que decidió ofrecer una imagen falsa de sociedad, que hubiera funcionado mucho mejor de no haberle robado el último bocado del plato. Era muy susceptible en cuanto a su comida.

Aún así, tuve la sensación de que empezaba a pasar por el aro. Intercambiaron​ una mirada.

— Por nada en concreto — admitió Mónica finalmente, suspirando con resignación. Se encogió de hombros —. Es perfecto, el marido perfecto, cuñado perfecto. Es…
— ¿Demasiado perfecto? — sugerí.
— Exacto — dijo Luther —. Y hay cosas, pequeños detalles, que no es dan mala espina.
— Como…

Se volvió hacia su hermana y obtuvo su aprobación antes de continuar.

— Hace un par de meses, Teresa nos invitaba a cenar fuera, un día que Naithan no estaba en la ciudad, solo nosotros tres.
— Parecía preocupada por algo — Rosillo Mónica, y habría jurado que sentí que  la asaltaba el remordimiento —. Nos dijo que acaba de contratar un seguro de vida, tanto para Naithan como para ella, y que, si algo le sucediera, nosotros seríamos los beneficiarios.
— Entonces, ¿lo contrató ella? — pregunté —. ¿No Naithan?

Volvió a sentirlo. Un remordimiento tremulo y palpitante enano de ella al responder:

— Exacto. No sé ni siquiera si Naithan sabe de su existencia.
— Quería que supiéramos dónde estaba la póliza de seguros — añadió Luther —. Lo dejó muy claro.

Mónica sacó una llave.

— Incluso nos incluyo como beneficiarios en su cuenta de ahorros, para que pudiéramos acceder a la caja fuerte de seguridad, donde la guardaba.
— Eso sí que es raro — dije, intentando ignorar las alarmas que salían disparado en mi cerebro. ¿Le tenía miedo a su marido? ¿Creía que su vida estaba en peligro? —. ¿De qué importe estamos hablando?
— Dos millones de dólares — contestó Luther —. Para cada uno.
— La santísima madre del cordero lechón. — Me salió la poetisa que llevaba dentro —. ¿De verdad?
— Parece ser que sí — dijo Mónica.

Luther cruzó los brazos sobre el pecho.

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