jueves, 18 de mayo de 2017

Capítulo 50

Capítulo 50


Se cometieron errores. Se la cargaron otros.
(Camiseta)

Dado que todavía quedaban un par de horas antes de que abriéramos el chiringuito, decidí repasar la documentación de la que disponía sobre el caso de la esposa desaparecida antes de entrar en la ducha. El tío Nico me había facilitado las declaraciones entorno a la primera esposa del doctor Kyost, pero decidí concentrarme en la víctima. Además de realizar tareas de voluntariado y ser miembro de un par de juntas, la primera mujer del buen estimado doctor se había licenciado en Lingüística en la Universidad de Buenos Aires con una media de sobresaliente, lo que significaba que era un cerebrito. Y puede que supiera una o dos lenguas más. Había trabajado mucho con niños discapacitados y había contribuido de manera decisiva en la puesta en marcha de una hípica destinada específicamente a niños en silla de ruedas.

— Y no se merecía morir — comenté con el señor Wong, quien siguió de cara a la pared, como si tal cosa.

Dos horas después, estaba sentada bebiendo café con una toalla enrollada en la cabeza, intentando apaciguar a una Euge indignadísima por no haberla llamado.

— ¿Desnudo?
— Estaba en la ducha, así que… sí.
— ¿Y no le hiciste una foto? — protestó, lanzando un suspiro.
— Estaba esposada.
— ¿Te…? ¿Tú...?
— No. Ya sé que suena raro, pero da igual si lo hacemos o no cuando se trata de él, porque solo con mirarlo mis partes pudendas ya empiezan a estremecerse de placer, así que para el caso vendría siendo lo mismo.
— No es justo. Creo que voy a salir​ a cargarme a todo el que se me ponga delante.
— ¿Quieres que te deje en alguna parte?
— No tengo que llevar a Rufina al colegio. Al menos deja que te eche una mano con lo de Peter.
— No.
— ¿Por qué no? — Frunció el ceño, enojada —. Soy un hacha haciendo trabajo de campo. En eso no me gana nadie.
— Tengo varios nombres. Los investigaré mientras tú miras a ver qué puedes averiguar sobre las finanzas del buen doctor.
— Ah, vale, de acuerdo. ¿No es millonario o algo así?

Sonreí.

— Eso es exactamente lo que quiero saber.

Después de disimular el ojo morado con suficiente corrector como para que la difunta Tammy Faye Banner se sintiera orgullosa de mí, arrastré los pies hasta el aparcamiento con la sensación de que me pesaban cada vez más. Si había de guiarme por la niña que me seguía con un cuchillo en la mano, todo parecería indicar que aquel asunto de la falta de sueño empezaba a hacer mella en mí.

— ¿Ayer no ibas de adorno en un capó? — pregunté.

Ni me miró. Qué maleducada. Llevaba un vestido gris marengo con botas negras de charol, un atuendo que podría haber pasado por un uniforme escolar ruso. El pelo, largo y oscuro, le llegaba hasta los hombros y empuñaba un cuchillo por único complemento, aunque, la verdad, no combinaba con el resto. Estaba claro que lo de los accesorios no era lo suyo.

Me fui derecha al tipo que me vigilaba, aparcado en la acera de enfrente, y llamé a la ventanilla. El hombre se sobresaltó.

— ¡Me voy a trabajar! — le grité a través del cristal mientras él bizqueaba, intentando protegerse de la luz —. Estate atento.

Se frotó los ojos y me saludó. Lo reconocí, era uno de los hombres de Benjamín Amadeo. Benjamín​ Amadeo, pensé, con un resoplido. Maldito traidor. El tío Nico dice «sigue a Lali», y él va y lo haces sin rechistar, como si nuestra amistad no significara nada para él, que así era, pero bueno. El muy imbécil.

— ¿Es usted Lali Esposito?

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