lunes, 8 de mayo de 2017

Capítulo 35

Capítulo 35



Sonó la alarma del móvil, cosa que me informó de que me había perdido algo. Alargué la mano, temblorosa, y lo cogí del tocador. Mi hermana, Candela, me había enviado un mensaje. Tres, en realidad. El coche la había dejado tirada, no conseguía ponerse en contacto con nuestro padre y quería que la recogiera en el veinticuatro horas que había a la salida de Santa Fe. Intenté llamarla mientras salía de la bañera, pero contestó una voz impertinente diciendo que su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Genial. Había dicho que casi no le quedaba batería. Tal vez era eso.

No me quedaba más opción, así que me sequé como pude, me puse unos vaqueros, una sudadera de los Teen Angels, las botas de motorista que con tanto esfuerzo me había ganado y salí del cuarto de baño. La televisión estaba apagada y el salón a oscuras.

No perdí el tiempo secándome el pelo antes de salir de casa y advertí al señor Wong que no dejara entrar a extraños, que de eso ya me encargaba yo. Una lluvia helada me acribilló la cara mientras corría a mi coche, jurándome por lo más sagrado que si Candela no estaba en el veinticuatro horas cuando llegara allí, iniciaría en serio mi carrera de cosechadora de almas, empezando por la suya. Alguien tenía que ser el primero.

Una cortina de lluvia helada golpeaba el parabrisas mientras me dirigía a Santa Fe por segunda vez en el mismo día. El pelo, pegado a la cabeza en estado sólido, iba descongelándose poco a poco. Al menos era más fácil mantenerse despierta al borde de la hipotermia. El coche​ponía todo de su parte por hacerme entrar en calor y, las cosas como son, tenía los dedos de los pies medio chamuscados. Tendría que haber llevado una manta o una toalla. ¿Y si pasaba algo? ¿Y si mi coche se paraba y yo moría por congelación? Eso no molaría nada.

Me pregunté si Peter tendría frío alguna vez. Siempre estaba ardiendo, como​ si poseyera una fuente interna de calor. Tendría que llevar una etiqueta de advertencia que dijera: ALTAMENTE​ INFLAMABLE.

Cuando por fin conseguí recuperar la sensibilidad, comprendí que la tiritera que me había entrado no se debía a la temperatura, sino a la última visita de Peter. Menuda sorpresa. Decidí apartarlo de mi mente y concentrarme en el caso que tenía entre manos. Lo primero en el orden del día era utilizar mis contactos sobrenaturales para saber si la señora Kyost seguía viva o no. Lo cierto era que la pobre mujer tenía todo en contra, pero con un poco de suerte tal vez hubiera sobrevivido a las artimañas del buen doctor. También tenía que informarme mejor sobre él.

Las nubes seguían descargando sobre mi pobre auto con tal violencia que las gotas de agua sonaban como bolas de granizo, cosa que me obligó a reducir la velocidad y a tomar las curvas con la mayor prudencia posible, más de lo que me habría gustado.

Parecía que el cielo y yo estábamos igual de nublados. Los rítmicos manotazos de los limpiaparabrisas fueron calmando las aguas y, por mucho que lo intenté, no conseguí impedir que mis pensamientos vagaran de vuelta a Peter.

¿Por qué se me había aparecido? A pesar del rencor y de las pocas ganas que tenía de visitarme, allí estaba, disfrutando del momento tanto como yo cada vez que se presentaba.

Aunque, claro, era un hombre. Jamás llegaría a comprender por qué los hombres hacían lo que hacían. Y encima tenían la cara de quejarse de las mujeres.

Tomé la salida que conducía hasta el 24 horas a las afueras de Santa Fe. Se encontraba en una zona bastante apartada, por lo que me pregunté qué recontrademonios estaría haciendo Candela allí. Por lo que sabía, no era de las que saliera a perseguir liebres con los focos del coche. El camión de reparto que iba delante de mí me obligó a reducir aún más la velocidad, aunque teniendo en cuenta que la lluvia impedía ver más allá de seis metros, en realidad me sentí más segura detrás de él. Me concentré en las luces traseras para no salirme de la carretera. La lluvia en los desiertos agostados siempre era bien recibida, pero conducir bajo aquel diluvio empezaba a resultar peligroso. Por suerte, el 24 horas profusamente iluminado enseguida apareció ante mi vista. Él camión pasó de largo mientras yo me desviaba hacia la zona de aparcamiento, instantes antes de que pisara el freno a fondo. Solo había un coche y lo más probable era que perteneciera al empleado del turno de noche. Miré a mi alrededor en busca del Chevrolet de Candela hasta que, estupefacta y furiosa, comprendí algo que me negaba a creer: no estaba allí.

Apreté los dientes para no maldecir en voz alta y volví a llamarla al móvil, sin éxito. Repasé los mensajes de nuevo para asegurarme de que no me había equivocado. Tal vez se había confundido y me había enviado a otro 24 horas. Sin embargo, antes de que pudiera tomar una decisión, se abrió la puerta del acompañante. Menos mal. Supuse que el coche la había dejado tirada en medio de la tormenta y había tenido que ir a pata hasta la tienda. No obstante,en vez de la esbelta figura y el cabello castaño claro d mi hermana, quien subió al coche fue un hombre fornido y empapado, que cerró la puerta detrás de él. Tras los primeros instantes de desconcierto, ante los que más tarde me haría cruces, la adrenalina empezó a correr por mis venas, como si fuera de efectos retardados.

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