lunes, 15 de mayo de 2017

Capítulo 3

Salimos fuera y nos encaminamos hacia la esquina a la que él se había referido. Todavía me sentía algo mareada a causa del mordisco y fui trastabillando, incapaz de moverme con la deseada rapidez. No me caí gracias a Mery, que me sostuvo varias​ veces a lo largo de todo trayecto. Fui consciente de la gran ansiedad que procedía de su mente, pero hice cuanto pude por ignorarla, pues debía lidiar con mis propios miedos.

— Lali… ¿qué vamos a hacer si nos capturan? — me susurró.
— No lo harán — repuse con fiereza —. No lo permitiré.
— Pero si nos han encontrado…
— Ya nos han localizado otras veces y no nos cogieron entonces. Lo único que debemos hacer es conducir hasta la estación de tren y desde allí irnos a Los Ángeles. Allí perderán la pista.

Hice que sonara así de simple. Siempre lo hacía, incluso aunque no era nada fácil mantenernos en una continua huida de la gente con la que nos habíamos criado. Lo habíamos estado haciendo durante dos años, escondiéndonos donde podíamos e intentando a la vez finalizar nuestros estudios​en el instituto. Habíamos comenzado nuestro último año y nos había parecido más seguro vivir en un campus de facultad, ya que nos hacía sentirnos más cerca de la libertad.

Ella no dijo nada más, y sentí otra vez cómo me recorría su fe en mí. Así era como había ocurrido siempre todo entre nosotras. Yo era la parte más activa, la que hacía que las cosas sucedieran… algunas veces de forma bastante temeraria. Ella era la parte más razonable, la que se complacía en pensarse bien las cosas y las meditaba profundamente antes de actuar. Ambos estilos tenían sus ventajas, pero estaba claro que en este momento se imponía la temeridad: no había tiempo para la duda.

Mery y yo habíamos sido amigas desde la guardería, cuando nuestra maestra nos puso juntas para aprender a escribir. Forzar a unas niñas de cinco años a deletrear «María del Cerro» y «Mariana Esposito» era algo que sobrepasaba en mucho lo que podríamos considerar un trato cruel y las dos — o mejor dicho, yo — respondimos de forma apropiada. Le tiré el libro a la maestra y le dije  era una bastarda fascista. Yo no conocía el significado de esas palabras, pero sí sabía cómo atinarle a un objetivo en movimiento.

Desde entonces Mery y yo nos hicimos inseparables.

— ¿Has oído eso? — me preguntó de repente.

Me llevó varios segundos captar lo que sus sentidos más afinados que los míos ya habían hecho. Escuché los pasos de alguien que andaba muy deprisa. Hice una mueca. Nos quedaban todavía otras dos manzanas para llegar a nuestro destino.

— Tendremos que correr para conseguirlo — le dije cogiéndola del brazo.
— Pero tú no puedes…
— Corre.

Necesité toda mi fuerza de voluntad para no desmayarme en la acera. Mi cuerpo no quería correr después de haber perdido sangre ni mientras aún estaba metabolizado los efectos de la saliva de Mery, pero ordené a mis músculos que dejaran de quejarse y me apoyé en ella cuando nuestros pies comenzaron a golpear el cemento. En circunstancias normales la habría superado corriendo sin hacer mucho esfuerzo — sobre todo porque Mery iba descalza —, pero esa noche, ella era lo único que tenía para mantenerme derecha.

Los pasos de nuestro perseguidor se oían cada vez más cerca y con mayor fuerza. Veía unas oscilantes estrellas negras ante los ojos. Justo delante de nosotras localicé el Honda verde de Jerónimo. Oh, Señor, si pudiéramos conseguirlo…

A diez pasos del coche nos interceptó directamente un hombre. Nos detuvimos con un ruido chirriante y tiré del brazo de Mery hacia atrás. Era él, el tipo que había visto al otro lado de la calle. Era mayor que nosotras, quizás en la mitad de la veintena, y tan alto como había imaginado: probablemente sobrepasaba el metro setenta. En otras circunstancias, quiero decir, si no estuviera impidiendo nuestra huida desesperada, hubiera pensado que estaba bastante bueno. Llevaba el pelo castaño a la altura de los hombros, atado en una corta cola de caballo. También​ los ojos eran de un verde intenso. Vestía un largo abrigo negro, creo que era eso que llaman un guardapolvo.

Sin embargo, ese enorme atractivo carecía ahora de importancia. Simplemente era un obstáculo que nos impedía a Mery y a mí acceder al coche y a la libertad. Detrás de nosotras, los pasos disminuyeron su ritmo y comprendimos que los perseguidores nos habían cogido. También detecté más movimiento a los lados, es decir, más gente que se aproximaba. Dios. Debían de haber enviado al menos a una docena de guardias para capturar nos. No me lo podía creer. Ni la misma reina viajaba con tanta compañía.

Me dió un ataque de pánico y actúe por instinto, fuera de control y sin tener en cuenta ningún tipo de racionalidad. Tiré a Mery hasta colocarla a mis espaldas y lejos del hombre que parecía ser el líder.

— Dejad que se marche — les gruñí —. No la toquéis.

Su rostro resultaba impenetrable, pero alzó las manos en lo que aparentemente era una especie de gesto de calma, como si yo fuera un animal rabioso al que pretendiera sedar.

— No voy a…

Dio un paso al frente, que le colocó muy cerca de nosotras.

Le ataqué, saltando hacia adelante en una maniobra ofensiva que no había utilizado desde hacía dos años, no al menos desde que Mery y yo habíamos comenzado nuestra fuga. El movimiento era estúpido, otra reacción nacida del instinto y el miedo. Y además, no tenía futuro alguno. Él era un guardián entrenado, no un novato que no hubiera finalizado aún su entrenamiento. Tampoco estaba débil ni al borde del desmayo.

Y, chaval, bien rápido que era. Había olvidado lo veloces que podían ser los guardianes y que se movían y golpeaban como cobras. Me dejó fuera de combate con tanta rapidez como habría aplastado una mosca: sus manos impactaron en mí y me mandaron hacia atrás. No creo que pretendiera golpearme con tanta fuerza, sino que simplemente intentaba apartarme, pero mi falta de coordinación interfirió con mi habilidad para responder. Incapaz de controlar las piernas, comencé a caer en dirección a la acera en un ángulo torcido, con las caderas por delante. Iba a ser bastante doloroso. Mucho.

Solo que no fue así.

Con la misma rapidez con la que me había bloqueado, aquel hombre avanzó y me cogió del brazo, manteniéndome en pie. Cuando me enderecé me di cuenta de que se me había quedado mirando, o más bien, a mi cuello. Aún desorientada, no pude impedirlo. Entonces, con lentitud, alcé la mano libre a un lado de mi garganta y toqué ligeramente la herida que me había hecho antes Mery. Cuando retiré los dedos, observé la piel resbaladiza debido a la sangre oscura que la tenía. Algo avergonzada, sacudí el pelo de modo que cayera en torno a mi rostro. Tenía el cabello muy espeso y largo así que cubrió mi cuello por completo. Me lo había dejado crecer precisamente por ese motivo.

Los ojos intensos de aquel tipo se me clavaron un momento más en el mordisco ahora fuera de la vista y después se encontraron con los míos. Le devolví la mirada de forma desafiante y a toda prisa me separé de él con un tirón. Él me soltó, aunque me di cuenta de que habría podido retenerme toda la noche de haber querido. Hice un esfuerzo para sobreponerme a las náuseas del mareo y me retiré hacia atrás, hasta donde estaba Mery, afianzándome de nuevo para repeler otro ataque. De repente, me cogió la mano.

— Lali — dijo en voz baja —, no lo hagas.

Al principio, sus palabras no me hicieron efecto, pero unos pensamientos tranquilizadores comenzaron a infiltrarse en mi mente, procedentes de nuestro vínculo. No era exactamente algún tipo de coerción, porque eso no habría tenido ningún efecto en mí, sino algo de igual modo eficaz, tanto como el hecho de que estábamos muy superadas en número, más allá de toda esperanza, y también porque eran muy superiores a nosotras. Incluso yo comprendía que luchar carecía de sentido. La tensión abandonó mi cuerpo y admití mi derrota.

El hombre dio un paso hacia delante nada más detectar mi resignación y centró su atención en Mery. Mostraba una expresión tranquila en el rostro. Le hizo una reverencia y consiguió que pareciera que la hacía con gracia, lo cual me sorprendió bastante teniendo en cuenta su altura.

— Mi nombre es Peter Lanzani — afirmó; pude detectar un ligero acento ruso en su voz aunque se notaba que tenía origen argentino —. He venido a llevaros de vuelta a la Academia St. Bartolomé, princesa.

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