jueves, 11 de mayo de 2017

Capítulo 43

Capítulo 43


— ¿Me deja la pistola?

Creí que me desmayaba cuando oí la sentida petición de Nachito. Nos habían escondido en el cuarto de la colada, con esperanza de que los agentes solo estuvieran haciendo una recolecta para la recogida anual de alimentos. Una lámpara nocturna iluminaba el reducido espacio y el cuarto olía a flores silvestres en primavera.

— Mi niño, ya sabes que no se juega con armas — dijo Agustín en tono cariñoso.
— Solo quiero tocarla. No jugaré con ella. Lo prometo.

Una risa cantarina llenó el aire e imaginé la sonrisa reprobados de Daky.

— Nachito, el agente está hablando — lo reprendió con delicadeza.

El hombre se aclaró la garganta.

— Como decía, estamos visitando a los antiguos socios de Peter Lanzani.

Se había acabado. Los niños nos delatarían en un abrir y cerrar de ojos. Sería como quitarle un caramelo a una criatura.

Allí estaba yo, rodeada de pilas de ropa recién lavada con un preso fugado por compañía. Si el agente nos encontraba, tendría más pinta de cómplice que de rehén, acurrucada en la oscuridad.

¿Qué demonios estaba haciendo? Aquella era mi oportunidad. El momento que había esperado, podía por fin ponerle fin a aquella locura en un instante.

Empecé a alargar la mano hacia el pomo cuando vi que un brazo me pasaba por encima del hombro. Peter apoyó la palma de la mano contra la puerta y se acercó a mí, por detrás.

Su aliento me acarició la cara.

— Cuarenta y ocho horas — susurró envolviéndome en el calor que desprendía su cuerpo —. Es lo único que necesito — añadió.

En ese momento, la firme convicción de que Peter no había tenido un juicio justo pesó más que cualquier otra cosa. Tal vez merecía escapar y vivir en libertad. Nadie sabía a ciencia cierta lo que había ocurrido. La muerte de Bartolomé Bedoya Agüero podría deberse a un accidente o, lo que parecía más probable, podría haberse producido mientras Peter intentaba defenderse de aquel monstruo. ¿Qué más me daba si escapaba?

Hasta que, como si me hubieran echado un jarro de agua fría, comprendí la razón de mis vacilaciones. Si huía, si se convertía en un fugitivo, tendría que irse. Tendría que fugarse a México, a Canadá o a Nepal y vivir siempre con el alma en vilo.

No volvería a verlo nunca más.

Inspiré hondo y solté el aire despacio. Peter esperaba una respuesta.

—¿A qué te refieres? —pregunté, fingiendo que no sabía para qué necesitaba el tiempo. Se tardaba un poco en obtener documentación falsa, no era tan sencillo fabricar una nueva identidad—. ¿Qué vas a hacer con cuarenta y ocho horas?

Se acercó un poco más, como si no quisiera que nadie nos oyera.

—Encontrar a mi padre.

Vale, ahora sí lo escuchaba. Me volví para tenerlo de frente, intentando no hacer ruido. No fue fácil. No cedió ni un centímetro, cosa que me obligó a levantar la vista para mirarlo a los ojos.

—Puedo encontrar a tu padre en quince minutos.

Enarcó las cejas, interesado, y ladeó la cabeza con curiosidad.

—Cementerio de Sunset —señalé con el pulgar por encima del hombro más o menos en aquella dirección— y dudo que vaya a ir a ninguna parte.

La sombra de una sonrisa asomó en la comisura de sus labios.

—Si mi padre está en el cementerio —contestó, en tono burlón—, habrá ido a visitar a su difunta tía Vera. Algo bastante improbable, teniendo en cuenta que se llevaban a matar.    Fruncí el ceño, lamentando que no me hubieran permitido echarle un vistazo a su perfil psicológico.
—No te entiendo.

Bajó la vista al suelo y cerró los ojos, lanzando un suspiro.

—Earl Walker está vivo —confesó, a regañadientes. Volvió a abrirlos al cabo de un largo silencio. Las arrugas de su rostro evidenciaban su preocupación—. Fui a la cárcel por matar a alguien que sigue vivo, Holandesa.

Eso era imposible. Por mucho que deseara creerlo, no podía. El forense había identificado el cuerpo. Estaba calcinado, por lo que habían tenido que recurrir a la ficha dental, pero habían dado con una coincidencia. Según las transcripciones del juicio, el propio Peter había identificado el anillo de promoción de su padre, el cual habían encontrado en el dedo del cadáver.

Peter tenía que estar equivocado... o... ¿qué? ¿Loco?   

La duda debió de reflejarse en mis ojos. Agachó la cabeza lanzando un suspiro de resignación y retrocedió un paso. ¿Me dejaba ir? ¿Iba a ser así de sencillo?

Sin embargo, cuando volvió a mirarme, la sombría determinación había regresado a su rostro y comprendí que la respuesta a mis preguntas era un no rotundo. Si hasta ese momento no había conseguido convencerme de hasta dónde estaba dispuesto a llegar para conseguir lo que deseaba, lo siguiente que dijo lo dejó muy claro.

—Cinco mil quinientos cuarenta y siete de Malaguena.

Me quedé helada, intentando asimilar el significado de sus palabras. Se me detuvo el corazón, incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír, invadida por la extraña sensación de haber sido traicionada. No ocurría cada día que un preso fugado recitara en voz alta la dirección de mis padres. Hasta su último ademán respaldaba la seriedad de la amenaza. Se me quedó mirando, esperando a que comprendiera que no me quedaba otra opción más que cooperar.

—Y mi influencia va mucho más allá de los muros de esa prisión —añadió, ladeando la cabeza en un gesto cargado de sentido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario