martes, 9 de mayo de 2017

Capítulo 41

Capítulo 41


— Acerca  el coche al garaje y haz una señal con los faros.

Un tanto sorprendida de hasta qué punto había planeado su fuga, hice lo que me ordenó. La puerta del garaje se abrió de inmediato.

— Entra y apaga el motor.

Conocía a Agustín y a su mujer, y he de admitir que se trataba de una pareja encantadora, por lo que la situación resultaba rocambolesca, había algo que no encajaba, como Clarita Demont en el hogar modelo Demont viviendo como si fuera una huérfana más en Chiquititas Sin Fin 2006.

— Creo que no me gusta el plan.
— Holandesa.

Me volví hacia él y vi que tenía los ojos vidriosos y había empalidecido. Era evidente que había perdido mucha sangre. Si huía en ese momento, no podría alcanzarme.

— No dejaré que te pase nada — dijo.
— No estás en situación de hacerte el caballero andante. Deja que me vaya.

Torció el gesto levemente.

— Lo siento, pero no puedo.

Alargó la mano y me asió por el brazo, como si temiera que fuera a echar a correr.

No puedo negar que no se me hubiera pasado por la cabeza. ¿Podría darme alcance con lo débil que parecía?

— Aparca el coche — dijo.

Inspiré hondo, metí el vehículo en el garaje de doble plaza y apagué el motor a regañadientes. La puerta del cobertizo bajó y así fue cómo acabé encerrada con una banda de criminales. Cuando se encendieron las luces, una familia al completo apareció por la puerta lateral.

Peter se incorporó con una ligera mueca de dolor y dirigió una sonrisa sincera al hombre que le abrió la puerta, Agustín Sierra. La esposa de Agustín, Daky, esperaba detrás, impaciente, con un niño pequeño en brazos y una niña de la mano. La mujer me saludó a través del parabrisas.

Le devolví el saludo — por lo visto, el síndrome de Estocolmo tenía efectos inmediatos — viendo como Agustín introducía el cuerpo en el interior del vehículo y estrechaba a Peter en un abrazo de oso, muy típico de los machos alfas.

— Hola, amigo — dijo, dándole unas contundentes palmadas en la espalda.

Peter apretó los dientes, reprimiendo una maldición.

— Llegas tarde — añadió.

Agustín Sierra era un hombre cachetón de unos treinta y pocos, pelo corto y castaño algo más oscuro que el de Peter, ojos marrones y esa seguridad en uno mismo que solo él podía llevar en la sangre.

— Eso díselo a la conductora — masculló Peter —. Quería escaparse.

Agustín me miró y me guiñó un ojo.

— Lo entiendo, señorita Esposito. Yo también lo intenté durante cuatro​ años.

Peter se echó a reír. Reía. Era la primera vez que lo oía reír de verdad. A pesar de la confusión que reinaba en mi interior, una extraña sensación de felicidad se abrió camino hasta la superficie.

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