martes, 9 de mayo de 2017

Capítulo 40

Capítulo 40


Cuando todo viene de frente es que te has equivocado de carril.
(Camiseta)

Una ligera llovizna empañaba el ambiente y lo faros de los coches que venían de frente se abrían en un espectro de colores salpicados de decenas de arcoiris en miniatura. La lluvia había cesado, pero unos nubarrones tapaban las estrellas. Peter parecía haberse dormido. Con todo, no tenía la más mínima intención de jugármela intentando escapar, por mucho que siempre hubiera querido poner en práctica lo de salir de un vehículo en marcha dando una voltereta, como en las películas. Con la suerte que tenía, seguramente acabaría arrollada por el coche de atrás en medio de la carretera. Un momento. Acababa de tener una idea: Eugenia y yo podíamos hacernos especialistas.

Practiqué una pequeña maniobra de evasión, más que nada porque a los directores de cine les​encantaban esas cosas, y Peter se sacudió en el asiento. Se llevó una mano al costado con una breve inspiración. Era​ evidente que le dolía y, por la cantidad de sangre que empapaba el mono, la herida era de consideración. Tanto él como yo nos curábamos deprisa, mucho más que los demás. Esperaba que eso bastará para mantenerlo con vida hasta que pudiera encontrarle ayuda.

Fui soltando el aire poco a poco, preguntándome cómo era posible que alguien me aterra de aquella manera y, al mismo tiempo, me preocupara tanto su bienestar. La realidad volvió a imponerse. Un preso fugado me había tomado de rehén y, en una escala del uno al diez, aquello alcanzaba las dos cifras del surrealismo. Mi yo optimista, ese que veía la botella medio llena, estaba — preocupantemente — un pelín eufórico. Al fin y al cabo, no se trataba de un preso fugado cualquiera, sino de Peter Lanzani, el hombre que poblaba mis sueños con mucha más sensualidad de la que sería legal​mostrar en público.

Hacer de chófer de un delincuente acusado de asesinato, con un cuchillo de factura casera que no dejaba de clavarme en las costillas cada vez que encontrábamos un bache en la carretera, no entraba dentro del planes para esa noche. Tenía un caso. Tenía que ir a varios sitios y ver a unas cuantas personas​. Usos películas de terror que estaban esperándome para hacer estragos en mi sistema nervioso.

— Toma la siguiente​ salida.

Di un respingo. Me volví hacia él, un poco más envalentonada que una hora antes.

— ¿A dónde vamos?
— A casa de mi mejor amigo. Compartí celda con él durante más de cuatro años.
— ¿Agustin Sierra? — pregunté, sin poder ocultar mi sorpresa.

Agustín Sierra había ido al instituto con Peter y parecía ser su único nexo con el mundo exterior antesde que también lo detuvieran a él por agresión con arma de fuego con resultado de lesiones graves. Contra un policía, nada más y nada menos. No había sido la decisión más acertada. Lo que ni Nico no yo conseguíamos comprender era cómo Agustín y Peter habían acabado compartiendo celda durante cuatro años. Y eso que Nico era el subdirector de la cárcel. Si él no lo sabía, no lo sabía nadie. Estaba claro que en el currículo de Peter ponía algo más que simple «general de los ejércitos del averno».

Peter abrió los ojos y se volvió hacia mí.

— ¿Lo conoces?
— Sí, de cuando intentaba encontrar tu cuerpo.

Al que eché un vistazo sin poder contenerme. Lo habían atacado cientos de Demonios, prácticamente lo habían hecho pedazos, y dos semanas después aún seguía allí, recuperado casi por completo. Al menos de aquello.

Esbozó una amplia sonrisa.

— Veo que no fue de gran ayuda.
— Por favor. Tiene a que haberle hecho algo.

Se rió suavemente.

— Se llama amistad.
— Se llama chantaje y, para que lo sepas, es ilegal en muchos países.

Lo miraba de reojo en el momento en que los faros de un coche que venía en dirección contraria iluminaron las motas verdes y doradas de sus ojos, unos ojos de mirada cálida y tranquilizadora, acompañados de una sonrisa. Casi me dejo dominar por la sensibilería.

Parpadeé y volví la vista al frente.

— ¿Qué hora es? — preguntó, tras un largo silencio.

Consulté el reloj del salpicadero.

— Son casi la once.
— Llegamos tarde.
— Vaya, cuánto lo siento — dije rezumando​ sarcasmo —, no sabía que habíamos quedado a una hora en concreto.

Nos detuvimos delante de la casa de los Sierra, una impresionante vivienda de adobe de unas tres plantas, tejado de tejas y una entrada con vidrieras. A duras penas encajaba con la imagen de un ex presidiario que había cumplido condena por agresión. En realidad, parecía más propia de alguien con una condena por evasión de impuestos o por algún tipo de desfalco.

Puede que la hubiera ocupado.

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